20.12.13

La carta que nunca llegó


Ceferino Piriz tenía un plan para cambiar el mundo, o al menos para organizarlo mejor. Y Julio Cortázar, en algunos capítulos de Rayuela, lo dio a conocer en forma bastante detallada. Se trataba, básicamente, de distribuir las sociedades en ministerios que se encargarían de seres y objetos según tamaños y colores

Julio Cortázar, el Gran Cronopio Mayor./pagina12.com.ar

Y fue el propio Cortázar el que decía que este uruguayo universal, autor de varios tratados de cosmogonía, existía y había que buscarlo. Lo que sigue es la suma de varias historias que se van desprendiendo una de otra, hasta llegar al corazón de una carta que, aunque fue escrita en 1968, Cortázar nunca recibió. A cincuenta años de la publicación de Rayuela, la carta se da a conocer a continuación.

Una de las frases de Julio Cortázar que más me gustan es ésa de Ultimo round en la que dice que insiste en desconfiar de la casualidad, “fachada de un establishment ontológico que se obstina en mantener cerradas las puertas de las más vertiginosas aventuras humanas”. Después de dedicar cuatro años full time a la edición aumentada de su correspondencia, con más de mil cartas nuevas respecto de la publicación aparecida el año 2010, casi por azar llega a mis manos la copia de una carta escrita en 1968 ¡y nunca enviada! por dos muchachos uruguayos. Creo que de los cientos ¿miles? de cartas que Cortázar recibió a lo largo de su vida, ésta habría sido la que más gracia le habría provocado; y, claro, como nunca la recibió, no pudo responderla, y basta con imaginar la respuesta...

“La cosa” se desencadenó hace muy pocos días. Estábamos celebrando la mesa de clausura del congreso internacional 1963: fecha bisagra de la escritura de Julio Cortázar, organizado por La Sorbonne, el Instituto Cervantes de París y la Cátedra Mario Vargas Llosa. Aunque se trataba de una reunión de hispanistas, el acto final quería ser más un conversatorio que un conservatorio de ponencias, y los comentarios del público eran muy bienvenidos. Una profesora de Lyon preguntó cuáles fueron, además de las clásicas, las lecturas favoritas del autor. Aurora Bernárdez, la primera esposa, albacea y heredera universal, mencionó las historias de vampiros y la novela policial (“de la que era un verdadero especialista”). Me permití apuntar otro dato: Cortázar era un coleccionista apasionado de los textos de esos autores a los que Raymond Queneau llamaba “locos literarios”, aquellos visionarios alucinados que pretendían cambiar el mundo con sus ideas genialoides y por completo irrealizables; recordemos, dije, al impagable Ceferino Piriz que aparece en Rayuela, ese tipo que mandó un plan a la Unesco para modificar completamente la sociedad organizando los países con una serie de ministerios que se ocuparan de las cosas por colores y tamaños: el Ministerio del Blanco, por ejemplo, se ocuparía de la nieve y de las gallinas blancas, en tanto que el Ministerio de lo Negro se ocuparía entre otras cosas de las gallinas negras; por su parte, el Ministerio de lo Grande se ocuparía de los rascacielos, de las ballenas y de las jirafas, y el Ministerio de lo Pequeño, de las abejas y de los microbios. En seguida añadí que en el recién publicado Clases de literatura. Berkeley, 1980, el autor aseguraba que Ceferino, a quien nunca conoció, no era una invención novelesca sino alguien que existió realmente. Me hubiera callado... En una de las últimas filas se levantó un personaje enérgico de aspecto einsteiniano que, casi a los gritos, dijo que claro que era verdad, que sin duda Ceferino había existido y que incluso un amigo suyo había tenido la oportunidad de ver los mecanuscritos originales en un mercadillo en las afueras de Montevideo, exhibidos –si no recordaba mal– por el propio Piriz. La reacción de incrédula sorpresa del auditorio ante una declaración tan inesperada como vehemente era previsible; en mi caso, como el próximo año cumpliré mis bodas de plata dedicado al estudio de los textos de Cortázar y satélites, ya nada me extraña del pararrayos de piantados, y pensé: “¡Al fin! Al fin podremos desmentir al malicioso Cortázar que en un fragmento de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) escribió: “¡Misterioso Ceferino, gárrulos y desaprensivos uruguayos! ¿Será posible que ninguno de ellos haya intentado conocer personalmente a Cefe? Llevo cinco años esperando noticias sobre el autor de La Luz de la Paz del Mundo. ¿Es así, críticos orientales, como investigan las fuentes de su propia cultura? ¿Por qué son tan serios, muchachos? ¿No bastaba ya con la otra orilla del río?...”. Así las cosas, al terminar el acto rogué a mi interlocutor que me pusiera en contacto con el testigo de tamaña curiosidad, a ver si recordaba algún detalle. “No es que no lo crea –apostillé– sino que lo creo porque aparentemente es increíble.”

