11.3.13

Ospina: "Toda realidad está fundada en mitos"

 El narrador colombiano, premio Rómulo Gallegos 2009, habla de Ursúa, la novela que dio inicio a su trilogía sobre la conquista de América, y del sentido profundo de la literatura cuya función, según el autor, consiste en "recoger las preguntas de su tiempo"

La obra de Ospina invita a reflexionar sobre la relación del hombre con la naturaleza./Diego Spivacow/adncultura.com

"Nosotros desaparecemos pero las preguntas y respuestas que alcanzamos a vislumbrar quedan allí, cada quien tiene la posibilidad de formular las cosas que la historia le permitió sentir y pensar." Con la impronta de considerar la literatura como un interrogante intenso y persistente, William Ospina (Padua, Colombia, 1954) le dio forma a una notable obra poética y ensayística que le otorgó un lugar privilegiado en las letras colombianas. Fue también una pregunta lo que lo llevó a emprender su obra narrativa, casi veinte años después de su primer libro de poemas. La curiosidad por descubrir los orígenes de Colombia y su población despertó la necesidad de narrar su propia visión de la historia.
Así nació Ursúa (Mondadori), novela en la que cuenta el derrotero de Pedro de Ursúa, un conquistador y adelantado navarro del siglo XVI que fue asesinado en una de las primeras expediciones europeas al Amazonas. La descomunal historia del personaje hizo desbordar el relato, que tuvo que ser continuado en las novelas El país de la canela , ganadora del premio Rómulo Gallegos 2009, y La serpiente sin ojos . No obstante estar basadas en acontecimientos reales del pasado, las novelas escapan al fácil rótulo de "novela histórica". Su prosa parece crecer en la lectura e intentar capturar la vibración de los colores y la violencia de los actos. Un esfuerzo de escritura que, más que aportar una versión original del pasado, se propone la reconstrucción completa de un mundo perdido.
"Hace unos veinte años me encontré con la obra de un poeta del siglo XVI, Juan de Castellanos, que escribió un relato muy extenso sobre la conquista de las regiones equinocciales de América y del Caribe", contó a adncultura Ospina, de visita en Buenos Aires. "Hacía mucho tiempo que buscaba respuestas sobre los orígenes de Colombia así que el libro me apasionó. Además era un poema, no un libro de historia ni una crónica seca, sino algo lleno de vida y de detalles. Me puse a escribir Las auroras de sangre , un ensayo sobre Castellanos."
-¿Cuál fue su lectura del poema?
-La obra, escrita en octavas reales de hace cuatro siglos, tenía fama de ser farragosa y difícil de leer. Al leerla vi que más allá de las dificultades sus temas eran apasionantes y su manera de contar, muy directa, sin adornos ni demasiados artificios. Castellanos utilizó el verso porque era la manera más duradera de conservar las historias. No correspondía a la poesía de ese entonces, más hiperbólica y afín a los mitos griegos y latinos, como podría ser La araucana de Alonso de Ercilla. Esta obra era más moderna, narraba los hechos en toda su crudeza e intensidad sin intención de embellecerlos, y se animaba al mestizaje lingüístico. Aunque el español de entonces estaba en condiciones de escribir el Quijote , era una lengua que enmudecía ante América, no tenía palabras para nombrar lo que veía.
-¿Cómo pasó de la escritura del ensayo a la de Ursúa , la primera novela de su trilogía?
-Luego de terminar Las auroras de sangre sentí que había ciertas historias que yo podría contar tal vez con mayor nitidez que otros, porque me había familiarizado durante años con los detalles de la conquista. El relato escolar que nos llega casi siempre se centra en tres o cuatro hechos, pero descarta la intensidad abigarrada de ese mundo. No capta el asombro de los españoles ante un paisaje tan distinto, ni su lucha no sólo con los pueblos indígenas sino también con los climas, los ríos y las montañas. Tampoco recupera el choque que vivieron los indígenas: la crueldad de los conquistadores, los caballos que no conocían, los perros feroces que fueron una de las principales armas, la pólvora y las espadas, el cristianismo. Los españoles decían que los indios eran idólatras porque veneraban unas piedras, o al sol, pero éstos veían que los españoles adoraban a un par de leños cruzados y también los creían bárbaros.
