27.7.13

El remordimiento de un escritor

Hace 50 años, Vasili Grossman terminó de escribir Todo fluye, una de sus obras más importantes, el retrato íntimo de las atrocidades de las guerras y de los regímenes totalitarios. Murió pocos días después


Vasili Grossman durante sus tiempos como reportero de guerra. / Wikipedia-The New Yorker./elespectador.com
Sus textos fueron sus verdades más crudas, el único lugar desde el cual pudo redimirse de una carta que firmó porque de esa firma dependía la vida, su vida, y la de su familia. Por aquella carta fueron condenados al exilio de Siberia tres doctores judíos acusados de asesinato, y cientos de hombres como él la firmaron, hombres acosados, temerosos, obligados. Hombres como él que luego, ante el juicio ornamental de las autoridades y la pregunta de “¿se reconocen culpables de la muerte de ciudadanos soviéticos inocentes?”, respondieron: “No. Lo negamos categóricamente. El Estado había condenado a esa gente de antemano. Nosotros construimos, por así decirlo, la fachada exterior. En realidad, poco importaba lo que nosotros escribiéramos, si los imputábamos o los absolvíamos; aquellas personas estaban ya condenadas por el Estado”.
Él, Vasili Grossman, escribió su dolor, su remordimiento. Los otros siguieron con sus vidas, apartándose de los recuerdos de aquella carta, por ejemplo, o de otras delaciones. Si alguna vez se encontraron en la calle con alguno de sus “informados”, lo saludaron como si nada hubiera ocurrido, la mirada evasiva, las palabras formales, las preguntas de ocasión. Grossman escribió. Se escribió a sí mismo. Se hizo personaje. Se involucró en carne y hueso con los hombres que sufrieron e hicieron sufrir. En una historia, Grossman se llamó Nikolái Vasílievich. En otra, Iván Grigórievich. Sin embargo, el uno y el otro eran él, pero él también fue un reputado miembro del Partido que lo había delatado, y fue un científico repleto de logros que firmó la carta contra los doctores judíos y no quiso volver a pensar en ello.
Grossman fue víctima y victimario y testigo y condenado, todo a la vez, gracias a la magia de la literatura. Magia blanca, magia negra, magia gris. Por la literatura se enroló en el frente XX del Ejército Soviético para describir en el periódico Estrella Roja los horrores de la toma de Stalingrado, y con la literatura estuvo en el campo de concentración de Treblinka, desde donde retrató la crueldad, el odio, el servilismo y la inhumanidad de los humanos en un texto que tituló El infierno de Treblinka, que luego fue usado en los juicios de Nuremberg como evidencia de la persecución de los nazis hacia los judíos. Desde allí, toma, campo de concentración y texto, el hombre fue más que nunca asesino, crueldad, venganza, tortura, miedo, delación, mentira y sinsentido.
Y sin embargo, a la vez, según Grossman, fue bondad e ilusión y trabajo y fe. “Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil”, “la historia de toda la vida, desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad”, decía y concluía Nikolái Vasílievich, uno de sus personajes en Todo fluye, una especie de testamento que terminó de escribir días antes de morir, un documento de tristezas y miserias sin fin que contaba sitios, hambrunas, injusticias y más dolores. “Dentro de sus harapos putrefactos, los tres esqueletos pasaron todo el invierno juntos: el marido, la joven esposa y el pequeño hijito se intercambiaban sus sonrisas blancas, inseparables también después de la muerte”, escribía. “Pero algunos campesinos habían enloquecido, sólo hallaban paz en la muerte. Éstos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían, mataban a sus propios hijos y se los comían”, escribía.
Grossman nació en Berdivech (hoy Ucrania) el 12 de diciembre de 1905. Durante su infancia fue Josif Solomonovich, pero una niñera le cambió el nombre y desde su adolescencia se llamó Vasili Grossman, un muchacho díscolo que apoyaba la Revolución de los bolcheviques y discutía con su padre por razones políticas. Tiempo después, él mismo se iría convenciendo de que la moderación de su padre y de los mencheviques era el camino que debió haber seguido. No obstante, ya era tarde. Cuando Grossman comprendió que gran parte de la Revolución la habían hecho hombres impregnados de odio, odio a la burguesía, a la nobleza, a los pequeñoburgueses, a los traidores de la clase obrera, a los campesinos desahogados, a los profesores, a los poetas que escribían versos sobre la belleza de la naturaleza, a las mujeres de medias de seda, era una ficha del nuevo Estado.
Era, en cierto modo, uno de los miles que habían destruido el viejo mundo y “aspiraban a uno nuevo que aún no habían construido”, como él mismo los describía. “Los corazones de esos hombres, que habían inundado la tierra de tanta sangre, que habían odiado con tanto ardor, estaban infantilmente privados de rencor: corazones de fanáticos, tal vez de dementes. Odiaban por amor”. Él odió, por amor a un nuevo mundo, a una nueva vida. Odió, por amor a la utópica liberación de un pueblo que en sus palabras, que eran las de Iván Grigórievich, había sido desde siglos atrás servil, y más que servil, esclavo. “El aplastamiento implacable de la personalidad, la subordinación servil de la persona al soberano y al Estado acompaña de forma obsesiva la historia milenaria de Rusia”. Odió, por amor, e inmerso en su odio-amor firmó la fatídica carta y fue miembro de la oficialidad de escritores que protegía Stalin.
El 22 de junio de 1941, el ejército de Hitler invadió Rusia. Grossman se presentó como voluntario de las tropas soviéticas, pero lo descartaron. Dijeron que era inútil para la guerra. Fue entonces cuando sugirió escribir para el Estrella Roja. Sus crónicas, sus testimonios, retrataron la vileza de los nazis, y también lo encumbraron. Grossman era una de las grandes voces del régimen, al lado de Máximo Gorki. No obstante, al final de la guerra, con el remordimiento en las entrañas, abandonó su prestigio, sus privilegios y la aureola de “genio” que le habían puesto y siguió escribiendo, entonces para redimirse. Vida y destino fue su primer gran testimonio sobre las atrocidades de la guerra. Lo terminó en 1960, pero la censura no lo dejó pasar. Era un testimonio amañado, dijeron. Era todo mentira, dijeron. Sus antiguos camaradas quemaron varias copias, y persiguieron y difamaron a Grossman. Lo condenaron al anonimato. La novela fue publicada veinte años después de su muerte.
En ella, Grossman abrió las primeras heridas. En Todo fluye clavó el estilete. Hurgó. Removió. Sangró. “¿Por qué eran ustedes espías?”, preguntaba en un juicio ficticio uno de los jueces ornamentales. “Me obligaron... Me pegaron...”, responde un delator. “Estaba hipnotizado por el terror, por el poder de la violencia ilimitada... En cuanto a mí, cumplí con mi deber como miembro del Partido, como lo entendía en aquel momento”. Luego, el fiscal del caso afirmó: “Repugnante es el lado animal, vegetal, mineral, físico-químico del hombre (…). ¿A quién juzgar? ¡A la naturaleza del hombre! Ella, ella es la que engendra montañas de mentiras, vilezas, cobardías, debilidades (…). ¿Por qué sufrimos tanto, por qué nos avergonzamos tanto de la depravación humana?”, concluyó. ¿Por qué? Se preguntó una y mil veces Grossman. ¿Por qué? Como si con una respuesta hubiera podido borrar su pasado.

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