25.11.11

Un relato de ira en el metro de Caracas

Hoy tenemos a Roberto Martínez Bachrich, de Venezuela

Roberto Martínez Bachrich

Roberto Martínez Bachrich.Venezolano. Uno de los 25 secretos mejor guardados de Latinoamérica. en la FILG 2011. Guadalajara, México. foto: Marcel Cifuentes. fuente:BBC Mundo

El sábado arranca en México la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, definida por sus organizadores como la mayor cita literaria de Iberoamérica.

Con motivo de su vigesimoquinto aniversario, la feria seleccionó a 25 jóvenes promesas de las letras latinoamericanas. BBC Mundo les propuso reflexionar sobre la literatura y la violencia en el continente.

A lo largo de la semana les ofreceremos textos inéditos de seis autores sobre las pandillas en las calles de Caracas, la relación entre las balas y las letras o el dolor del narco en Colombia y México...

Conozca más sobre los 25 secretos mejor guardados de América Latina

Mientras se seca la sangre

Qué lento llegar a casa. Lento y duro. Pero al fin, el tren se detiene en Los Cortijos. Dejo abajo el andén y ya siento algo anormal. Avanzo hacia los torniquetes y constato: un murmullo creciente que deviene grito. No llego a la desembocadura de las escaleras que me llevarían a la calle: la gente baja a toda carrera y se atropella dando alaridos, empujándose, rodando -algunos- escaleras abajo.

Los que estamos en el entresuelo no comprendemos, pero el instinto nos hace retroceder, encabezar esa alocada carrera hacia el inframundo. Torniquetes adentro, otra vez, se nos revela el motivo -en potencia y en acto- en primera fila. Un enfrentamiento entre bandas juveniles ha llegado abajo. Vuelan las botellas, los palos, las piedras. ¿De dónde ha sacado esta gente palos y piedras en una ciudad sin naturaleza? Son niños. No tienen más de 15 años. Y esa furia de las hormonas los domina, decide su ira, genera sus actos.

Uno de los chicos equivocó el camino o no fue suficientemente rápido. La pandilla contraria lo ha alcanzado, arrinconado, apedreado. Todo es cuestión de segundos. Sonido de gritos, palos que se abaten contra su cuerpo una y otra vez, botellas estallando contra el piso, o acaso contra su cráneo. Ellos son cinco o seis y el sólo uno. En un aleteo de pájaro los atacantes se dispersan y desvanecen. Algunos toman las escaleras a la calle y se diluyen en la avenida. Otros bajan a los andenes y alcanzan el primer tren al paso.

En el entrepiso, ni la calle ni el fondo, ha quedado el muchacho sangrante: ahora se levanta aupado por alguno de los suyos que, pasado el peligro mayor, reaparece. La adrenalina maneja el cuerpo herido del chico. De su frente, imperiosa hemorragia. Él abandona su esquina y un charco de sangre, leña y vidrio queda como huella del siniestro. La gente llora, grita, se esconde detrás de la cabina de los operadores. Son pocos los que ayudan al muchacho.

El miedo se erige en amo y señor de este lugar, de estos tiempos. El miedo es la única ley que puede garantizar una mínima supervivencia en esta bárbara ciudad. Un hombre descarga su horror en los operadores: ¿es que no hay seguridad en el metro?, ¿es que nadie defiende a nadie, nadie está a salvo? ¡Idiotas, cobardes! Los operadores lo oyen y asienten mecánicos. Uno no sabe si están entrenados para el improperio o están cansados de presenciar eventos así. Sea como sea, la respuesta está más que clara: no seguridad, nadie defiende, nadie a salvo.

Una mujer ha entrado en crisis, está en el piso, llorando. Dice que volverán, que la protejan, que sus hijos, que quiere estar en casa. Es atractiva, y rápidamente una corte de hombres se acerca a auxiliarla. El hombre iracundo le grita a los operadores que llamen a una ambulancia. Se están llevando al chico herido a uno de los túneles del entresuelo. Alguna habitación donde acostarlo y darle primeros auxilios mientras llega un médico. Pero media hora más tarde ningún médico ha llegado.

