14.10.11

Santiago Gamboa: sobran palabras

Los comentarios que se han escrito sobre esta novela son, en su gran mayoría, benévolos con la propuesta del autor
Portada de la novela. foto.fuente:revistagalactica.com

Son pocos los que siguen creyendo en el talento de Santiago Gamboa, un escritor que "prometía" –como algunos otros–, pero que, a estas alturas, ya no atrae muchas esperanzas de la crítica literaria. Su situación como escritor siempre ha sido complicada, pues se ha visto obligado a competir con la fama y con las cifras de ventas de las novelas de sus contemporáneos Mario Mendoza y Jorge Franco. Al igual que ellos, una de sus novelas fue llevada al cine (Perder es cuestión de método) y las cifras de ventas de una de sus novelas (El síndrome de Ulises) le dieron el reconocimiento entre el público que, seguramente, había estado esperando; tal vez fue este reconocimiento el que le permitió luego conseguir que la editorial Norma le diera el Premio de Novela La Otra Orilla en el 2009 por su novela Necrópolis.

Los comentarios que se han escrito sobre esta novela son, en su gran mayoría, benévolos con la propuesta del autor; sin embargo, tiendo a pensar que lo único que hacen es retomar el juicio dado por los jurados del premio y ampliarlo. Dos características se reiteran en estos comentarios: la habilidad para conjugar distintas voces narrativas y para recrear una ciudad que reúne todos los "pecados" de la globalización. Mi crítica retoma esta supuesta habilidad para tratar de dejar en su lugar la forma de narrar de Gamboa. Por un lado, diré que las distintas voces narrativas presentes en la novela muchas veces se perciben como una forma de llenar espacio (la novela tiene casi 500 páginas y, después de lo que voy a decir, diré que hubiera estado bien con la mitad) o de "ilustrar" esa aterradora y salvaje globalización en la que vivimos; por otro lado, diré que la elección de Jerusalén como espacio novelesco no se siente justificada más que para brindarle a la propuesta novelesca el suficiente universalismo que el mercado literario requiere en la actualidad.

La habilidad de Gamboa como narrador es innegable (sus técnicas son mejor elaboradas que las de Mendoza y Franco), pero no su pericia para "redondear" u otorgar unidad a la narración; además, la superficial complejidad que va construyendo la trama se revela al final como facilismo y deja la sensación al lector de una visión de la realidad demasiado plana. De esta manera, la narración parece un conjunto de ruidos de distinta clase que no permiten escuchar lo esencial de aquello que sí logra elaborar el autor (el reencuentro de un escritor con su escritura), como si Gamboa temiera tener poco que decir, tener poco que descubrirle al lector, y sintiera la necesidad de atosigarlo con personajes, situaciones y diálogos que no le aportan mucho más a lo que ya se ha presentado. No se trata, entonces, nada más que de un problema de estructura, sino de concepción de la novela, de la escritura, de la vida y de la literatura misma.

Percibo una búsqueda en Gamboa en la forma de escritura y la necesidad de encontrar situaciones significativas para la
existencia humana, entonces, ¿qué sucede?, ¿dónde se pierde el hilo? En el caso de Necrópolis, en la inclusión de las historias de vida de personajes que, finalmente, poco o nada tienen que ver con el desarrollo de la trama y que más parecen los personajes que se van incluyendo en las telenovelas para alargarlas y postergar el rating alcanzado. La historia de dos ajedrecistas le sirve a Gamboa para ilustrar el patético caso de un escritor que vive angustiado a la espera de la fama y cuidándose de las amenazas que, según él, le representan aquellos otros escritores que lo envidian y desean sólo hacerle daño; la historia de un hombre que logra huir de sus secuestradores y luego volver para vengarse del "amigo" que le tendió una trampa –aliado con los paramilitares de la zona– para quedarse con todas sus propiedades y con su novia, así como la de la familia judía que debe defender (con ayuda de ciertos grupos israelíes, sus armas y su poder de largo alcance) sus propiedades y su vida de la amenaza de los paramilitares y de sus aliados políticos, además de parecer la trama de una película hollywoodense (basada, a su vez, en una novela muy popular del siglo XIX), le sirve a Gamboa para incluir la situación de violencia que se vive en Colombia; igual sucede con las dos ponencias que se incluyen antes de la presentación del protagonista en el Congreso de Biógrafos al que ha sido invitado: ambas muestran la situación de violencia que se vive en el mundo entero por diferentes motivos.

La narración de Sabina Vedovelli (diva del cine porno) se extiende más de lo necesario y, después de contar detalladamente cómo deja de ser "virgen", cómo se vuelve adicta a las drogas, cómo descubre su vocación de actriz, cómo ingresa al mundo del cine pornográfico y cómo decide crear su propia productora para hacer "porno de izquierda", el lector sabe cuál es el motivo de su presencia en la trama: Sabina y su esposo contratan al protagonista para que escriba la historia de uno de los invitados al Congreso que decidió suicidarse en uno de los cuartos del hotel en donde todos se hospedan. El protagonista lleva dos años sin escribir, debido a una enfermedad respiratoria que lo obligó a recluirse en un lugar de reposo. La oportunidad de volver a escribir y de recibir un gran adelanto por su trabajo coincide con su interés por la historia del suicida: un hombre que, después de salir de la cárcel, se integra a una iglesia evangélica y alcanza la transformación espiritual necesaria para entregar su vida a ayudar a convertir a otros.

