31.3.12

Recuerdos de la barbarie

Relatar el clima de guerra, narrarlo con los sentidos puestos en el barro del campo de batalla convoca a lectores de todas las latitudes. La guerra también se lee

Primera Guerra. Soldados franceses en 1916 en el este de Francia listos para combatir. foto.fuente: Revista Ñ

Cuando llegó el tren comenzaba a oscurecer. Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían:
–Son soldados. Marchan a la guerra.
Y, tal vez, los niños preguntaban:
–¿La guerra…? ¿Qué es eso?"

La historia termina allí, ese es el último párrafo del relato "El estallido de la guerra de 1914", el que cierra el libro Tempestades de acero, del escritor alemán Ernst Jünger. El autor se alistó voluntariamente el mismo día que estalló la Primera Guerra Mundial. "En el bolsillo de mi guerrera –escribe Jünger al evocar en su obra narrativa aquel primer día de guerra– había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias. Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba hacia ellas con suma curiosidad". Catorce fueron las libretas de notas en las que basó, luego, Tempestades de acero, todas ellas destinadas, quizás, a responder, entre dientes, aquella pregunta que dejó flotando el último párrafo. "¿La guerra…? ¿Qué es eso?".

En el cuento "La lengua de las mariposas", del español Manuel Rivas, la guerra parte aguas en la Alameda, cuando el pequeño Pardal, su madre y su padre tienen que definir su bando tras el estallido contra el gobierno civil español. "'Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!' Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no desfalleciera. '¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!' Y entonces oí como mi padre decía: '¡Traidores!' con un hilo de voz. Y luego cada vez más fuerte, '¡Criminales! ¡Rojos!'" (…) Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: '¡Sapo!¡Tilonrrico! ¡Iris!'". Toda la irracionalidad de la guerra explota en alarido ahogado de un niño de escuela que había roto los primeros lazos con la casa materna de la mano de aquel maestro republicano, que ahora era su enemigo.

Mientras estudiaba el puente que debía volar para evitar que la milicia de Franco armara una contraofensiva y los Republicanos tuvieran la chance de avanzar un casillero en la batalla por Segovia, el estadounidense Robert Jordan, protagonista de la novela Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, conversa con su guía local. La charla queda en una encerrona, aun cuando, como dice Pilar, otro de los personajes, hablar "es la única cosa civilizada que nos queda".

"–¿Has matado alguna vez? –Preguntó Jordan, llevado de la intimidad que creaban las sombras de la noche y el día que habían pasado juntos.
–Sí, muchas veces. Pero no por gusto. Para mí, matar a un hombre es un pecado. Aunque sea a los fascistas, a los que debemos matar. (…)
–Pero los has matado.
–Sí, y lo haría otra vez. Pero, si después de esto sigo viviendo trataré de vivir de tal manera, sin hacer mal a nadie, que se me pueda perdonar.
–¿Por quién?
–No lo sé. Desde que no tenemos Dios, ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé.(…)
–Entonces eres tú mismo quien tienes que perdonarte por haber matado.
–Creo que es así –asintió Anselmo–."

El sino de la guerra no da explicaciones. Suelta las amarras de una barca que sólo se detiene al estrellarse en el fondo del mar.

"¿Es posible vivir tranquilo en nuestros tiempos, cuando se tiene corazón?" inquiere Ana Pavlovna Scherer, dama de la sociedad de San Petersburgo, en el clásico Guerra y Paz, de León Tolstoi. La Rusia zarista se dispone a hacer frente a la avanzada de Napoleón. "Si todos hicieran la guerra por convicción no habría guerra", le dice el príncipe Andrés, pronto a partir al frente, a su amigo Pedro.

"–Eso estaría muy bien– repuso Pedro.
El príncipe sonrió.
–Sí, es posible que estuviera muy bien, pero no ocurrirá nunca.
–Bien, entonces, ¿por qué va usted a la guerra? –preguntó Pedro.
–¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy porque… –se detuvo–. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface".