-¿Por qué eligió narrar la historia de Pedro de Ursúa?
-Cuando tomé la decisión de escribir la novela sabía bien qué escoger de tanta profusión de hechos. Quería contar los primeros viajes europeos al Amazonas, sobre todo comparar el primero, que fue de descubrimiento, con el segundo, que fue de conquista. La primera vez no sabían que existieran la selva ni el río. Iban a buscar canela; no la encontraron pero se toparon con la selva amazónica. Fue un viaje de fuga a través de ella. El segundo viaje, que organizó Pedro de Ursúa veinte años después, fue muy distinto: ya conocían la existencia de la selva y del río y tuvieron la demencia de pensar que podían conquistarlos, cuando ni siquiera en el presente se ha logrado del todo. Es un buen símbolo de la ambiciosa sociedad española de entonces. Pero sus proyectos desmesurados dan un indicio de su grandeza. No se trata sólo de hablar de su codicia y brutalidad, que eran grandes, sino también del valor que se requirió para explorar un mundo extraño, casi un planeta desconocido.
-A Ursúa le siguieron El país de la canela y La serpiente sin ojos . ¿Cómo surgieron estas continuaciones?
-La información sobre los viajes era tan copiosa que un solo libro no iba a bastar, iban a ser como mil quinientas páginas. Para comprender las diferencias entre el primer viaje y el segundo era necesario reconstruir un mundo entero. También tenía que crear un retrato fiel de Pedro de Ursúa, el centro de esta aventura. Al investigar sobre él descubrí sus años tempranos. Llegó al territorio de lo que hoy es Colombia a los diecisiete años, con su tío, que era un juez de residencia de varios conquistadores. Partió al Amazonas recién a los treinta y tres. Su vida hasta entonces fue una historia de guerras típicamente colombiana, de esas que todavía no acaban. Con hombres armados que irrumpen en las aldeas y arrasan y masacran. Lo de siempre: una guerra eterna por la riqueza, que a veces es real y a veces es quimérica, pero siempre produce sangre. Ursúa libró cinco guerras: contra los panches, contra los chitareros; contra los musos, en la región de las esmeraldas; contra los taironas en las ciudades perdidas de la sierra nevada de Santa Marta, cerca del Caribe, y finalmente contra los cimarrones de Panamá. Cuando terminé el primer libro, todavía no había comenzado a narrar la travesía por el Amazonas. En el segundo libro conté cómo Ursúa se enteró del viaje que había hecho Francisco de Orellana. En el tercero, cuento cómo Ursúa decide emprender su propio viaje y encuentra su final en la selva, a manos de Lope de Aguirre.
-¿Cómo caracterizaría hoy a Pedro de Ursúa?
-Era un típico conquistador español, en lo que tiene de salvaje y de gallardo príncipe renacentista. Para la escritura fue importante encontrar una mirada y un tono de voz que no reprodujeran la leyenda negra de los conquistadores como monstruos de maldad, ni la leyenda rosa de que fueron civilizadores y portaestandartes de la cultura. La historia no se puede leer con parámetros tan estrechos. Hubo mucho valor y heroísmo, abnegación a veces, y sin duda también mucha barbarie y codicia. Quien me enseñó el tono fue Juan de Castellanos, que, a pesar de ser un poeta español y miembro de los ejércitos, tuvo palabras nobles y generosas para los pueblos indígenas y una curiosidad extraordinaria por sus mitologías. Se quedó setenta años en América luego de haber vivido sólo diecisiete en Europa.
-¿Cuál fue la importancia de elegir un narrador mestizo para encontrar ese tono?
-Era esencial definir quién iba narrar. El personaje narrador cambia a medida que avanza el relato. Al comienzo está lleno de admiración por su amigo Pedro de Ursúa, hace una biografía de tono europeo clásico. Él mismo en su juventud se siente muy europeo. En el segundo libro ya es un poco más consciente de su condición mestiza. Le ha tocado ya padecer el vértigo de la conquista. Mientras que Ursúa es una biografía, El país de la canela es una autobiografía. En La serpiente sin ojos , yo anhelaba que se pudiera oír la voz indígena. Algo imposible, porque los indígenas de ese entonces fueron exterminados y no pudieron contar su versión. El narrador hace esfuerzos para hablar y sentir como nativo, y a veces en la narración se cruzan voces y frases que yo mismo no sabría bien a quién atribuir. Entraron allí cuando buscaba algo que no fuera la voz del narrador sino la de la selva misma.
