27.9.12

Los libros que no pueden leerse

La investigadora María Gabriela Mizraje analiza la Semana del Libro Prohibido, que empieza el 30 de septiembre en EE.UU., y arma un catálogo de títulos que, por diversas (y absurdas) razones, fueron censurados a lo largo de la historia

RASTROS. Un ejemplar de Siglo XXI Editores, prohíbidos durante la dictadura./Revista Ñ.

Como en otra his­toria univer­sal de la infamia, desde hace tres décadas, a partir de 1982, acompañando el otoño boreal, un grupo de libre­ros y editores norteamericanos deci­dió em­pujar la ven­ta de textos muy disímiles bajo el aco­tado car­tel de una “Ban­ned Book Week”. En este 2012, la “semana del libro prohibido” está programada para realizarse entre el 30 de septiembre y el 6 de octu­bre. Independientemente de la apuesta comercial que ya lleva tantos años, el itinerario de lecturas que mediante ella recrea­ron estas empresas junto a la Biblioteca del Congreso de Washing­ton D.C. mere­ce un se­guimiento.

Pueden verse en librerías de las grandes ciudades de Estados Uni­dos libros que a lo largo de siglos la historia le había con­dena­do a la literatu­ra. Bajo una consigna que celebra la li­bertad de leer, en la se­mana especial de ediciones anteriores se han presentado algunos tex­tos que a conti­nua­ción mencionaremos.

Es evidente que, siendo funda­menta­les algu­nos, no de­jan de ser, al mismo tiempo, tan sólo ejemplos del a­tropello que el po­der indis­crimi­nado ha ejercido siempre y en cualquier lati­tud, sea éste encarnado por un individuo en una coyuntura minúscula, por una institución o por un Estado. Se trata, no obstante, de censu­ras de muy di­ferente ín­dole (distinta proce­den­cia y desigual es­pesor), a veces incluso colindantes con lo irrisorio, como la que cayó sobre A Light in the Attic (Una luz en el ático) de Shel Silverstein, aunque no por ello, desde ya, menos significa­tivas en cuanto censuras.

La censura suele tener aliados: la mafia, la impunidad, la mezquindad, la condición mediocre, la cobardía, la ignorancia –la cual, como quedó demostrado con muchas de las prohibiciones de la última dictadura militar argentina, suele acarrear el ridículo. (Esos señores llegaron a eliminar, por ejemplo, obras como La cuba electrolítica, por confundir la ciencia con el comunismo castrista.)

Las prohibiciones reconstruibles y los libros ofrecidos bajo el sponsor de la Asociación Norteamericana de Libreros (American Booksellers Asso­ciation) guardan más actualidad de la que desea­ría imaginar­se.

Catálogo de censuras

Si a propósito de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, un lector de su época había declarado que no creía en una sola palabra del libro, con lo cual se ponía en juego erróneamente el valor de ver­dad de la ficción, otros valores éticos entraron en la denun­cia de vil y obsceno que tuvo que soportar en Ir­landa, en 1726, recién aparecido.

En español, nuestro clásico Don Quijote de Cervantes fue prohibi­do en Madrid por una sentencia de la novela en la que se dice que los actos de caridad realizados negligentemente ca­recen de méri­to.

Las aventuras de Sherlock Holmes, de sir Arthur Conan Doyle, fueron prohibidas a causa de sus referencias al ocul­tismo y el espiritismo. Esto ocurrió en la URSS en 1929.

Sin novedad en el frente, la exitosa novela de Erich Maria Remarque, fue ve­tada en Alemania y en Italia por contener propa­ganda anti­bélica, en 1933. Antes, en 1929, los ejércitos austría­co y checo ya ha­bían proscripto su lectura y en el mismo año otra pro­hibi­ción la marcó en Boston (Massachussetts) por obscenidad.

Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, fue prohibido en la China de 1931 con la razón de que “los animales no podrían usar lenguaje humano, y es desastroso poner animales y seres humanos al mismo nivel”.

Por quién doblan las campanas, la tan difundida novela de Ernest Hemingway, de la que sólo en el primer año (1940) se ven­dieron 270 mil ejemplares y que fue aún más conocida por su ver­sión cinematográfi­ca, desencadenó más de un problema. Si desde el título –que es una cita de John Donne– la liber­tad estaba en juego, once edi­to­res turcos fueron a juicio en Es­tambul y tuvieron que enfrentar la sentencia de “estar di­fundien­do propaganda desfavorable al Estado”.

Oliver Twist, la famosa obra de Charles Dickens, tuvo que padecer la protesta que en 1949 llevaron a cabo los padres de familia de Brooklyn (Nueva York) porque la inclusión de esa novela en las clases de literatura violaba el derecho de sus hijos a recibir una edu­cación libre de sesgo religioso.

Bury My Heart at Wounded Knee (Entierra mi corazón en Wounded Knee), libro de Dee Brown, fue qui­ta­do de Wisconsin School en 1974 por­ considerarse de sentido in­directo e intención solapada. “Si existe la posibilidad de que algo pueda ser contro­versial, entonces por qué no eliminarlo” fue el argumento justi­ficativo de la censura. Por encima de este episodio del Medio-Oeste, la novela se trasladó a la pantalla chica en 2007.

