19.1.13

La muerte, la libertad y el poder según Oriana Fallaci

Un libro aparecido recientemente en Italia reúne las conferencias de la polémica narradora y periodista fallecida en 2006. Famosa corresponsal de guerra durante los años 60, en los fragmentos que aquí se reproducen reflexiona sobre el dolor y la violencia


Fallaci en México (1968), donde fue herida de bala durante los episodios conocidos como la masacre de Tlatelolco; abajo, el casco que usó en Vietnam. Foto: AP/adncultura.com
Oriana Fallaci escritora. Oriana Fallaci periodista. Oriana Fallaci privada, en el testimonio de quienes estuvieron cerca de ella. Pero también hay una cuarta, que aparece sólo fugaz y ocasionalmente: Oriana Fallaci, personaje público. Es esta última Oriana Fallaci la que recuperamos en este volumen de conferencias inéditas, Il mio cuore è più stanco della mia voce (Rizzoli) ("Mi corazón está más cansado que mi voz").
Definirla aquí como "conferencista" sería restrictivo, porque el término es demasiado técnico y académico. Llamarla "oradora" no sería fiel a la verdad, desde el momento en que su extraña y contenida timidez le impedía dirigirse a su auditorio sin servirse de un apunte. "Política" funcionaría menos que más: su carácter apasionado, como queda en evidencia en estos textos, la arrastraba a picos emotivos incompatibles con cualquier objetivo de orden práctico.
Por eso es que la nueva Oriana Fallaci que ahora se ofrece a los lectores debería ser caracterizada como live , una Oriana "en vivo", como si sus palabras no surgiesen de las páginas de un libro, sino de un dvd, una grabación borrosa en streaming , un video tomado de incógnito por alguien del público para luego subirlo a YouTube.
Oriana Fallaci habla, y es la que ya conocíamos y al mismo tiempo es distinta, condicionada a la ocasión: una conferencia de 1976 en Massachusetts, poco antes de la muerte de su adorado Alekos Panagulis; otra en 1982 frente a los estudiantes de Harvard; y otra más en Chicago, en 1983, durante un curso de escritura y política. Y después el mismo año en Argentina, cuando su famoso libro Un hombre es traducido y publicado en ese país. Finalmente, Nueva York, donde pronuncia un discurso de apoyo a Chile.
En apariencia, ésta es una Oriana "de izquierda", muy lejos de ese ícono empedernido en el que se convertirá durante los últimos finales de su carrera. Pero sólo en apariencia. Porque aquella Fallaci antifascista por disidencia familiar, más que por vocación o elección, en el futuro simplemente descargaría todo su fuego polémico contra enemigos más actuales y peligrosos: los abanderados de los nuevos totalitarismos, herederos del nazifascismo y del comunismo, y a la cabeza, todos los islamistas que amenazan la libertad del mañana. No es casual que ya esta Fallaci en vivo considere que "la muerte, la libertad y el poder" eran sus verdaderos temas, sus obsesiones existenciales. Y la síntesis de ellas, que en los años subsiguientes la impulsará a escribir La rabia y el orgullo . Como sea, en su tono resuena ya esa total identificación de razón y pasión que la convertirán en un personaje único, de esos que generan odio o amor, sin términos medios. Es la idea del periodismo "no como oficio, sino como misión", una misión que le consumirá gran parte de su vida. Y también está esa fe casi chamánica en el rol del "escritor" a imagen y semejanza de un sacerdote guerrero, tal vez predestinado desde el vientre de su madre, y por lo tanto, condenado a "no desconectarse nunca" y a decir siempre, y como sea, la verdad. Y también a ser "objetivo" a su manera, si por esa palabra se entiende una participación directa, sin mediaciones, con los hechos. Se les exige un sí incondicional a las razones de la vida, antes de sentarse en el escritorio para describirla.
Claro que el modelo propuesto en estos discursos de Oriana Fallaci no es para todos. Hay algo de aristocrático, de ascético, en su rechazo a cualquier relación posible entre escritura y poder: dos dimensiones, según Fallaci, inconmensurables e irreconciliables. El político puede desentenderse de la libertad y de la duda, pero al escritor no le está permitido.
La moneda, sin embargo, también tiene su otra cara: el hombre (o la mujer) poderosos están condenados a la prosa cotidiana y a las concesiones, mientras que el escritor o escritora como Fallaci puede vivir plenamente, creer y permanecer fiel a sus mitos. En el caso de Oriana, ante todo Alekos Panagulis: "Un don Quijote que persigue su sueño, que es el sueño de un mundo un poco más honesto, un poco más digno, un poco más soportable, y en su nombre muere asesinado, víctima de todos: de los patrones y los siervos, de los violentos y de los indiferentes, de derecha, de izquierda, de centro, de extrema derecha, de extrema izquierda, de extremo centro". Un mecanismo que tal vez le haya secado el corazón -por decirlo con sus propias palabras- pero que no logró acallar su voz. C

