25.11.10

Los estigmas invasores

El escritor más famoso de Japón se suicidó en los 70, luego de una revuelta militar. Autor de Confesiones de una máscara fue un crítico acérrimo del capitalismo occidental y el liberalismo

Yukio Mishima exigía volver a honrar al emperador.foto.fuente:Revista Ñ

El 25 de noviembre de 1970 el escritor más famoso de Japón y el más conocido en el extranjero acababa de escribir: "Era un jardín resplandeciente y recoleto, sin rasgos de relieve. Como un rosario desgranado entre los dedos, el chillido estridente de las cigarras mantuvo su fuerza./ No había otro sonido. El jardín se hallaba vacío. Había llegado, pensó Honda, a un lugar sin recuerdos, sin nada. / El sol estival del mediodía caía sobre el jardín inanimado." Era el final de su tetralogía El mar de la fertilidad . Luego se vistió con uniforme militar o paramilitar diseñado por él mismo y llegaron a continuación cuatro de sus más cercanos discípulos de un grupo llamado "Sociedad del escudo". Se dirigieron en coche a una base militar de la ciudad.

Yukio Mishima –de él se trataba– había arreglado previamente una cita con el jefe de esa base. Siendo todo un personaje, le fue concedido tal privilegio. Cuando los recibió el comandante Mishima le comunicó que lo tomarían prisionero porque deseaba arengar a las tropas y para ello tenía que congregarlas en el patio de armas.

El discurso de Mishima apenas fue escuchado. Lo taparon los silbidos y los abucheos, al parecer proferidos con ese "wow" norteamericano sellando de manera hasta onomatopéyica el frustrado destino de la arenga del escritor vuelto militar. Incluso, según el filme que le dedicó Paul Schrader –producido por Coppola– algunos de los soldados reunidos en el patio le arrojaron latas con esa gaseosa casi sinónimo de ciertos hábitos alimentarios de los norteamericanos. De lo poco que se pudo oír, Mishima emprendía una diatriba contra el capitalismo occidental y el liberalismo que había afeminado al Japón hasta hacerlo irreconocible. Pedía –exigía– volver a honrar al emperador como la encarnación viva de la divinidad, según había sido creencia durante miles de años.

Poco tiempo antes, en la universidad, disputando con los estudiantes izquierdistas del grupo Zengakuren también entre gritos y abucheos les había dicho: "Pero si queremos lo mismo. En todo caso, odiamos lo mismo, el capitalismo liberal. Pero sí, hay una diferencia. Yo tengo una fe, el emperador. Y ustedes no tienen ninguna aparte de su odio impotente".

En su dilatada obra literaria Mishima había trabajado dos temas o dos variantes de un mismo tema: la decadencia. Digamos que la decadencia política, militar, cultural, religiosa de Japón se reflejaba en la propia decadencia privada, particular, subjetiva de sus diversas máscaras novelísticas, que eran variantes de diferentes aspectos del escritor. Así en su obra maestra, la novela El pabellón de oro –una de las mejores novelas del siglo pasado, sin lugar a dudas– el monje Zen, llamado nada menos que Mizoguchi, está fascinado por ese templo edificado en Kyoto. A su propia fealdad y deformidad corporal opone la permanencia del templo, hasta que con paradójica fidelidad Zen decide, por su misma belleza, destruirlo. "Si quemo el pabellón de oro, me decía, cometeré un acto altamente educativo. Gracias a ello las gentes aprenderán lo insensato de concluir por analogía en la destrucción de cualquier cosa, (...) aprenderán a estar menos seguras con la inquietud de pensar que mañana mismo pueden ser arrojados como un desecho".

En rigor, lo que Mishima detestaba era lo mismo que detestaban otros dos de sus paisanos más dotados en el campo estético, seguramente sus dos iguales en talla: los directores de cine Kenji Mizoguchi –de allí el nombre del protagonista de la novela– y Yasujiro Ozu. Así, en los últimos filmes de ambos puede percibirse este mismo tipo de estigmas invasores en la cultura japonesa. Pero los diferencia el modo, la postura. La actitud Zen que en Mishima era tema literario, era –además– creencia y práctica en sus casi coetáneos. Ozu, por ejemplo, fue sumando en sus películas planos fijos de chimeneas humeantes y de luces de neón a la manera de hiatos para graficar la invasión cultural. En su último filme, La calle de la vergüenza , Mizoguchi convierte a sus amadas geishas en simples putas, tanto que una se ha puesto el nombre de Mickey.

Claro que en Mishima existe además una aguda conciencia de la decadencia que es ya también política, tal vez en algo matizada por ciertas concepciones históricas occidentales. ¿No se lo había acusado durante su carrera literaria de ser demasiado occidental tanto en temas, estilo e influencias, a diferencia del luego laureado Kawabata –también suicida–, que tuvo la decencia de declarar que Mishima y no él debía de haber recibido el Nobel? Curiosamente aquel se quita la vida mediante el gas y Mishima, luego del fracaso de su revuelta, intentando practicar el ritual tradicional del samurai, el seppuko . No hara-kiri , que es el término que con el tiempo se volvió despectivo hacia esa práctica para escarnecerla como una costumbre bárbara y "atrasada".

Desde entonces, salvo reeditarlo, no se sabe muy bien qué hacer con Mishima. La persona vuelta personaje –enjuague típico de nuestra época– es más atractiva. Los rasgos macabros de sus respectivos finales hacen que se lo asocie fácilmente con Pasolini, quien sería asesinado cinco años después. Por mi parte sumaría al director de cine alemán Rainer Werner Fassbinder, que se suicida en 1982. Pero no por la condición de homosexuales sino como impugnadores violentos de un determinado estado de cosas que comienza a llamarse "lo global", y del pensamiento único. Además, son nacidos en los tres países derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Y más allá de cómo reaccionaron en forma intelectual a la política anglonorteamericana vencedora y de que oscilaron del extremo anarquismo casi nihilista a la reinstauración imperial, pasando por el marxismo gramsciano sumado al catolicismo, hay algo que –creo– percibieron todos ellos con su furiosa hipersensibilidad: que toda diferencia será tolerada, asimilada, legalizada, industrializada. Diluida o vuelta moda.

Es posible que la sensibilidad sobre los fenómenos y efectos de la movilización total liberal no sólo la hayan tenido más desarrollada sino –sospecho– que tales cosas fueron también más agudamente resistidas por ciertas personas cuyas particularidades las llevaron a vivir más en contra. Claro que por este mismo estado de cosas –aunque todavía más "único" cuarenta años después–, Mishima y los demás pueden ser hoy percibidos como tres adelantadísimos profetas mientras que otros pueden caracterizarlos como antiguallas que todavía creían en lo trágico.

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