La mencionada Una luz en el ático recibió además una demanda en una escuela elemental de Wisconsin porque “impulsa a los niños a romper la vajilla para no tener que lavarla”. (Sí, leyeron bien.)

El Diccionario Americano de la Herencia en 1976 se sacó de circulación de va­rias bibliotecas escolares norteamericanas a causa de tener un len­gua­je “obje­ta­ble”.

Ordinary People (Gente común), de Judith Guests, resultó demandada en 1981 des­pués de que un padre de una high school en New Hampshire en­contrara la novela obs­cena y depresiva.

La biografía de la actriz Doris Day, titulada Doris Day: Her Own Story (Doris Day: su propia historia), fue retirada en 1982 de dos bibliotecas de high schools en Alabama debido a sus contenidos escandalizadores, par­ticularmente en vistas de la imagen de Miss Day que tienen todos los americanos. Pero más tarde, el texto se reincorporó sobre ba­ses estrictas.

El tan difundido Diario de Ana Frank, que se publicó en 1947 por primera vez, y fue llevado más tarde al cine y al teatro, en 1983 fue ca­li­ficado como realmente deprimente por el Comité en­cargado de los libros de texto en Alabama, y por lo tanto se juzgó mejor ignorarlo. Suspendamos la historia, olvidemos la Segunda Guerra Mundial y todos los horrores del universo: “Felices los felices”, como decía Borges.

En otro extremo del mundo, ya lejos del pormenor estupidizante de esas comisiones de las escuelas medias norteamericanas y cerca de otras terribles realidades, en 1985, un fiscal oficial en El Cairo se apoderó de Las mil y una noches con el fundamento de que “causó la oleada de incidentes de violación que Egipto ha experimentado reciente­mente”.

Volviendo una vez más de Oriente a Occidente, es llamativo lo que ocurrió con Budismo Zen: Escritos se­lec­tos, compila­dos por D. T. Suzuki: en un dis­trito escolar de Mi­chigan se objetó por­que “el libro detalla las ense­ñan­zas de la reli­gión budista de tal forma que el lector po­dría muy po­sible­mente adop­tar esas enseñan­zas y elegir ésta como reli­gión” (1987). En este caso muy particularmente cabe preguntarse qué ocurre entonces con la famosa enmienda de su Constitución, la tan mentada libertad de expresión y la libertad de cultos.

La inocencia te valga

Por todos los ejemplos previos y muchos otros que siguen, se comprende bien que en Estados Unidos hayan vivenciado la necesidad y tenido el sentido de la oportunidad (que jamás es inocente, es decir que siempre también es comercial) de crear la “Banned Book Week”, de la que nunca se ha hablado en la Argentina.

The Dead Zone (La zona muerta) de Stephen King fue sacada de circulación de la biblioteca de una escuela comunitaria en Iowa, en 1987, a causa de “no encajar con las normas de la comunidad”.

El príncipe de las mareas, de Pat Conroy, que más tarde lle­gó al cine junto a Barbra Streissand, fue eliminado en otra es­cuela pública de South Carolina por considerarse “por­no­grafía barata”, en 1988.

The Phantom Tollbooth (traducida como La cabina mágica), obra de Norton Juster sobre el viaje de un niño a la tierra de la sabiduría, fue descartado en 1988 en la Biblioteca Pública de Colora­do sólo porque el bibliote­cario la consideró una fantasía pobre.

The Lorax (El Lorax), por el afable Dr. Seuss (seudónimo de Theodor Seuss Geisel), en 1989 fue objetado en un dis­trito escolar de California por “criminalizar la industria fores­tal”, es decir, por inspirar a los niños la defensa del medio ambiente.

Al mismo tiempo, en varias bibliotecas públicas de Michigan, se objetaba ¿Dónde está Waldo? de Martin Handford, por­que “en al­gunas páginas hay cosas sucias”.

Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, tras ser premiado con el Nobel en 1982, fue eliminado, en 1986, de la lista de li­bros de una high school en California por ser “basura que se hace pasar por literatura”. Para seguir con los latinoamericanos, Gringo viejo (1985) de Carlos Fuentes fue retenida en Guil­ford County después que un padre juzgó su lenguaje demasiado ex­plíci­to como pernicioso, y esto ya a fines del siglo XX (1996). En el mismo año se prohibieron La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne y Moby Dick de Herman Melville, ambas por ser “conflictivas en relación a los va­lores de la comunidad” texa­na, en Lindale.

De igual modo, en distintos distritos y escuelas, desde 1996 se censuraron Shakespeare (Twelfth Night) y J. D. Salinger (Catcher in the Rye, traducida como El guardián del centeno), Mark Twain (Las aventuras de Huckleberry Finn), John Updike (Conejo es rico) y A­lice Walker (El color púrpura), entre muchísimos otros. El listado es tan abrumador como exasperantes y grotescas las tachaduras.