"La escuela del escritor es la vida misma"

Texto: Oriana Fallaci
Tomemos un ejemplo personal de mi novela Un hombre , ese capítulo donde relato los años en prisión de Alekos Panagulis, confinado en soledad a una celda. Nunca estuve presa, no hasta ahora. Nunca experimenté lo que significa la soledad de una celda. Y nunca fui hombre. Y sin embargo pude contarlo bastante bien, según me han dicho, y alguien que fue prisionero político durante varios años se quedó desconcertado por la precisión con la que describo en ese libro la atrofia mental y física que provocan la falta de diálogo con otros y el tener que pensar sin recibir información nueva, recurriendo solamente a los sedimentos de nuestra memoria. "¡Es exactamente así! -exclamó esa persona-. ¿Fue Alekos (protagonista del libro) quien se lo contó?" No, no me lo contó. Me había contado muchas cosas de los años transcurridos en confinamiento solitario, pero esto no había surgido. "¿Y usted cómo hizo para saberlo?", insistió. "Me lo imaginé", respondí. El motivo por el cual un escritor es capaz de todo eso, en mi opinión, es que la verdadera escuela del escritor es la vida misma, empezando por la propia. Y dado que su trabajo principal es observar la vida, empezando por la propia, jamás separa su trabajo de su vida personal. No se desconecta nunca. Todo lo que hace, prueba, piensa, ve, entiende ingresa en su escritura como un líquido vertido en una botella a través de un embudo. Incluso cuando duerme y sueña. Incluso cuando ama y hace el amor. Y como es consciente de ello, nunca está satisfecho. Y en el proceso de escritura, reinventa la realidad, la dilata, quiere que la verdad sea más verdadera que la verdad, arrancándole a la crónica periodística o a su vida personal un episodio particular para universalizarlo. Si había un hombre que no se parecía a ningún otro, ése era Alekos: el hombre de mi libro. Y sin embargo, me sorprendí al constatar, por la cantidad de cartas que me enviaron, que muchas de las personas que habían leído el libro se identificaban con mi protagonista. La más desconcertante fue la carta de una abuela de Milán. ¿Qué podría tener que ver una abuelita de Milán con un héroe griego en la treintena que intenta hacer volar por los aires el auto de un dictador y ocho años más tarde muere asesinado en un auto? Bueno, en su carta ella me escribe: "Alekos soy yo". Y aunque sigo preguntándome por qué, en qué sentido, creo que verdaderamente pensaba eso.

"Odio el espectáculo del sufrimiento"

