24.7.13

Roberto Arlt, el canon callejero

La publicación de sus aguafuertes cariocas y de sus primeras crónicas policiales delatan el proceso de construcción estilística de un autor central para la literatura argentina del siglo XX

Alquímico. "Arlt produce sus personajes y sus perspectivas en las Aguafuertes", dijo Beatriz Sarlo./revista Ñ

1927 fue un año clave para Roberto Arlt. Su primera novela, El juguete rabioso , se acababa de publicar y era un pequeño artefacto explosivo arrojado al torrente sanguíneo de una literatura argentino todavía, en cierto modo, nonata. El autor aún no había cumplido los 27 años (Arlt tenía la edad del siglo XX), pero en aquella época la adultez era un fenómeno mucho más temprano; hoy lo veríamos con un joven escritor argentino, pero para el contexto de aquellos años era un señor ya bien entrado en la vida. Así, en febrero de ese año fue a pedir trabajo en el diario Crítica, esa increíble experiencia periodística, comandada por Natalio Botana, que le dio un golpe de modernidad a la prensa gráfica nacional. Así describe esa redacción Alvaro Abós: “Botana, un gran conversador, dedicaba mucho tiempo a las entrevistas con los periodistas nuevos. Ordenaba a su ayudante que nadie lo interrumpiera. Le gustaba conocer al aspirante, lo hacía hablar y la charla podía durar horas. Botana conocía al dedillo el mundo del periodismo y la literatura de Buenos Aires. Siempre al tanto de las novedades, haría legendario su ojo clínico para detectar y convocar talentos. En 1924, le encargó al desconocido pintor Emilio Pettoruti, recién llegado de Europa, la crítica de arte del diario. En 1933, llamó a Jorge Luis Borges, poeta y crítico notorio pero narrador ignoto, para codirigir el suplemento literario, a condición de que Borges publicara allí sus propios relatos sobre bandidos y asesinos”. En esa redacción fervorosa y signada por ese toque mágico que tienen los diarios fundantes, a Arlt se le asignó la tarea de escribir una crónica policial semanal, para la que tenía que recorrer las calles de la ciudad de Buenos Aires, camuflarse entre las sombras y encontrar alguna historia que fuera lo suficientemente poderosa como para recortarse de los chanchullos cotidianos y elevarse a la categoría de aguafuerte criminal. En ese sentido, Arlt era un periodista de escritorio pero también de la calle, y esa identidad urbana terminaría siendo una de sus marcas de fábrica y uno de los grandes hitos de su narrativa.
Quizá nunca como en aquellos años, la ciudad fue un elemento tan importante para la literatura argentina. La década del veinte fue el teatro para la modernización de Buenos Aires, que cambió su fisonomía con vértigo e incorporó una serie de costumbres urbanas que dieron un vuelco a su identidad cultural. Al mismo tiempo, crece la inclusión ciudadana en el mundo letrado (con altos índices de escolarización, por ejemplo) y se expande el catastro urbano (con los tendidos eléctricos y el tranvía, por ejemplo). El flâneur que cristalizó Baudelaire para París (“un caballero que pasea por las calles de la ciudad”) solo podía nacer en el contexto de una ciudad que explotó casi de un día para el otro, con la impresionante renovación que ejecutó el Barón Haussmann en los boulevares y las avenidas de la ciudad luz a mediados del siglo XIX. Un día, París era una ciudad relativamente pequeña; al otro día, era una ciudad inmensa donde por primera vez un hombre podía circular en completo anonimato durante horas, vagando sin rumbo fijo. La Buenos Aires de los años veinte ofreció esa posibilidad, y Arlt la explotó. Beatriz Sarlo, en Una modernidad periférica, Buenos Aires 1920 y 1930 , escribe: “Arlt produce sus personajes y su perspectiva en las Aguafuertes, constituyéndose él mismo en un flâneur modelo. A diferencia de los costumbristas anteriores, se mezcla en el paisaje urbano como un ojo y un oído que se desplazan al azar”. Esa nueva ciudad de Buenos Aires cobrará textualidad como dos ciudades: una en las novelas y textos de Arlt y otra en la poesía de Jorge Luis Borges. Esa tensión, esos dos modos de apropiarse y plasmar literariamente una ciudad en transformación definió buena parte de la tradición literaria, e incluso llega a nuestros días. Para Ricardo Piglia, “unir y mezclar a Borges y a Arlt es una de las utopías de la literatura argentina, pero eso no es posible, aunque el intento de la cruza está en Cortázar, en Marechal, muy nítido en Onetti”.

