19.10.11

El fabuloso mundo de Amélie

¿Supongo bien si supongo que todos ustedes han visto la peli El fabuloso mundo de Amélie, que estuvo a punto de alzarse con el Oscar al mejor filme extranjero del año 2001?
El fabuloso mundo de Amélie. película francesa de Jean-Pierre Jeunet.foto:internet.fuente:elespectador.com

Pero si fuese así que algunos de ustedes no la conocieran, pues no importa. Porque de lo que quiero hablarles no es de la película sino de un epifenómeno relacionado con ella.

Lo de epifenómeno, por favor, no debe despistarles. No soy un filósofo, para quienes los epifenómenos son fenómenos secundarios o adicionales, ni tampoco soy médico, quienes entienden como epifenómenos ciertos síntomas secundarios o accesorios. Sencillamente soy un periodista que a veces se enamora de algunas palabras. Epifenómeno, en mi caso, es una de ellas.

Y ocurre que el fenómeno secundario o adicional derivado de la película El fabuloso mundo de Amélie es que todos los que, después de verla, viajamos a París, no pudimos ni quisimos resistir la tentación de visitar los lugares donde transcurre su acción.

Tomamos el metro hasta la estación Blanche, entre Pigalle y Clichy, y salimos justo frente a la entrada a la rue Lepic, que es de las se empinan hasta la colina de Montmartre; y una vez caminando por la calle Lepic descubrimos a la izquierda la Brassería de los dos Molinos, donde Amélie se desempeña como camarera, y un poco más arriba, en la acera opuesta, la carnicería donde se expende carne equina, con su muestra que es la cabeza de un caballo a la cual le falta la oreja derecha, y algo más arriba, luego de torcer a la derecha y seguir subiendo a la izquierda por una callecita de cuyo nombre no logro acordarme, la suntuosa tienda de hortalizas, frutas y legumbres que ocupa toda una esquina y es uno de los lugares clave de la película, a escasos metros de la place de Tertre, donde los turistas se arremolinan alrededor de los pintores callejeros, y algunos hasta se dejan caricaturizar por ellos e incluso les pagan de buena gana por la caricatura, una subespecie de masoquismo a la que nunca fui proclive.

Cuatro veces he estado en París desde que vi El fabuloso mundo de Amélie, y de las cuatro he peregrinado tres a ese mundo. La última fue el 10.1.2008, con Rocio Arias Hofman y Andrés Hoyos, y así quedó reflejado en mi diario: «Pasamos a dejarle correo de El Malpensante a Jean-Claude Carrière, que está ausente de París, y de su casa estamos a un tiro de piedra de la Place Blanche, así pues una ocasión que ni pintiparada para hacer el recorrido de la película La fabulosa vida de Amélie. Y allá vamos, rue Lepic arriba, a la brasería Los Dos Molinos, donde entramos a tomar café para descubrir lo que debe saber todo turista desprevenido: que el café de esa brasería no es de la mejor calidad (para decirlo caritativamente), y que además el espacio interior del local ya no es el de la peli, se descangayó al desaparecer el mostrador y los estantes del Tabac. Sic transit!»

De todos modos, e incluyendo la inevitable cuota de desilusiones, es así como uno va juntando escenarios del imaginario universal.

En mi caso es un museo íntimo, muy personal, en el que figuran el apartamento secreto junto a la Westerkerk, en Amsterdam, donde se escondiera la familia de Anna Frank y ella escribió su diario; y la fábrica de tabacos de Sevilla, que vio los afanes laborales de Carmen y las horas perdidas estudiando abogacía por quien les habla, pues desde los años 50 la fábrica se convirtió en Universidad Hispalense. En ese museo íntimo y muy personal se cuenta también uno de los barrios más peligrosos de São Paulo, donde se desarrolla la excepcional novela Cero, del brasileño Ignacio de Loyola Brandão: menos mal que iba en su compañía, que es algo así como recorrer el infierno de la mano amiga y protectora de Virgilio. Y en ese museo íntimo y muy personal, pongo un quinto ejemplo, figura también mi recorrido por las calles de Dublín el 16 de junio de 1979, cuando se cumplían 75 años del día en que transcurre la acción del Ulises de Joyce, en una época en que la municipalidad de la capital irlandesa aún no lo había descubierto y prostituido como tour turístico.

En fin, y para terminar, atesoro también la visita de otros lugares absolutamente inolvidables pero cuya relación haría estallar las costuras de este post. Sin embargo no quiero cerrarlo sin decirles cuánta vida necesitaría todavía para visitar algunos escenarios que me faltan: el zaquizamí de Raskolkinov en Crimen y castigo; la isla de Juan Fernández, donde se fraguó la epopeya de Robinson Crusoe; las calles de Nueva Orleans montado en un tranvía llamado Deseo; el sanatorio de Davos donde Hans Castorp le propina a Clawdia Chauchat, en La montaña mágica de Thomas Mann, la declaración de amor más bella de la historia de la literatura; y para equilibrar la balanza con otro quinto ejemplo, les confieso que algún año quisiera pasar el Día de los Difuntos nada menos que en Comala, y a lo mejor hasta matizando un mezcalito con Pedro Páramo.

Sea como fuere, me consuelo pensando que al menos ya he recorrido, a cambio, muchas veces, la extensión más inhóspita y más hospitalaria: La Mancha de mi señor Don Quijote. Vale.

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