25.1.12

¿Por qué escribe usted?

"Si la pregunta ¿Por qué escribe usted? la animara la inteligencia defectuosa o frívola lo percibiría, seguido. Como también repararía si su emisión procediera del vecindario del reproche. Pero, no. Se trata de una pregunta honesta, motivada por el deseo de adentrarse en el laberinto de la vocación escrituraria, sinceramente interesada en los procesos creadores que culminan en lo que se nomina, empeñosamente, la obra"



Luis Rafael Sánchez, Humanista del año 1996
A mi vocación literaria, a mi modo de enfrentarla, a mis ciclos de euforia creadora o de silencio penitenciario, se les suelen pedir más cuentas de las que yo, razonablemente, puedo dar. Como si quienes me piden las cuentas, los lectores habituales o circunstanciales, hubieran separado para sus personas el derecho a preguntarme, sin explicaciones previas, de buenas a primeras, ¿Por qué escribe usted?

Taimadamente, como quien devuelve el golpe, yo debería responder a la pregunta con otra, ¿Por qué lee usted? Pues el escribir y el leer formulan una hechizada conversación entre dos personas que aman lo mismo: los movedizos contenidos de la palabra. Si el lector anda, siempre a la búsqueda del libro que le regale satisfacciones, el escritor anda, siempre, a la espera del lector que tienda un firme puente hasta las orillas de su libro, un lector dispuesto a transformar el libro en el boleto para un viaje singular si bien de apariencia inmóvil. Cuantas veces el lector asume su papel, la obra resucita de la tumba del libro, se replantea la armonía de su construcción. Cuantas veces el escritor presta la voz suya a la voz de la obra, ésta renace, ésta recupera su antigua novedad.

Si la pregunta ¿Por qué escribe usted? la animara la inteligencia defectuosa o frívola lo percibiría, seguido. Como también repararía si su emisión procediera del vecindario del reproche. Pero, no. Se trata de una pregunta honesta, motivada por el deseo de adentrarse en el laberinto de la vocación escrituraria, sinceramente interesada en los procesos creadores que culminan en lo que se nomina, empeñosamente, la obra. Se trata de una pregunta en que parece sintetizarse la sorpresa que suscitan las manifestaciones del talento dedicado a levantar realidades autónomas con las palabras como material único y los signos de puntuación como los moldes que expanden o que restringen las palabras.


Elogio del punto y de la coma

A la coma no se le ha dado el reconocimiento que merece como la indicadora de la respiración pulmonar del texto. Tampoco se han valorado las posibilidades semánticas del punto. Aunque en dos obras capitales de nuestros días, Esperando a Godot y El lugar sin límites, al punto se le encarguen unas funciones que desbordan el mero dar aviso del final de la oración. Unas funciones que inciden en el acto de caracterizar los personajes, de perfilar sus insuficiencias, por un lado. Y por el otro, de propiciar unas atmósferas de mortificación y de embriaguez moral. El nihilismo becketiano, el desempleo existencial de Vladimir y Estragón, navegan entre los puntos de sus conversaciones truncas, mientras esperan al dichoso Godot, ese desconocido cuya informalidad lo lleva a posponer su comparecencia, una y otra vez. Y la personalidad oculta de Pancho Vega, un protomacho hispanoamericano afectado por la sexualidad ambigua, avanza entre los puntos suspensivos con los que José Donoso desgrana sus reveladoras, sus pavorosas pesadillas.

El lector como el autorizador

Porque la literatura, aunque se modela en las apariencias de la realidad, constituye una realidad autónoma, una realidad de tal manera independiente que promulga las leyes que la sustentan. Al margen de que la crítica ensaye, periódiocamente, unas teorías explicatorias, cuyo afán de novedad amenaza, en ocasiones, la sencilla intelección, al margen de que los procesos literarios de canonización o los tejemenejes mercantiles empañen la amable sorpresa de la imprevisión, la obra literaria retiene una integridad impostergable, una integridad resistente a los desafíos del lector. Quien es, por otra parte, quiéralo o no, lo repetimos, el sujeto que reactiva la belleza o la resonancia, la complejidad o la transparencia de la obra, cuantas veces se sienta a leerla, cuantas veces se sienta a autorizarla.