La alegría brasileña
Pero no sólo en Buenos Aires encontró Arlt la posibilidad de deambular y luego escribir. En 1930, el director del diario El Mundo, para donde escribió después, le dice que salga a recorrer un poco otros países, y lo manda a Río de Janeiro en el que sería su primer viaje. Ahora que se publicaron las hermosas Aguafuertes cariocas , podemos ver que Arlt mandaba una nota todos los días, sin descanso, y en esa continuidad que no se interrumpe, se visibiliza el camino que hizo el escritor en tierras cariocas, que va de la fascinación al desencanto en tiempo récord. Más allá de la experiencia personal de Arlt, los años treinta fueron también importantes en materias de crónicas de viajes. Sylvia Saítta, autora de la biografía de Arlt El escritor en el bosque de ladrillos , escribe lo siguiente: “Con Alberto Ghiraldo, Roberto Arlt, Leónidas Barletta, Raúl González Tuñón y Cayetano Córdova Iturburu se inaugura otro modelo de crónicas de viajes: ya no se trata del viaje estético y consumidor de los hombres del ochenta, ni tampoco del viaje de los escritores de clase alta, para quienes –como son los casos de Oliverio Girondo y Victoria Ocampo– el viaje representa el contacto con las elites internacionales, sino de cronistas que viajan y que responden con su trabajo a una demanda del diario, que exige una escritura rápida, donde desaparece la posibilidad de corrección y, al mismo tiempo, quita libertad al imponer pautas muy precisas: uso de cierto tono de lenguaje coloquial, prohibición de temas, brevedad y un formato determinado”. La pertinencia de la figura de Arlt en su momento histórico es total. Cuando la ciudad se modernizaba, él andaba por ahí, pateando los barrios, encontrándole nuevo sentido a la vida puerca. Al mismo tiempo, cuando la crónica de viaje se desembaraza de su lastre aristocratizante, encapsulada sobre todo en las páginas de la revista Sur y sus satélites, ahí está Arlt para recorrer Río de Janeiro y después España y Africa.
Apenas llegado a Brasil, después de un viaje en primera clase en barco, el cronista quiere devorarse la calle. La urgencia por entender lo extraño marca el pulso y el vértigo de los textos: el tipo se mete en todos lados, anda de día y de noche, y arroja sentencias sobre cada cosa que ve. La comparación es el sistema conceptual de los que viajan por primera vez; los brasileños son de tal modo cuando los argentinos somos de tal otro. Al principio, el deslumbramiento deviene idealización, y todo le parece más nítido, más vivo, más natural. Sin embargo, una lenta melancolía los empieza a permear, y en cierta medida se podría decir que ese viaje lo reconcilia con lo argentino, reafirmándole las credenciales de su origen. Lo interesante de esos viajes, además, es que duraban meses. El trayecto hasta el destino ya era de por sí un viaje en miniatura, y la experiencia luego se extendía durante una o dos estaciones. La noción del tiempo, por supuesto, era otra, pero esa dilatación de los periplos confabulaba para que la crónica de viajes tuviera diferentes estadíos: fascinación, confusión, rechazo, reconciliación, etc. El viaje de Arlt a Río no duró tanto (apenas un par de meses, que no es poco), porque estando allí recibe la noticia de que ganó el tercer Premio en el Concurso Municipal de Literatura y vuelve a Buenos Aires.

Redacciones perdidas
Decíamos al principio que 1927 fue un año central para Arlt, y habría que agregar que lo fue también en terminos personales. Así lo cuenta su biógrafa: “ese 1927 transcurrido en la redacción de Crítica es un duro año para Arlt: la muerte, y no sólo de las crónicas policiales que registra diariamente, pareciera rondarlo. El 4 de marzo muere su padre Carlos Arlt. No parece importarle mucho: dicen que Arlt se quedó dormido en el velorio; dicen también que cuando lo despertaron, reprochándole su desinterés, respondió: ‘¿Y si mi padre era un hijo de puta en vida, por qué no va a serlo después de muerto?’. Pero el 8 de octubre de ese mismo año muere su otro padre, Ricardo Güiraldes”. El año del despegue literario es entonces, al mismo tiempo, el año de la muerte de algunas figuras centrales en su vida. Sin embargo, los golpes de la vida no le dan demasiado respiro, porque el trabajo de periodista es intenso y lo encuentra escribiendo todos los días, casi sin excepción. Si miramos la bibliografía completa de Arlt que aparece como cierre de la biografía de Saítta, se extiende durante 112 páginas. Y pensemos que Arlt murió a los 42 años. Para los escritores que no venían de una familia terrateniente o adinerada, el periodismo era la oferta laboral natural de aquellos días. Las redacciones eran al mismo tiempo salones literarios –convivían entre máquinas de escribir muchas de las plumas icónicas de la década– y talleres de escritura, donde se aprendía a escribir rápido y sin demasiados raptos estilísticos. Hemingway dijo varias veces que el periodismo le enseñó a escribir con comienzos contundentes, y agregó una frase ya clásica: “el periodismo es el mejor oficio del mundo a condición de dejarlo a tiempo”.
¿Arlt es hoy un escritor canónico? Es una pregunta difícil de contestar. Sus libros se leen religiosamente en las cátedras de literatura argentina de la facultad de letras y en muchos colegios. Pero, ¿qué es ser canónico? ¿No es, de algún modo, estar cristalizado y que no sea necesario leerlo? Durante década se cristalizó a Arlt como el escritor de la calle, el tipo que se mete en los bajos fondos y después lo narra en lunfardo y con guiños porteños. Algunos intelectuales hicieron el trabajo, entonces, de sacarle ese estigma y mostrar que Arlt era un autor con una gran cultura propia. Por lo pronto, sus libros no paran de reeditarse y esa es, como el voto popular, la única garantía de actualidad.

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