Todos los que mencionamos figuran entre los rescatados para la promoción de las sucesivas semanas anuales del libro prohibido. Más desopilantes algunos argumentos que otros, llenos de falsa moralina a menudo, de hipercorrección según la lógica de lo políticamente correcto otras veces, son aproximadamente cien los títulos que cada año arroja el catálogo de la Banned Book Week, en su reporte Newsletter on Intellec­tual Freedom, amparado en la prime­ra enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, relativa a los derechos de li­bertad de expresión y libertad de prensa. La American Library Association (ALA) libra una lucha contra la censura.

Un mapa de la prohibición

Actualmente, Internet contribuye a la aclaración y difusión de la Banned Book Week. Desde Wikipedia hasta los videos de YouTube puede seguirse el hecho, incluyendo una lista de los libros prohibidos por los distintos gobiernos.

Existe incluso un mapa de la censura. Y, si bien resulta notorio, como ya señalamos, que no deja de ser una estrategia comercial –que no teme ni el uso de procedi­mientos sensacionalis­tas–, el hecho de estas ventas así enca­radas tiene la doble uti­lidad de la reedición de las obras y de la me­moria del derro­tero histó­rico de sujeción que los textos debieron atravesar.

La invitación mercantil es sencilla: llévelo y ahora podrá leer usted mis­mo lo que en otro lugar o en otro tiem­po le habría sido imposi­ble. No deje que otros decidan por usted; compre y sea su propio censor.

No pocos de los textos de la lista de la cadena de librerías Borders, junto a otras firmas, de­ben su auto­ría a mujeres o las tienen como princi­pal referente, aunque no sea aquí el géne­ro sexual la categoría de­terminante.

Algo del orden de la condición femeni­na y de los ava­tares sexua­les, así como del sistema de creencias reli­giosas y espe­cial­mente de la in­convenien­cia de la fan­tasía, entre otros ras­gos, envuel­ven es­tas censuras; claro que los sucesos más reso­nan­tes corresponden a razones de explícita polí­tica esta­tal.

La muy difundida Im Westen nichts Neues, a la cual nos referimos hace un momento, fue una novela en folletín que empezó a pu­blicar­se en 1928 y cuyo título en español más lite­ral­ sería: En el frente del Oeste no hay novedad; fue tra­du­cida a quin­ce idio­mas en menos de un año, la ver­sión inglesa la conoce como All Quiet on the Western Front y entró tam­bién con éxito reso­nante al cine, gracias al cual solemos conocerla como Sin novedad en el frente; como puede obser­varse en la doble prohibición de esta obra (por antibelicismo y por lasci­via), es fácil para ciertos intereses confundir las cosas, los términos del amor, cuando la única obscenidad es la que está fuera de la obra y anima a los censores, la del criterio defensor de la guerra entendida como un gran negocio.

Los textos y sus prohibiciones atestiguan algunos cruces imposibles, el de la fanta­sía que no se concilia con el pragma­tismo, el de la ex­pan­sión del deseo que no puede comulgar con el puri­tanismo; las inflexiones de la ideo­logía liberal, en mu­chos de los casos ante­rior­men­te men­ciona­dos, se ven en peli­gro. Cómo acep­tar, por ejem­plo, en el uni­verso de la efi­ciencia y la efica­cia a toda costa, algo que de­prima (tal es el caso de Gente común o de gente como Ana Frank).

Un denomi­nador unificante puede hallarse en esas perspec­ti­vas: la vi­sión de la lite­ratura como enseñanza, letra que debe cumplir con el objetivo po­lítico-social de adoctri­nar y que en la medida que se aparte de lo espe­rable, por incu­rrir en diferentes exce­sos, será eliminada.

Se trata de una fun­ción paradigmática asignada a la litera­tura. Ella mos­trará una y otra vez modelos de vida, ella deberá trans­mitir algo del orden de lo real y de lo verdade­ro, sin des­cuidar al mismo tiempo la aparien­cia. Parece que a través de los siglos esa in­tención normativa, para ciertos sectores, en lo esencial, poco ha cambiado; sólo se han impuesto los ajustes ade­cuados a cada co­yuntura.

Nuestro país no lo ignoró nunca. Si decidiéramos hacer la his­toria de las prohibiciones en la literatura argentina –que conoce también con cierto énfasis la autocensura–, de Rodolfo Walsh a Esteban Echeverría, tendríamos que ir aún más atrás, y por ejemplo, releer con estupor a Manuel José de La­vardén, quien, en 1789, lleva a escena El Siripo [ver recuadro]. Para lograrlo, debe corregir el texto (sacrificar la letra) y escribir algunas cartas (para obtener favores). Triunfo o derrota.

En la excesiva adecuación a un medio también gana la censura, así como en la estupidez se enseñorea el ridículo.

Vale la pena estar alertas porque las prohibiciones suelen durar mucho más que una semana, tiempo en que los libros así como la gente común definitivamente tienen mucho que perder.

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