-Un aspecto clave de la novela es el estilo casi barroco, con un intenso ritmo que embriaga la lectura.
-Aunque quería contar una historia del siglo XVI, tenía claro que no iba a utilizar la lengua de la época. Todo lenguaje fatalmente envejecerá, no vale la pena acelerar el proceso. Lo importante era revivir esa historia y tratar de hacer reales esas selvas en nuestro lenguaje actual. Para mí es claro que ningún escritor latinoamericano puede ignorar que escribe después de Neruda, Borges, García Márquez o Rulfo, y que nuestra exploración del mundo parte de la lengua que ellos nos dejaron. Pero también entendía que contar cómo era América hace cinco siglos requería extremar los recursos verbales. Difícilmente podría hacerse con palabras neutras, desapasionadas o incoloras. Es inevitable que se imponga la exuberancia de las selvas, o el choque de dos culturas tan vistosas como la española del Renacimiento y las indígenas con sus adornos de oro, sus ritos y leyendas. Me estaba enfrentando a un relato que exigía una gran demanda de recursos literarios y un lenguaje por lo menos enfático.
-La exuberancia americana en sus novelas es, sin embargo, realista. No hay un desborde fantástico, como ocurría con el realismo mágico, sino que el mito aparece como el desconcierto en la mirada del europeo ante un mundo que no comprende.
-Toda realidad está fundada en mitos. En la nuestra, aunque no los veamos, están allí: el mito del progreso, el mito científico de la infinita posibilidad de conocer el mundo, el mito tecnológico de la transformación infinita, el mito de la industria que todo lo pone al servicio del hombre y el mito de la supremacía del ser humano sobre el planeta. Esas ideas humanistas, junto con el cristianismo, son los mitos que chocaron en América con las creencias sobre la naturaleza de los nativos: su respeto reverencial por los ríos y las selvas. Si algo diferenciaba a ambos pueblos es que el español se sentía autorizado a ser el amo del mundo. El indígena, en cambio, sabía que con la selva no se debía jugar, que era verdaderamente peligrosa y poderosa, pero que también podía ser dadivosa. Me gustó trabajar ese contraste, ver hasta dónde se podían fusionar y en qué momentos chocaban. En la tercera parte el conflicto se agudizó. A medida que Ursúa avanzaba por la selva, aumentaba la supremacía de la naturaleza y la debilidad humana. Estaba vencido de antemano: la selva no triunfa con una contundencia frontal, sino con pequeños accidentes y desalientos que nos demuestran que no todo lo podemos controlar y que cualquier descuido puede transformarse en un peligro. Aunque traté de ser ecuánime, no puedo evitar que sólo se pueda escribir sobre el pasado desde las preguntas del presente. Estos libros no podrían haberse escrito en el siglo XVI, sino a comienzos del XXI, con nuestras preguntas sobre la naturaleza y el papel que estamos jugando en el planeta, las fuerzas que estamos desatando y los demonios que tentamos.
-¿Cómo cambió la escritura su visión de la historia americana?
-Diría que el esfuerzo fue menos por crearme una opinión definitiva de la historia que preguntarme por nuestra manera actual de habitar el continente. Quizá no todos podamos militar por la naturaleza, pero al menos podremos preguntarnos qué somos con respecto a ella y si podemos relacionarnos con el mundo de un modo distinto que el puro saqueo. Posiblemente las generaciones a las que pertenecemos no puedan detener la inercia de la sociedad industrial, pero las generaciones que vienen no van a nacer en un mundo tan confortable como el nuestro, y para ellas no va a ser una opción sino un imperativo. Creo que toda literatura es la manera en que la conciencia recoge las preguntas de su tiempo, está siempre en la frontera entre los desafíos del mundo al que pertenecemos y los que comienzan para las generaciones que vienen. La aventura de escribir una novela es un esfuerzo por vivir los hechos, además de pensarlos. Yo quería sentirme lo más cerca posible de lo que ocurrió y que el lector pudiera sentir al menos una sombra de lo que fue esa experiencia vital.

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