En fin, que si bien la razón de la obra artística no hay que buscarla fuera de ella, aunque en ella se impliquen la cultura de la época y la biografía sensorial del autor, corresponde al lector resucitarla del libro, enjuiciarla, compartir la noticia de su hallazgo, revitalizarla con la interpretación convencional o arbitraria. En fin, recorrer los caminos recorridos por el talento de quien la firma. Un talento que, por cierto, día a día, con mayor convicción, yo asocio con las benditas iluminaciones de la paciencia.

Las bendiciones de la paciencia

La palabra paciencia parecería restarle mérito y prestigio divino a la escritura, parecería restarle luz angelical, eternidad. La palabra paciencia parecería destinada a los usos corporales como el deporte y las faenas asociadas al desempeño físico. La palabra paciencia parece ajena o forzada a la hora de juzgar la escritura.

No lo es.

A ella, a la paciencia, hay que responsabilizar, esencialmente, por la florida del talento, a la paciencia ascendida a pasión, a la paciencia que hace inefectivo el tópico romántico de la inspiración o el estado de gracia. Convengamos, en que aún pervive el lastre romántico de que el escribir literario se efectúa tras un arrebato, un trance casi místico, o una posesión sobrenatural.

Desde luego, hay días especiales en que la sensibilidad o la inteligencia se agudizan, se hacen más patentes, fluyen con tanta fertilidad y naturalidad que parecen haber sido determinadas por una conciencia superior. Con la especialidad de esos días, dos poetas hispanoamericanos hoy circunscritos a un lugar secundario en las historias literarias, Juana de Ibarboru y Porfirio Barba Jacob, han compuesto unas salutaciones optimistas que han quedado como un inesperado aparte en sus obras completas.


Pero la poca frecuencia de esos días que la sensibilidad y la inteligencia, por sí solas, apenas si producen el combustible suficiente para que el arte se logre, apenas si garantizan la energía necesaria para que la obra empiece a cimentarse, palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo hasta su final convertimiento en una estructura sólida, espaciosa, duradera, ¿Qué otra cosa es Don Quijote de la Mancha, además de un universo atestado por la grandeza espiritual, sino una perfecta e inconfundible construcción verbal, una deslumbrante y deslumbrada? ¿Qué otra cosa es Cien años de soledad, además de una saga en donde toda pasión halla su asiento, sino una edificación monumental en la que una sola palabra, soledad, posee el virtuosismo de ser la llave que abre y que cierra las vidas? Martillo, condúceme al corazón del misterio suplica Enrique Ibsen; súplica entre aturdida y emocionada, que servirá como su epitafio. La súplica a la humilde pero útil herramienta patentizada el camino de trabajo, de esfuerzo, de confiada dedicación por él seguido a la hora de dar forma a sus grandes ficciones, Casa de muñecas, El enemigo del pueblo, Las columnas de la sociedad, Espectros.

La inquebrantable voluntad de decir, la necesidad visceral de encontrar una expresión original, pueden listarse entre las consecuencias de la paciencia, como también el ideal lopista de que el verso claro levantara de un borrador oscuro. Y ese otro monstruo de la naturaleza, Pablo Picasso, cuyas creaciones imponen su nombre en toda nómina del arte como sublevación, del arte como la traducción inobjetable de lo informe a lo perceptible, aclaraba, entre ufano y jactancioso- Yo no busco, yo encuentro. El pregón de sus encuentros no era más que la declaración de su capacidad para volcarse en el trabajo, su indisoluble voto matrimonial con la paciencia.

Pero, volvamos al punto de partida.


Selección de algunos de los libros publicados por Luis Rafael Sánchez
Interrogatorio francés


La última vez que oí la pregunta ¿Por qué escribe usted? fue por boca de un periodista del parisino Liberation, Jean Francois Fogel, a quien se le encargó, junto a su colega Daniel Rondeau, la confección de un número extraordinario que acogería las respuestas dadas a la misma por escritores del mundo entero. El número tenía un antecedente honroso.

En el año 1919 el periódico Liberation hizo la misma pregunta a Paul Valery, Louis Aragon, André Breton, Paul Eluard y otros escritores franceses que, con el paso del tiempo, fundamentarían su hacer literario en la audacia irrestricta. Eluard ya había escrito el poema donde aparece el verso Buenos días tristeza, que años después, daría título a la novela precoz de Francoise Sagan y, muchos años después, a una balada para el lucimiento de la voz entrecortada de Isabel Pantojas, una cantante cuya vida sentimental tiene el tempo de un pasodoble triple.