El ruso Alexandr Solzhenitsyn fue enviado al frente en 1942 y en 1945, al final de la contienda fue castigado por "delitos de opinión" y recluido en un campo de trabajo. Autor del célebre Archipiélago Gulag, en su novela Un día en la vida de Iván Denísovich, amanece a una jornada de encierro y guerra fría y concluye junto a su personaje: "Ni a sus pensamientos puede darles libertad el recluso. Siempre a vueltas con lo mismo, estrujándose la cabeza una y otra vez". Clausurado aun ese espacio de sosiego, vale aquella sentencia del español Camilo José Cela en La Colmena: "Hay verdades que se sienten dentro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar".

La literatura, esa jungla de páginas y letras que se escabullen como hormigas, desde la maraña de pasiones humanas y divinas que desató tempestades en la Ilíada, de Homero, la fractura de las pasiones revolucionarias, la reconfiguración del mundo y sus polos de poder en cada una de las contiendas mundiales, los estertores del fascismo, los totalitarismos, las persecuciones, el imperio del miedo, la tortura, las masacres cercanas y lejanas… Hay una suma de libros que han enterrado los pies descalzos en esa mezcla fangosa de sangre, heces y vómitos, han sido atravesados por las espuelas del frío y abofeteados por las manos del fuego, se sumergen en la guerra con el cuerpo desnudo y estrujan el estómago del lector hasta ponerlo allí, de rodillas, en eso que se define como clima de guerra, aunque esta suceda en las fronteras del relato o como telón de hierro y fondo. La guerra se lee con el cuerpo y se narra como una oleada de estímulos sensoriales. Son los sentidos los que nos cuentan la guerra.

"Mientras fuma, mira el suelo negro, encharcado, cubierto de colillas, y escucha el ruido del agua que corre por la letrina. En realidad, no tenía motivo para ir, pero sigue sentado allí porque está más fresco y las emanaciones del retrete, del agua salada, del cloro, el olor viscoso y dulce del metal mojado, son menos sofocantes que la espesa hedentina de sudor que se respira en las bodegas donde duerme la tropa", cuenta en Los desnudos y los muertos Norman Mailer.

Basada en sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial, durante la cual sirvió en el sur del océano Pacífico, el autor escribió esta novela en 1948. La batalla se define en un puñado de olores, colores y sonidos.

Cuando el nazismo avanzó sobre Francia, el español Jorge Semprún se unió a la Resistencia, por lo que luego de ser capturado fue enviado a un campo de concentración. "Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros", dice el narrador de El largo viaje, su primera novela, en la que revisita aquel viaje en tren que lo enterraría en el campo nazi. "El tren corre y el vagón es un ronco murmullo de quejas, de gritos amortiguados, de conversaciones. Los cuerpos amontonados y reblandecidos por la noche forman una gelatina espesa que oscila brutalmente a cada curva de la vía. Y luego, de repente, hay largos momentos de un silencio pesado, como si todo el mundo se hundiese a la vez en la soledad de la angustia, en una duermevela de pesadilla", describe Semprún. Los cuerpos se resecan y vuelven a sudar, saben de hambre y sobre todo de sed. El tren avanza por rieles sin retorno.

La escritora berlinesa Julia Frank ubica en los andenes del final de la Segunda Guerra el inicio de su novela La mujer del mediodía, que luego la llevará vías arriba, hacia el comienzo del nacionalsocialismo. "Los soldados agarraban fuertemente a su madre. Ella tenía la falda rasgada y los ajos muy abiertos, Peter no sabía si estaba mirándolo o si veía a través de él. Ella tenía la boca abierta..., pero no decía palabra". Las palabras empiezan ser tan sólo una mueca en el rostro, todo el resto un bramido ante el cual, los oídos, como sostiene Pascal Quignard en uno de los ensayos de El odio a la música, no tiene la posibilidad de bajar los párpados. "Cuando el viento hizo una pausa, Angustia levantó unos centímetros la cabeza, movió despacio la boca para hablar, le salieron sólo estas dos palabras: 'Mañana habría...', y después nada más (...) Dos palabras, y la cabeza de Angustia se dobló hacia adelante, abandonada a sí misma." El pasaje corresponde a El desierto de los tártaros, del italiano Dino Buzzati. El escenario del espanto es una fortaleza perdida en la inmensidad, que agoniza en la espera de una amenaza latente.

La guerra está repleta de palabras, pero poblada de cuerpos y sentidos.

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