16.3.13

El petróleo de España

Fernando R. Lafuente, que es hombre moderado y ecuánime, y un sabio de la cultura cinematográfica, ha dado con la imagen exacta al referirse a la lengua española: “El idioma es el petróleo de España”


Ñ, símbolo del idioma español./elcultural.es
Recogiendo datos y cifras vertidos en esta página a lo largo de los últimos años, queda claro que el idioma de Cervantes y Borges, de Juan de la Cruz y García Márquez, de Pérez Galdós y Pablo Neruda, es ya la primera lengua nativa del mundo. No caeré yo en el chauvinismo estéril de comparar al español con el inglés. La lengua de Shakespeare significa hoy lo que el latín en la Edad Media. Es el idioma internacional de comunicación, al menos al 70%. Inmediatamente después viene el español, que ha desbordado al francés. El chino no es una lengua internacional y además padece de un enjambre dialectal de tal calibre que resulta difícil tener conciencia cierta de su número de hablantes.

El español, a cuerpo limpio, porque el Instituto Cervantes se puso en marcha hace escasos años y además alimenta a un enjambre de parientes, amiguetes y paniaguados de los partidos políticos, a cuerpo limpio, digo, se ha colocado en el vagón de cabeza de las lenguas internacionales tras el inglés. El 82% de los estudiantes de idiomas en Estados Unidos eligieron el español como su segunda lengua. Aún más: en Japón, en Suecia, incluso en Alemania, tras el inglés, el idioma que aprenden los estudiantes es el español y ello por no hablar del gigante Brasil, donde se estudia oficialmente en las escuelas junto al portugués.

Rozamos ya los 500 millones de personas que tienen como primera lengua el idioma de Octavio Paz y Juan Marsé, lo que sitúa al español, como lengua nativa, según afirmé más arriba, en el primer lugar del mundo. España solo representa el 10% del idioma y eso lo ha entendido muy bien la Real Academia Española. El Diccionario normativo, que es un monumento a la ciencia del lenguaje, está firmado por los académicos de las 22 Academias que representan a las naciones donde el español es oficial o tiene considerable peso cultural.

Fernando R. Lafuente ha acertado al considerar al español como el petróleo de España. Su incidencia en nuestro PIB supera ya el 15%, conforme al estudio especializado de Telefónica y el Banco de Santander. México, seguido de Estados Unidos, es la nación con mayor número de hispanohablantes. A continuación aparece España, si bien nos pisan los talones Colombia y Argentina.

Con la miopía cultural que caracteriza al Gobierno Rajoy, los disparates se han multiplicado. Ocupamos, tal vez, el puesto duodécimo como potencia económica. Como potencia cultural estamos cómodamente instalados en el cuarto. La cultura iberoamericana además, en su conjunto, disputa el liderazgo mundial a la sajona y a la sínica, a mayor distancia la francesa, la eslava, la italiana o la escandinava.

Por las venas del mundo, en fin, circula como un torrente el petróleo español, el petróleo del idioma de Lope y de Sábato, de Lorca y de Rulfo, que día a día ocupa nuevas posiciones en la vanguardia cultural del mundo. Frente a los plañideros de la catástrofe, frente a los vertedores de insidias, se alzan las cifras tozudas del esplendor en la tierra, el español en marcha.


Zigzag

La aldea global de McLuhan, que parecía una utopía en los años treinta del siglo pasado, se ha convertido en una realidad desbordada. Con divertidas ilustraciones de Jacobo Fernández, el científico José Manuel Sánchez Ron, académico de la Española, ha sintetizado en un libro divulgativo la pequeña historia de las telecomunicaciones. Desde la comunicación oral, el habla y la escritura liminar hasta el siglo XIX pocos cambios de fondo se produjeron. Cleopatra y Luis XV se enfrentaron con muy parecidos escollos para transmitir sus órdenes. En poco más de un siglo, la electricidad, primero, la telegrafía, el teléfono, la radio, la televisión, el móvil, las telecomunicaciones espaciales, la explosión de internet, han globalizado la comunicación. Sánchez Ron explica su historia de forma sencilla y comprensible sin perder el rigor científico.

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