En cambio, Breton no había publicado los manifiestos surrealistas ni recalado en el México lindo y querido, como tampoco Valery había publicado ese cuerpo lírico, sin par, que constituye El cementerio marino. Pero, ya se reconocía en sus obras tempranas una práctica literaria avanzada e indomable; práctica que habría de remontar hasta dar pie a las obras citadas. Unas obras que, acaso, hallaron la motivación adicional en los desastres de la guerra recién concluida y que pasó a llamarse, adecuadamente, Primera Guerra Mundial. Como si se intuyera o se supiera que, en lo adelante, jamás podría haber conflictos bélicos aislados, porque ya el universo consignaba su nueva y definitiva forma- la de una temeraria sopa de aldeas. Como si se intuyera o se supiera que las nociones políticas y culturales de centro y periferia, de ortodoxia y marginalidad se aprestaran a sufrir una socavadora revisión.

Frágiles y esquivas marchan las palabras

André Maurois escribió, como conclusión de su apretado y excelente ensayo sobre la obra de André Gide, que la función del escritor reside en construir un edificio y la del lector en ocuparlo. Acaso, quienes me preguntan ¿Por qué escribe usted? son lectores ávidos de ocupar mis edificaciones literarias, a los que les parecen semejantes el propósito y la manera. Es decir, seguidores de mis invenciones que, motivados por su devoción, se allegan a mí con el santo y seña que consideran menos levantisco.

La recurrente pregunta, que la redime la buena intención, coloca la escritura en el apartado del hacer arbitrario y dispensable. Detrás de la misma se parapeta la sospecha de que el trabajo del escritor no pasa de ser un pasatiempo que no responde a jefatura alguna, un entretenimiento flexible que se cultiva a deshora y en cualquier lugar. Hasta tumbado bajo la sombra de un pino, hasta en la holganza asociada con la cama y con la hamaca. Esto es, como una actividad libre de tensiones y sudores, como una variación del recreo o el asueto, como un devaneo por los días y las horas del desocupado escritor.

Porque sólo la desocupación amable y sin problematizar autorizaría un hacer con palabras, un hacer inexacto entonces. Que entre palabra y palabra hay corredores secretos y puentes levadizos como afirma el gran poeta José Gorostiza cuando se arriesga a precisar la dificultad que encara la poesía. Y por medio de un homenaje en prosa al diccionario, pareable en la eficacia y la belleza a la Oda al diccionario de Pablo Neruda, un muy brillante escritor dominicano, Manuel Rueda, celebra las dificultades que éste resuelve. ¿No tendrá, por tanto, la pregunta ¿por qué escribe usted? un poco de reconvención, de llamado a la cordura?

A un médico cirujano nadie le pregunta por qué realiza la operación, a menos que se necesite conocer, a profundidad, el estado del paciente. Que habrá de ser un familiar cercano puesto que la pregunta huelga si se trata de primos, tíos o vecinos. Tampoco a un albañil se le pregunta por qué mezcla el cemento y la arena, ni a una cocinera por qué adereza las legumbres que juntó en la escudilla. ¿Quién le pregunta al bombero por qué apaga el fuego o al abogado por qué defiende al criminal? Todo oficio o profesión define su hacer y su alcance en cuanto se nombra: costurera, aviador, mecánico automotriz, sepulturero.


¿Serán respuestas o serán coartadas?

En cambio, insistentemente, se pregunta a quien escribe por qué lo hace. Tal como si tratara de un asunto turbio o delictivo, un asunto a sospechar, un asunto volátil o impráctico. Algunos escritores, que muy pronto repararon en que la pregunta se la podían espetar a la primera oportunidad, han patentizado una respuesta que les permite salir del paso con gracia y con chispa. De entre las numerosas que circulan, a punto ya de integrar un volumen grueso e ingenioso, prefiero las de dos escritores de excepcional reciedumbre, a los que tengo por amigos, Gabriel García Márquez y Juan Goytisolo.

