28.9.12

El Oriente aquí

Tres escritores, que también son traductores de lenguas orientales, presentan el estado de situación respecto de tres lenguas que sólo en tiempos recientes empezaron a ser traducidas en el país sin intermediación del inglés o del francés

TRES LENGUAS. La traducción directa del chino, el japonés y el coreano al español es joven en nuestro país./Revista Ñ.

Traducción del chino
Miguel Angel Petrecca
La traducción del chino en la Argentina se encuentra en un estadio muy incipiente de desarrollo. Para confirmar esta aseveración alcanza con observar la ausencia de literatura china en los catálogos de las editoriales argentinas, o con indagar rápidamente en la historia de la traducción del chino en la Argentina. La lista de obras traducidas del chino no sólo es exigua, sino que está dominada por traducciones indirectas, del inglés o del francés, como la traducción de Angel Battistessa de La flauta de jade de Franz Toussaint (Kraft, 1947), los poemas que Juan L. Ortiz tradujo luego de su viaje a China en 1957 (recientemente recopilados por la editorial Abeja Reina), o los Poemas chinos de Alvaro Yunque, publicados en 1958. En los tres casos se trata de traducciones del francés, pero el más interesante, sin duda, es el de Juan L., no sólo por la importancia de su figura, sino también porque traduce poetas contemporáneos y porque, si bien el francés actúa como mediador, Juan L. tuvo la oportunidad de conversar y consultar sobre las traducciones con los poetas.

Más recientemente, y siguiendo en esta línea, Daniel Durand tradujo del inglés las versiones de Kenneth Rexroth de poemas de Tu Fu. Sin embargo, tal vez las primeras traducciones directas de poesía china en Argentina sean las de Hilario Fernández Long, publicadas en Diario de Poesía, en la década de 1990.

En el campo de la narrativa y la filosofía las cosas no son muy diferentes, y quien busque antecedentes se encontrará con una traducción de Historia de A Q, un clásico chino del siglo XX, de Lu Xun, editado por Centro Editor en 1970, sin datos del traductor, lo cual sugiere que se trata de una traducción indirecta. O con la traducción del Dao De Jing, realizado por Adolfo Carpio y publicada en 1957.

Este desarrollo incipiente, del que la escasez de traducciones da cuenta, es característico de los países de lengua española, muy atrasados con respecto a Francia e Inglaterra en este campo. El caso de España es sintomático, ya que si bien durante los últimos años ha tenido un desarrollo importante de los estudios orientales a nivel académico y ha producido una buena cantidad de especialistas y traductores, aún hoy la traducción indirecta desde el inglés y el francés sigue teniendo un peso más que significativo. Entre 1980 y 2007, por ejemplo, según una investigación de Maialen Lacarta que se enfoca sobre la traducción de narrativa china, se publicaron 19 traducciones indirectas (explícitas o camufladas) y 13 traducciones directas. El fenómeno se explica, en parte, por el mayor costo y lentitud de las traducciones directas, pero también por el hecho de que el proceso de recepción de la literatura china sigue mediado por los sistemas editoriales francés e inglés.

Las décadas del cincuenta y del sesenta vieron una oleada de viajeros argentinos hacia China. Muchos de ellos fueron escritores y poetas. Pero de esos viajeros –vinculados a la Revolución maoísta– no surgió una escuela de traducción. Hoy, con la incipiente creación de un campo de estudios chinos y la aparición de una nueva oleada de viajeros, tal vez sea el momento.

Traducción del japonés
Anna Kazumi-Stahl
Por muchos años, en la Argentina –como en muchas otras provincias de la lengua castellana– la literatura japonesa se leyó a partir de versiones traducidas del inglés y del francés, y no del japonés. De hecho, si uno mira en detalle la literatura japonesa que se publicaba y publica en castellano, encuentra, por ejemplo, que País de nieve (de Kawabata), publicada hace unos años, no es traducción de Yukiguni, sino de Snow Country, y que La estructura del iki (de Shuzo Kuki), de 2012, se publicó tomando como base La Structure de l’iki (vale decir, la version francesa) en vez del original Iki no kozo. En consecuencia, la práctica de la mediación por una tercer lengua, sigue viva.

En el 1957 (cuando la revista Sur dedicó un número a la nueva literatura japonesa), una figura como Kazuya Sakai era una llamativa excepción. Nacido en Argentina, educado en Japón, estuvo de nuevo en Buenos Aires desde 1951 a 1963, instalándose luego en México por casi 4 décadas.

En ese período, tradujo mucha literatura japonesa, clásica y moderna, y siempre desde el original. Sakai –que también fue pintor– hoy tiene obras expuestas en Japón, Argentina, México, Brasil y EE.UU. Paradójicamente, sus traducciones son más difíciles de rastrear, aunque muchas han sido digitalizadas en El Colegio de México.

Pocos son los ejemplos como el de Sakai. En la década de 1950 era más fácil encontrar a un diplomático japonés que tradujera obras literarias que a un traductor literario. En este sentido, tenemos una deuda cultural con dos ex embajadores: Eikichi Hayashiya tradujo a Basho con Octavio Paz, y Masateru Ito tradujo a Kamo no Chomei.

Pero el énfasis actual es diferente: hay más bilingüismo japonés-español, más hispanistas y latinoamericanistas allá, y más seguidores de lo japonés aquí. Hasta las becas para traducción literaria de la Fundación Japón apuntan a lenguas menos representadas anteriormente, incluyendo el español. Por eso, Yoshiko Sugiyama con Héctor Jiménez Ferrer pudieron traducir a Yoko Ogawa desde el original, tratándose de una prodigiosa voz nueva, premiada en Japón y elogiada por el Premio Nobel Kenzaburo Oe.

