18.6.11

Un altar para "el genio", erigido en Latinoamérica

Con muy pocos autores se pueden gastar ­sin temer la vergüenza o el ridículo­ palabras rimbombantes como mármol o genio o inmortalidad.El reconocimiento de un continente
En El Paraiso, que se le figuraba como una biblioteca. Dirigió la Nacional desde 1955 hasta 1973.foto.fuente:Revista Ñ

Jorge Luis Borges es uno de esos pocos. Haberlo conocido, quiero decir, haberlo visto simplemente, le da a los propios ojos y a la propia memoria un cierto halo sagrado. Inspiramos el mismo respeto que inspiraría un griego que pudiera dar el siguiente testimonio: "Yo oí una vez a Homero recitando fragmentos de la Ilíada". Pues bien, todos los que vimos a Borges alguna vez y así haya sido en una sola ocasión, guardamos la memoria de ese instante. Lo atesoramos, lo adornamos. Nos ufanamos.

En Medellín, donde vivo y donde todavía se venden como reliquias trocitos chamuscados de la guitarra de Gardel, Borges estuvo dos veces.

La segunda vez yo estuve ahí (en la primera, pocos sabían que Borges era Borges, y los 20 presentes hoy se sienten ungidos por la gloria) y guardo como una de mis pocas medallas vitales el haberlo visto.

Claro, en Argentina todos los mayores de 30 años vieron a Borges alguna vez y la mitad de los porteños cincuentones lo ayudaron un día a atravesar Corrientes. Durante esos cien pasos, sin falta, Borges les dijo alguna frase memorable. El caso es que este privilegio es menos corriente en Medellín. Aquellos pocos que fueron sus amigos, o lectores, o amanuenses, novias o esposas, pueden pasar el resto de sus días viajando gratis por el mundo y dando conferencias sobre él. Ese barniz ajeno es suficiente.

Por muchos escritores sentimos admiración; por unos pocos, devoción. A quienes somos devotos de Borges nos pasa algo curioso: se nos contagia su ceguera. El fervor, ya se sabe, enceguece. Y vomitamos a los tibios que tengan dudas de fe. Al menos una vez en la vida, como los peregrinos musulmanes a La Meca, debemos ir a recitar sus versos en el cementerio de Ginebra y debemos posar, serios y compungidos, frente a la placa conmemorativa de la calle Maipú. Un privilegio indudable es conocer ese templo vivo de su memoria que es el estudio de Alejandro Vaccaro en Buenos Aires, un Museo Borges perfecto, razonado, que tarde o temprano su ciudad tendrá que erigir, pésele al que le pese. Y si lo de Vaccaro es un templo, todos en nuestra casa tenemos un altar. Yo tengo el mío.

En todo altar que se respete debe haber una foto del poeta. También, de ser posible, algún retrato suyo hecho del vivo por un gran pintor.

Si no todos, al menos uno o dos de sus libros en primera edición.

Algún ejemplar firmado de su biblioteca, con anotaciones a lápiz en la última página. Las biografías canónicas y las secretas. Y por supuesto esa especie de Biblia de su vida cotidiana que es el diario dedicado a Borges por Bioy Casares.

De los libros de Bioy este será el más perdurable, porque supo entender muy pronto, como Boswell de Johnson (es más: como los discípulos de Buda) que tenía el privilegio de convivir con un genio.

Sí, un genio. Lo repito: con muy pocos autores no tememos caer en el ridículo al usar estas palabras rimbombantes. Y sin embargo, a pesar del altar que le erigimos, a pesar de la devoción con que lo releemos y nos lo aprendemos de memoria, pese al cuidado con el que lo citamos y traemos a cuento, incluso sus devotos (no fanáticos) debemos saber que fue un hombre. Un hombre ­y Bioy lo dijo­ que meaba fuera del tiesto, en el sentido literal y figurado de la expresión; un hombre hijo de su educación, que fue a veces racista; un hombre que recibió condecoraciones de gobiernos sanguinarios.

Pero le perdonamos esto, sus devotos. Aunque lo idolatremos, sabemos que fue un hombre, no un ídolo ni un dios. Lo leemos con devoción, porque sabemos que siempre que abrimos un libro suyo nos enseña algo, nos deslumbra con su inteligencia, con su bondad, con su clarividencia.

Para tener el retrato completo, los que lo veneramos, debemos también atesorar algún verso que lo retrate bien, aunque todos nieguen que ese verso sea suyo. Yo tengo el mío. Un par de versos en los que Borges dice: "No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre." Es hermoso que Borges fuera así: falsamente modesto. "La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras", dijo Chamfort. El nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores sobre la Tierra. Por su genialidad, pero también por algo mucho más humilde y valioso: por su decencia.

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