El primero ha acuñado una respuesta que no huele a guayaba pero sí a fragante trampa- Escribo para que mis amigos me quieran más. La respuesta tiene mucho de greguería. Aunque en la greguería ramoniana el resorte insólito se le encarga a la paradoja. Además de confirmar el carácter retozón del colombiano universal, la respuesta plantea un formidable ardid. García Márquez confiesa que escribe para endeudar a los otros con el cariño, para satisfacer la expectativa a propósito de su genialidad creativa. Juan Goytisolo, más enigmático que Gabriel García Márquez, más apegado al ideal de la escritura compleja, dice que cuando sepa por qué escribe dejará de hacerlo. La respuesta sugiere que en cada obra suya se elabora, inconscientemente, una teoría del autoconocimiento, la búsqueda de una respuesta cuya fatalidad radica en su posible hallazgo.

Por otro lado, Rosario Castellanos, la admirable escritora mexicana, expresa que da por no vivido lo no escrito, una paráfrasis feliz de los versos de Jorge Manrique- Daremos por no venido lo pasado- Una pregunta apropiada para hacerle a Rosario Castellanos sería ¿Por qué vive usted?


Ando convencido de que la pregunta ¿Por qué escribe usted? contiene otras preguntas como contiene varias cajas la sorprendente caja china; que la pregunta esconde un doble fondo, como lo esconden los baúles de los cuales escapan los magos ante el aplauso del público agradecido por la eficacia de la trampa.

Aún así, como la pregunta recurre; como parece que deba darle una pregunta fluida y convincente, tarde o temprano; como suele formularle una persona joven, a lo mejor atemorizada por los compromisos a que empuja la vocación artística, he empezado a razonar, lápiz en mano, por qué escribo.



Quíntuples representación en el teatro de la Universidad de Puerto Rico
Poco a poco, sin nada de alboroto


No les extrañe que sea ahora cuando me dicido a llevar a cabo tan poco promisorio inventario. A la madurez de los años le agradezco, públicamente, la rebaja de la ansiedad que, en muchas ocasiones, ha sobresaltado mi vocación literaria, llevándome asumir en el silencio penitenciario a que ya hice referencia. Una ansiedad que, por otro lado, me ha salvado de rebajar la escritura a producción industrial, de confundirla con la grafomanía megalómana, de ceder a la tentación de dar gato por libro. He publicado lo que he creído pertinente, responsable y necesario si bien ha caído, en ocasiones, en lo que algunos de mis buenos amigos llaman el pecado de la inedición. También explica que sea ahora que los años tañen mi sonata de otoño, ahora que vivo una feliz reconciliación con la complejidad de mi persona, esa persona que poquísima relación guarda con los ruidos que le valen a esas dos hijas bastardas del trabajo y la paciencia que se llaman la fama y la celebridad, cuando acepto adelantar una reflexión introductoria, una reflexión en tono menor, de mi escritura, de sus voces, de las razones que concurren en ella.

Créanme.

Yo nunca he tenido el temperamento exigido para mentir en la vida, a riesgo de desilusionar a los que aman el embuste sin temer a sus consecuencias. Yo sólo he querido, sólo he tratado de mentir frente a la página en blanco, empleándome en el trance precario de un dios menor pero diligente, un dios que adjudica destinos y resuelve dificultades, un dios que tira de los hilos de sus personajes con dispendiosa piedad, un dios tan pobre que su cielo está en la tierra.

Intento, pues, una especulación para dar con la imposible respuesta. La especulación se apresta a reconocer que la escritura se visualiza, mayoritariamente, como un pasatiempo que consigue para su cultivador una cierta notoriedad. La especulación postula, en segundo lugar, que el hecho de escribir lo sostienen unas razones que van más allá del escribir mismo- la fama, el dinero, los viajes, la imagen de estrella.

Desde luego, no hablo del escribir formularios, solicitudes de empleo, informes, cartas de negocios; del escribir tildado de grafía mecánica y que se realiza tras un entrenamiento de carácter elemental. Desde luego, hablo del otro escribir, el escribir a plenitud, el que abreva en la fuente de la imaginación, el que se compone con sugestivas cadencias o se levanta sobre la página como una impasible escultura de palabras, el escribir obligado a encontrar el tono preciso antes de asentarse en la página.