El escritor logra descubrir la verdad sobre el suicida, develar sus mentiras, sus traiciones (una especie de Judas contemporáneo) y los motivos que lo llevaron a desprenderse de su vida. En el camino, aparece una periodista islandesa que decide abandonar su "cómoda" vida de ciudadana del Primer Mundo para quedarse entre las bombas que estallan a diario en Jerusalén y sus alrededores, para vivir la vida en toda su verdadera "plenitud": "Sólo así tendremos el cuerpo caliente y la cabeza hirviendo de sueños, me quedo aquí y estoy enamorada de Amos, lo amo con todo mi corazón y con mi vagina, ambos palpitan por él, se me va al pecho, mojo el calzón, todo ocurre por él" (p. 434). También aparecen dos mujeres más que terminarán viviendo con el protagonista (una de ellas, ex novia de un narcotraficante y ex adicta; la otra, esposa del suicida) en una isla que los salva de las ciudades, de las necrópolis globales.

Quiero resaltar aquí dos elementos que se suman a la debilidad estructural de la novela de Gamboa. El primero, la forma como se expresan los personajes (casi todos hablan la mayoría de idiomas, varios se llaman Ebenezer, la mayoría comen sólo sandwich de pollo con coca-cola), especialmente, el uso de los lugares demasiado comunes y las alusiones continuas al sexo. En ningún otro libro había visto que el verbo "fornicar" y todos sus derivados se repitieran con tanta profusión (y con adjetivos incluidos: "fornicada bárbara", "fornicada espectacular"). Lo que molesta no es que aparezcan, sino su gratuidad; leer la palabra tantas veces hace que pierda sentido el acto descrito. ¿Por qué escoge una palabra con esa excesiva carga de religiosidad, casi de culpabilidad?, ¿será una manera de reforzar la atracción del lector por este tipo de temas y por la narración misma? El narrador se defiende: es, simplemente, la forma natural de ver el cuerpo, de asumir nuestra humanidad; Vedovelli quiere hacer una revolución con sus películas, la periodista se enamora de Amos como nunca lo había estado, las dos mujeres que acompañan al protagonista en la isla paradisíaca han sido víctimas de las fuerzas oscuras que habitaban en el suicida y, finalmente, han sido premiadas viviendo en ese hermoso lugar.

Al igual que en la novela de Mendoza (Apocalipsis), aquí las ciudades son el infierno, son lugares de muerte y, por eso, hay que huir de ellas, de las guerras, de la degradación humana, de las mentiras. Es la solución que la trama le presenta al lector, el premio de consolación que recibe por haber leído –o al menos haberlo intentado– las casi 500 páginas: algún día también el lector encontrará a alguien que deposite millones de dólares en su cuenta bancaria y que le dé un mapa para llegar a una isla que le permita vivir tranquilamente, dejarse crecer el pelo y la barba, hacerse tatuajes, trabajar sus músculos, mientras una mujer, con algunos tragos encima, le hace una "felación" de camino a casa…

Las bombas estallan afuera del hotel hasta que alcanzan el techo. Los invitados deben partir. No hay falta de imaginación, tampoco falta de experiencia lectora (las referencias literarias abundan y se extienden hasta donde la mía no llega); hay pasajes en los que logré olvidarme de la periodista que percibe en las feromonas del otro si se la quieren "follar", del hombre que repite incesantemente "pana-oyentes" y "guariguaris", de la actriz porno con sus tetas y nalgas que nadie puede dejar de mirar, de tantas esnifadas, tantas inyecciones de heroína, de los congresos y sus egos inflados. Logro olvidarme y escucho, por ejemplo, esto: "Todos los que escribimos deberíamos hacerlo de ese modo: como si nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad" (p. 420). Palabras para ese lejano piloto y no para lectores que se atrapan con el misterio por resolver, con el relato de biografías "espectaculares", tan extravagantes como la imaginación lo permite, y con penes duros, vaginas mojadas y feromonas alborotadas.

La inseguridad en un escritor, como en cualquier hombre (como en cualquier mujer), puede llevar a realizar acciones con las que creemos quedar bien con los otros (con los editores, con los lectores-consumidores, con el mercado, con la fama, con el éxito, con los amigos, con una pareja, con la familia), pero con las que, sin embargo, algo más importante se pierde siempre. Veo a Gamboa en un coctel, rodeado de gente y con un whisky en la mano, en una Feria del Libro ya remota; lo veo solo, varios años después, en una biblioteca muy concurrida de esta ciudad. La primera vez, lo busco sin éxito; la segunda, lo miro desde lejos, no mucho tiempo, y me voy. Recuerdo Perder es cuestión de método y Vida feliz de un joven llamado Esteban, recuerdo las preguntas que quería hacerle, las respuestas que necesitaba escuchar; ahora no quiero hablar ni de Los impostores ni de sus libros sobre China ni de El síndrome de Ulises ni mucho menos de Necrópolis. Sus palabras de los últimos años se van quedando fuera de mi memoria lectora.

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