Unos pocos compañeros del herido siguen apareciendo, a cuentagotas, lo acompañan puertas adentro. Pero entonces se oye otro murmullo que devendrá grito: esta vez abajo, en los andenes. Otra vez gente que corre, ahora de abajo hacia arriba. Uno de los compañeros del herido -tendrá 12 o 13 años, éste- le da su bolso a la novia, que se pierde con el herido puertas adentro. Se pone en guardia, salta los torniquetes, corre escaleras abajo. Allí se oyen gritos, gente que pide auxilio, el pito de un tren que arranca, las puertas abriéndose de otro que ha llegado. Pasados unos segundos, el muchacho vuelve a subir. Busca la puerta de los compañeros, pero está cerrada. La toca, pero un funcionario del metro le abre y le dice que si se quedó afuera, se quedó afuera. El chico lo acepta, sin drama. Se ve que está acostumbrado a no esperar nada del prójimo, a que lo dejen solo en el mundo, pan suyo de cada día. Entonces su cuerpo es libro abierto. Se mueve como saltando, está en guardia, ha aprendido el ritmo del cazador. Y del que ha sido, acaso demasiadas veces, cazado.

Roberto Martínez Bachrich

Martínez Bachrich participará en la ponencia crítica "Hemos venido a hablar del otro", junto a la ensayista Elena Cardona y el poeta Willy McKey.

Su mirada se desplaza en milésimas de segundo -automática, instintiva, naturalmente- a la boca de las escaleras que llevan al andén, a la desembocadura de las que vienen de la calle, a los torniquetes, a las casetas que pudieran esconder -tras los cristales oscuros- algún enemigo. Con una mano se acaricia el puño contrario: desplaza del puño unos metales afilados que ya en su muñeca se convierten en una simple pulsera. Tiene los ojos del que está preparado para matar. Del que defiende lo suyo, implique eso lo que implique.

Ahora una manada de chicas, algunas de chemise azul, unas pocas más de beige, viene subiendo desde los andenes. Abrazan, protegen a una de ellas. Le cuesta caminar. Parece que en la batalla alguien la empujó, ¿por las escaleras o del andén a los rieles? La chica llora, tiembla, grita algo que no se entiende. Al mismo tiempo hay en su mirada un no sé qué de agradecimiento a la vida. Está viva, y podría no estarlo. Miserable alegría, pan nuestro y salmo responsorial.

Ha pasado media hora más y ni señales de médico o ambulancia alguna. Al fondo del entresuelo aparecen dos uniformes azules, más oscuros que los del metro. Busco al cazador cazado, pero apenas diviso su rastro evaporándose escaleras arriba, a la calle, a donde no puedan alcanzarlo los que ahora vienen y suelen no comprender nada del honor de un joven, de la inverosímil excusa que podría llevarlo a matar o a morir. Ridícula para quien la mire de fuera, para ellos latido del corazón, movimiento de la Tierra.

El iracundo que protestaba por la seguridad del lugar, ya con cara que promete mesura, se acerca a un funcionario de la estación para pedirle que escondan los palos y las piedras, las botellas asesinas que se han quedado impunes y aparentemente desvalidas en el rincón: si hay otro enfrentamiento, las armas estarán a mano. Los policías preguntan y preguntan. Reciben relatos vehementes y entrecortados. Reciben hombros alzados y yo-no-sé-nadas. Reciben el miedo.

Por los altavoces anuncian que hay disturbios estudiantiles, que son las cinco y treinta minutos, que hay que ceder los asientos azules a las mujeres embarazadas, que se han visto obligados a cerrar la estación: Los Cortijos, de momento, no seguirá prestando servicio. Se le agradece a los señores usuarios irse a Los Dos Caminos o La California. Se le agradece a los señores usuarios no estar allí de mirones. Se le agradece a los señores usuarios agarrar su camino y olvidar. Se le agradece a los señores usuarios no hablar de esto con nadie, así es la vida, así es Caracas. Se le agradece a los señores usuarios no andar escribiendo croniquitas, usar mejor el tiempo.

La sangre en las baldosas se ha secado.

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