Hablo del acto de escribir que, a falta de otras explicaciones coherentes y racionales, se intenta definir mediante algunas metáforas que aluden al tormento, a la angustia y a la guerra. Como la metáfora de los demonios. Como la metáfora de las obsesiones circulares. Como la metáfora de la batalla con el ángel. En fin, el escribir trabajoso, el escribir precario, el escribir asaltado por la duda, el escribir peleado con la arrogancia- esa hermana gemela de la ignorancia.

Hechas las introspecciones de rigor, tras repasar en el frágil archivo de la memoria unas cuantas de mis obras, puedo entonces confesar que, en términos generales, escribo para entablar un diálogo crítico, vivo, a fuego cruzado, con mi país y con mi tiempo; para mediar entre los asombros producidos por la realidad que me rodea y mi persona que la padece. Lo que es un riesgo excepcional si se vive en las Antillas, si se es hijo del Caribe, ese alucinante archipiélago de fronteras.

Mar Caribe, alárgate en mi espíritu

De todas maneras fronterizo es el Caribe, de todas maneras mezclado. Hasta el extremo de que sólo una paradoja tiene la competencia dialéctica para caracterizarlo. Lo único puro en el Caribe es la impureza. La mescolanza racial, la mescolanza idiomática, la mescolanza religiosa, la mescolanza ideológica, la mescolanza política, la mescolanza de las disímiles pobrezas, hacen del Caribe un lugar desgarrado según la óptica de Palés Matos y Jean Alex Phillips, de Jamaica Kincaid y Reynaldo Arenas; un lugar de municipal raigambre según la óptica de Derek Walcott y Marcio Vélez Maggiolo, de Aimé Cesaire y Ana Lydia Vega; un lugar descorazonadamente exótico según la óptica de Graham Greene y V.S. Naipaul. A la vez, un lugar duro y amargo para los propósitos del arte, un lugar destructivo sobre todo. Que en las geografías donde manda el hambre el artista viene condenado a cumplir el papel del paria o del comediante, del extranjero en casa o del asqueante adulador del poder, del mal visto tejedor de la historia de la tribu accidental como llama Fedor Dostoeivski al país donde se nace.

Aunque de agua o de sal sean los barrotes un país con forma de isla es un país con forma de cárcel. Tarde o temprano, el Caribe le impone al caribeño la emigración, la errancia, el exilio. Si la emigración se legaliza el viaje tiene como su transporte legal la guagua aérea. Si la emigración se ilegaliza, si se provoca la fiereza de los mares, si se desafía la hambruna de los tiburones, el viaje tiene como su transporte la yola, la balsa.

Desde las islas que la revistas de viaje catalogan de paradisíacas, hasta las islas que las agencias noticiosas catalogan de conflictivas, el Caribe lo integra un hervidero de falsas postales. Detrás de las fachadas idílicas se arrastran unos países con hambre de comida, de alfabetización y de justicia. Detrás de las fachadas conflictivas serpentean unas castas que apartan para sí los más inesperados privilegios.

Escribo, también, para compartir la satisfacción y la dicha que me inspiran el ser un hombre caribeño. Un hombre caribeño, oriundo de Puerto Rico, de señas mulatas- la piel prietona, la nariz ensanchada, los labios abultados, el pelo rizoso.

De forma abreviada gloso el comentario anterior, pues quisiera ponerle impedimento de salida a lo que sepa a demagogia, lo parezca o lo sea



Indiscresiones de un perro gringo

Yo no tengo la culpita, oigan queridos hermanos

Nunca he practicado la ilusión de provenir de otro lugar del que provengo. Tampoco me ha ilusionado ser otra persona diferente a ésta que soy. A la vez, porque nunca se me ha hecho sana, inteligente o tolerable la idea de que hay un mérito intrínseco en la procedencia nacional, advierto que nunca me ha robado el sueño la imposibilidad absoluta de ser, por ejemplo, estadounidense.

Además, tal sueño me ha parecido siempre el colmo de la aberración, el paradigma superior de la tontería. Sin la necesidad de estafar la propia naturaleza, afincado hasta las entretelas en lo que uno es, sea hombre o mujer, blanco o negro, amarillo o mestizo, religioso o agnóstico, europeo o novomundista, heterosexual u homosexual, joven o viejo, puertorriqueño o estadounidense, hay suficiente aventura y significación, hay complejidad y destino de sobra, como para poder adelantar cualquier vocación, como para poder vislumbrar cualquier proyecto.