Contra la banalidad . La autora de La rabia y el orgullo repudia la estetización de los conflictos bélicos y recuerda con crudeza sus experiencias en Vietnam y Beirut
Cuando voy a ver sus sucias guerras, también hago política, también soy política. Como la guerra de Sharon. Y ésa es la parte de mi trabajo, de mi deber, que menos me atrae. Como corresponsal de guerra he seguido de cerca la mayor parte de las guerras de los últimos quince años. Estuve en la Guerra de Vietnam; fui varias veces, durante ocho años. Estuve en la Guerra Indo-Paquistaní, en la de Bangladesh, en el conflicto de Medio Oriente, en las bases secretas de los fedayines en Jordania antes de que los barrieran, y todo eso sin contar las varias insurrecciones en Latinoamérica y otras partes (que también eran guerras), y en cada oportunidad odié esas guerras como aquel capitán norteamericano de Dak To, en Vietnam, que antes de conducir a sus hombres a la batalla por la colina 1383 me dijo: "Cada vez es la primera vez, y cada vez es peor, porque conozco mejor lo que me espera".
Dirán que somos corresponsales de guerra, que ir a la guerra nos gusta. Nos movemos bien, casi con gracia: el casco nos queda bien, lo mismo que el chaleco antibalas, y hasta el uniforme cuando estamos obligados a usarlo. A mí no. No soporto los uniformes, considero que el chaleco antibalas es una prenda incómoda y siniestra, porque pesa mucho y entorpece el movimiento, y me siento desesperantemente ridícula con un casco en la cabeza. Pero más que el casco y el chaleco y los uniformes, odio el espectáculo del sufrimiento. Odio la muerte.
Sepan que no soy una persona que llore fácilmente. De hecho, y lamentablemente, no lloro jamás. Tampoco soy una persona que se impresione fácilmente frente a las atrocidades. He visto demasiadas. Y sin embargo, cuando estoy en medio de una guerra, mis ojos están siempre húmedos de lágrimas y se me hace un nudo en la garganta que no me deja hablar. Así fue en Beirut. Cada vez que Sharon bombardeaba desde tierra, desde el aire, desde el mar, y el cielo sobre la ciudad se ponía rojo y negro como el inferno, se me llenaban los ojos de lágrimas y no podía abrir la boca. Ni siquiera para insultar a alguien que una noche me dijo: "Es excitante. Sentía curiosidad de ver este espectáculo al menos una vez, y hay que admitir que, desgraciadamente, es excitante". Cuando se trata de la guerra, desconozco el significado de la palabra excitante. Y el de la palabra curiosidad. Ni siquiera la primera vez, cuando fui a Vietnam, sentía ese tipo de curiosidad. De hecho, ya sabía lo que era la guerra, desde chiquita. Como los niños de Beirut, aprendí desde chiquita a huir corriendo de las bombas, a soportar el terror de las incursiones aéreas, el fuego de la artillería, las ruines balas de los francotiradores, el miedo, la destrucción, la muerte, el sofocante hedor de los cadáveres.
Durante la Segunda Guerra Mundial, aprendí que no es lo mismo estar en medio de una guerra que mirarla por televisión, donde queda convertida en un espectáculo parecido a un partido de fútbol. De adulta, también aprendí lo que es una masacre. Si bien no había visto la de Beirut, vi las de Hué, en Vietnam, la de Dacca, en Bangladesh, las del DF en México, donde me metieron tres balas, y puedo asegurarles que la televisión no refleja ni remotamente lo que es una masacre. Y las fotografías tampoco. Las fotografías no hieden.
Sí, ya sé: todos odian o dicen odiar la guerra. Pero todos la aceptan como parte de la vida, o al menos como una maldición que forma parte de la existencia. "Siempre hubo guerras y siempre las habrá." Dejando a un lado a los malnacidos que no sólo no la odian sino que hasta creen en ella, con bombos y platillos. Por ejemplo aquel caballero, un judío norteamericano que trabajaba para el Instituto de Estudios Estratégicos de Washington, a quien conocí en la casa de la hija de Moshe Dayan, Yael, en Tel Aviv. El señor me dijo con toda arrogancia: "La guerra es bella". Y hubo otro que le respondió: "No es bella, sino necesaria". La guerra no es necesaria, ¡desgraciado! Ni tampoco es una maldición inevitable. Yo les digo lo que es la guerra: la cosa más idiota, más ilógica, más grotesca del género humano. Es el crimen legitimado más abyecto, más inaceptable, que puedan cometer los bastardos que nos gobiernan. Es el último recurso de los imbéciles que no saben resolver los problemas con el cerebro, porque no tienen cerebro. Y entonces hacen la guerra. No. No hacen la guerra. Mandan a otros. Como dijo el general Galtieri durante la Guerra de las Malvinas, quienes deciden las guerras no son nunca quienes van a la guerra. Ni siquiera la miran por catalejo. Mandan a los demás.
El caballero (sigamos llamándolo así) del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington tampoco había ido nunca a la guerra. Pero mandaría a otros. A jóvenes saludables, como ustedes.
Traducción: Jaime Arrambide.


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