Entre los que trabajan de forma independiente, hay que destacar a Amalia Sato, traductora y gestora cultural (dirige la revista Tokonoma). Argentina de ascendencia japonesa, Sato valora trabajar desde el idioma original, a veces debatiendo detalles con hablantes nativos japoneses o comparando con traducciones a otras lenguas. Así hizo sus versiones de Historias de la palma de la mano de Kawabata y En construcción, cuentos de Mori Ogai.

El argentino Alberto Silva estuvo 20 años en Japón como profesor en la Universidad de Estudios Extranjeros en Kyoto. Combina estudios y vivencias en Japón con ser poeta en su lengua materna; así logra traducciones con precisión y sensibilidad. Trabaja del japonés, a veces debate detalles con un equipo de hablantes nativos en Japón. Hoy es de los que mejor traducen la poesía japonesa, captando las sutilezas autóctonas.

Un caso japonés es Ryukichi Terao (Universidad de Ferris, Yokohama) que puede elegir traducir obras de Kobo Abe –novelista y dramaturgo de mitad del siglo XX que no debió ser “olvidado” como lo ha sido. Sus argumentos existencialistas y fantásticos, su aguda crítica social resuenan mucho con las circunstancias actuales, desde lo político a lo ecológico. Es verdad que la mayoría se publica en España, pero también salió una traducción original en Argentina: Los cuentos siniestros de Abe.

Hay otro circuito que debiera aprovecharse más: desde la colectividad nikkei (descendientes de japoneses en otras partes del mundo) han surgido nuevos traductores: es el caso de Mónica Kogiso que, siendo argentina y traductora profesional del japonés al castellano, tradujo Una novela real de la narradora contemporánea Minae Mizumura. Como la punta de un iceberg, uno al indagar encuentra muchos trabajos, hechos con modestia y casi desde el anonimato, para ir traduciendo fuentes culturales como parte de la identidad propia: para mencionar sólo un par de ejemplos, eg periodistas del diario La Plata Hochi, investigadores como C Sakihara, A Kuda y otros que produjeron La historia del inmigrante japonés en Argentina, o Cecilia Onaha que dirige el Centro de Estudios Japoneses de la UNLP.

Traducción del coreano
Oliverio Coelho
Cuando se traduce de una lengua oriental resulta imposible determinar el grado de traición del traductor. La predisposición instintiva, más que la aptitud idiomática, muchas veces hace que ciertas traducciones estén más acabadas que otras. Es que una lengua oriental o bien se conoce a la perfección, o bien permanece en una dimensión confusa. No hay casi término medio.

Debido a que el estudio del coreano es bastante reciente en habla hispana, no hay todavía traductores autosuficientes, y quienes hasta ahora se dedican a la traducción son coreanos que se especializaron en castellano y suelen enseñar en universidades de Seúl o alrededores.

Conocer una lengua oriental no admite, como sucede con muchas lenguas romances, aventurarse en la traducción, salvo que uno esté dispuesto a pasar un lustro traduciendo una novela. Habilita, sí, el rol de co-traductor. Como sucede con otras lenguas asiáticas, el dispositivo de traducción es bicéfalo si se busca una traducción directa y no mediada por otro idioma como el inglés: por un lado alguien que tiene como lengua materna el coreano; por otro, alguien que escribe en castellano y mantiene con el idioma original del texto una relación afectiva y cultural.

Es una opinión discutible, pero cuando uno cotraduce del coreano –y supongo que de cualquier otra lengua que no permita asociaciones etimológicas– el foco no hay que ponerlo tanto en la comprensión del original, sino en la captación de malentendidos y en los matices.

En otras palabras, el que habla castellano está encargado de pulir la hermenéutica que afantasma la sintaxis del traductor coreano y atender parámetros culturales que, en una primera versión, pueden quedar desfasados para el futuro lector argentino. Se puede pensar que co-traducir es editar un texto. Pero el rol del cotraductor va más allá: se parece al de un afinador.

Según mi experiencia, en este proceso hay que entender la manera en que del coreano pasan al castellano estructuras informes; el modo en que el traductor transporta bloques semánticos que en verdad no tienen equivalencias y que muchas veces no provienen del texto original sino de la manera en que un traductor liga dos lenguas. Ese pasaje de confuso de bloques o masas se da cuando el traductor versiona desde su lengua materna hacia una lengua adoptada como el castellano; cuando escribe en una lengua cuyo léxico y gramática conoce, pero cuya sintaxis proviene de una lengua de otra familia.

Mi experiencia más grata cotraduciendo fue Autobiografía de hielo, de Choi Seung ho, con la traductora seulita Kim Um kyung. Ya habíamos preparado a cuatro manos Ji-do, una antología de narrativa coreana. El trabajo empezó desde el título, Gélida bibliografía, que condensaba el tipo de malentendido al que hacía referencia más arriba. En este punto media una suerte de artesanía intuitiva respecto al error o al malentendido. Por eso conocer los atributos del traductor es tan útil como conocer el estilo del escritor. A partir del malentendido –y no de un original monolítico– mi trabajo consistió en hacer foco y encontrar en castellano texturas que se correspondieran con la poética del autor. Sólo en la segunda revisión, apareció la precisión como posibilidad. Después de un año de intercambio de correos y de versiones, el libro tomó forma. Fue el primer título de lo que terminaría siendo, en la editorial Bajo la luna, una colección de literatura coreana que, entre narrativa y poesía, lleva ya cinco títulos, y tiene un ambicioso plan de edición que incluye por lo menos otros cinco de acá a un año.

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