En ese sentido, en el hecho de ser puertorriqueño sin traumatismos ni compunciones, sin ceder un ápice a los peligros de la victimación, echando mano del patriotismo cuando ha sido menester pero desacreditando la patriotería cuando ha sido necesario, he buscado, hasta encontrarlos, los materiales con que construir mi obra. Una obra que ha tenido como reiterado eje el diálogo, sin ambages, con mi tribu accidental. El diálogo se ha amparado en eso que un distinguido puertorriqueño, hombre de letras, Arcadio Díaz Quiñones, llama la continuidad de la mirada. Esto es, la observación interminable, hasta los abismos de la obsesión, de mi país puertorriqueño. El país que me acompaña por doquier. El país cuya canción, dulce o amarga, quiero cantar, inevitablemente.

No se me escapan los riesgos del plan. Y a veces me quejo, de mí y ante mí mismo, por no haber hecho una literatura aún más mía en mí, más contaminada por los dictámenes de la carnalidad y el instinto, más sometida a las movedizas leyes del deseo, más receptiva del amor como un sometimiento que formula su poderío en la irracionalidad.

Otros cuadernos del país natal

No obstante, desde que se publica la colección de cuentos En cuerpo de camisa, he querido hablar, ahora amorosamente, ahora furiosamente, de mi país; he querido, poco a poco, textualiarlo, ahondar en las posibilidades de su fisonomía y de su tipicidad, conjuntar algunos de sus rasgos tajantes. Aunque sin olvidar la verdad de que todo país se configura con una pluralidad de temperamentos y de visiones, de miradas enfrentadas y de indistintas apuestas a los azares del destino. Aunque sin desatender la verdad de que en la geografía moral de un país caben miles de países ensoñados. Hasta en los países cuyos gobiernos representan, en tandas corridas, la comedia de la igualdad a ultranza, la realidad subvierte los reclamos de una taquilla exitosa.

Repito, yo escribo para dar noticia al mundo de mi país. Lo hago porque ha sido en los libros donde he bebido el aliciente para enamorarme, perdidamente, de un lugar particular, de la gente que lo habita y lo modifica, lo vitaliza y lo espiritualiza.

Por ejemplo, amaba a Bahía antes de conocerla, un amor inducido por las novelas sensuales firmadas por Jorge Amado. Con igual fuerza amaba a Madrid antes de conocerla, un amor inducido por las novelas del genial Pérez Galdós. Acaso, más que a Madrid, a las calles que se hacían camino en La de Bringas, Fortunata y Jacinta, Miau, las novelas de Torquemada; esa Madrid de calles vetustas y paredones maculados.

Uno y otro, Jorge Amado y Benito Pérez Galdós, colocan la ciudad en el centro del conflicto novelesco, de manera que los avatares de los personajes no se conciben fuera de ella. Una Bahía más parecida a Africa que a América, puesta en evidencia por un Jorge Amado promotor de la magia. Una Madrid chismosilla y aldeana, puesta en evidencia por un Benito Pérez Galdós de perpetuo adosado a la realidad.

Tempranamente, cuando mi vocación apenas si era el balbuceo de un muchachón del caserío Antonio Roig, en Humacao, ciudad oriental de Puerto Rico, desinformado y mal formado, dueño de una vida que apenas sabía hacia dónde iba a encarrilarse, uno de ellos me dio una lección formidable. Más allá de escenografía, más allá de lugar de la acción, más allá de recinto histórico, la ciudad cumple la misión del ojo de las tormentas personales. El otro, más tardíamente, cuando mi vocación letrada empezaba a echar sus bases, me dio otra lección inolvidable. Todos los colores le sirven a la sensualidad, hasta el burlado color local; ese color local que en la novelística de Jorge Amado, por efecto de su ilustre paleta, asciende a color universal, a color primer mundista.

Escribo, también, para recuperar las lejanas vivencias de la persona cuya presencia en la tierra la reconoce el Registro Demográfico bajo dos apellidos y dos nombres, Luis Rafael Sánchez Ortiz, hijo de Luis Sánchez Cruz y Agueda Ortiz Tirado, panadero el padre, bordadora en el bazar de Josefina Reyes la madre. Cuando la familia, que completaban Elba Ivelisse Sánchez Ortiz y Néstor Manuel Sánchez Ortiz, se mudó a San Juan, cuando arriesgó su caudal de ilusiones en las sabanas enfangadas de Puerto Nuevo y Caparra Terrace, mi padre pasó a ser policía insular y mi madre pasó a ser empleada en una fábrica de zapatos baratos llamada Utrilón.



Luis Rafael Sánchez
Los que viven por sus manos y los ricos


Cuando retomo los nombres de mis padres retomo la clase social que me origina. Una clase social que en el caserío subsidiado por el gobierno tuvo su anclaje inicial, una clase cuya certidumbre más legítima era la pobreza.

Entonces, sin que la afirmación se equivoque con los suspiros reaccionarios de la nostalgia, Puerto Rico era pobre de otra manera. Entonces, de la instrucción con miras al diploma se encargaba la escuela y de la educación restante se encargaba el hogar. Tres nortes guiaban aquella educación hogareña, tres nortes resumibles en tres letanías repetidas, mañana, tarde y noche. Porque, justamente, a la repetición se le atribuía un valor pedagógico.

Pobre pero decente.
Pobre pero honrado.
Pobre pero limpio.

La pobreza se aceptaba como un hecho alejado de la política, como un acontecimiento inmodificable a no ser por la vía del trabajo arduo. La pobreza se confrontaba como un desafío individual. De ahí la imperiosidad de la conjunción adversativa. La decencia, la honradez, la limpieza, elevadas a señas morales o virtudes a ser desplegadas por los pobres en toda ocasión y lugar, no estaban sujetas a la transigencia. De los ricos no había por qué esperar que fueran decentes, honrados o limpios, porque los ricos contaban entre sus incontables lujos el poder vivir de espaldas a la opinión. Para eso eran ricos. Para poder ser y hacer lo que les daba la gana, cuando le viniera en gana, como les viniera la gana.
Esos códigos rígidos educaron a la inmensa mayoría del país puertorriqueño hasta antier. Después, cuando la pobreza empezó a apropiarse de los valores y los rencores de la clase media, cuando la pobreza a la antigua empezaron a difuminarla las hipotecas bancarias y el prestamito para ir a esquiar a Vermont y a Colorado, cuando el progreso estalló en la cara del país como si fuera una bomba de demoledora potencia, aquellos códigos rígidos dejaron de observarse. Hasta el lamentable extremo de que la pobreza desaseada se convirtió en otro aprovechado disfraz de la pequeña burguesía- el mahón deshilachado pero de marca Levis, el jean roto en las rodillas pero de marca Pepe. Hasta el amargo extremo de que la pobreza fue atendida como otra de las posibilidades de la estética.

Colofón

Sin que resulte dogmático uno puede suscribir la vieja idea de que en toda obra literaria hay biografía, que la persona del autor asoma, ya de manera principal o secundaria, ya ubicua o frontalmente. Los puertorriqueños tenemos, como apeaderos notables de nuestra identidad colectiva, el son, el mestizaje y la errancia. La nuestra ha sido, destacadamente, una cultura callejera, una cultura del vocerío y la estridencia. Mi obra no quiere hacer otra cosa que biografiar, más que mi persona, mi país. Más, no el plácido que halla su deformación en la postal que lo promociona como un paraíso sin serpiente. El otro país me interesa a la hora de literaturizar. El caótico, el despedazado, el hostil.

Mientras afilo las líneas de cierre me doy cuenta que escribo, en fin, para confirmar la vida como un tejido de bruscas y desapacibles testualidades.

Un bardo ilustre, cuya poesía más acendrada se trasvasa en la forma del bolero, reclama en uno de sus trabajos más difundidos, un aplauso al placer y al amor. Para eso, también escribo. Para aplaudir las grandes avenidas del placer, para hacerle terreno a las grandes ilusiones del amor. Decía Elías Cannetti, el inmenso escritor búlgaro, Todo se nos puede perdonar menos el no atrevernos a ser felices. También para eso escribo, para atreverme a ser un poco feliz.

fotos.fuente:enciclopediapr.org

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