De ahí en más, la peripecia se vuelve más fantástica, esto es, más cortazariana, y pido a quien lea estas líneas la mayor confianza puesto que de ningún modo se me ocurriría intentar un texto de ficción que implicara a estos personajes, científicos de renombre, ni sospecho que ellos me jugaran tal bromazo a costa de la seriedad de sus currículos. En resumen, di mi e-mail a Claudio Scazzocchio, biólogo molecular, ex profesor de Microbiología en la Universidad París-Sur, actualmente profesor visitante en el Imperial College, Londres, y en un par de días recibí un correo electrónico de su colega Eduardo Mizraji, profesor de la Sección de Biofísica, Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, en Montevideo, que se descerrajaba como sigue, con una puntería que ahorra cualquier otro comentario. Me pongo a un lado, o a sus pies, de nuevo asombrado por la perfección de esta figura cortazariana con forma de recomplicada muñeca rusa epistolar, a medio siglo de la escritura de Rayuela.


Ceferino, 1968

Por Eduardo Mizraji

Estamos sumergidos en hechos que parecen inexplicables. Lo peor de eso es que a veces esos hechos son nuestras propias acciones e inacciones. Yo he sido capturado por una inacción que se inició a finales de 1968 y que la afectuosa persuasión de apreciados amigos me induce ahora, en este aniversario 50 de Rayuela, a suspender.

¿Por qué nunca le hice saber a Julio Cortázar que en noviembre de 1968 Rodolfo Lluberas y yo descubrimos a Ceferino Piriz? Quizá fue por un asunto de politeísmo literario y el postulado de que a los Dioses no se los importuna. Y claro, Cortázar ocupaba un lugar central en ese Olimpo. Aunque quizá no sólo fuese por eso. En todo caso, pocos días después de ese domingo de noviembre en que se nos bifurcó el mundo y la ficción sustituyó a la realidad, registramos el acontecimiento en forma de una carta que nunca osamos enviar.

Para dar un poco de contexto, señalo que Rodolfo era en ese entonces un recién iniciado ayudante honorario de Anatomía en la Facultad de Odontología. Yo era un estudiante de Medicina cuyos intereses estaban todavía difusos. Esto fue esencial: sin la avidez de Rodolfo por conocer mejor la anatomía máxilo-facial quizá nunca hubiéramos encontrado a Ceferino Piriz.

Refreno este preámbulo y transcribo aquella carta amordazada:

La carta a Julio Cortázar (nunca enviada)

Diciembre de 1968

Señor Julio Cortázar:

Nos atrevemos (pluralizamos porque somos dos los que intentamos esta carta) a escribirle pensando que es posible que usted acceda a deshacer una duda y que de paso le interese alguno de los datos que le daremos. El tema que nos motiva es Ceferino Piriz, a quien Traveler y usted inmortalizaron en Rayuela.

Durante las mañanas de los domingos se dan en Montevideo dos ferias emblemáticas. Una es la de la calle Tristán Narvaja, turística, variada, a la vez artificial puesta en escena y auténtico mercado de pulgas. La otra es la del camino Cuchilla Grande. Ubicada donde la ciudad ya se va dejando estar, feria en que se ponen en venta las novedades en robos recientes y donde es posible ver nacer y morir alguna trifulca.

En la mañana del primer domingo de noviembre de este año descubrimos en esta última feria a un hombre que con acentuada timidez ofrecía, entre muchos modestos y variados objetos, dos viejos apuntes mimeografiados sobre técnicas de disección. Uno de nosotros, que es gustador de la anatomía, se abocó ávido al análisis de los apuntes, mientras el otro se dejaba transcurrir por el ambiente. Este fue quien notó en ese puestito un vistoso y sellado certificado de autor. Certificaba a Ceferino Piriz como autor de El Juez del Pueblo.

Esa obra estaba representada en los centímetros contiguos por un considerable tomo escrito a máquina. El encargado del puesto, con algún pudor, nos tasó El Juez del Pueblo con un precio insólito por lo inalcanzable. Al preguntarle sobre Ceferino Piriz admitió conocerlo y dijo algo sobre un concurso en México y la posibilidad de editar la obra. Luego nos ofreció y dio la dirección de Ceferino.

Los uruguayos detentamos, a veces, la fea costumbre de ignorar a nuestros compatriotas egregios. A la existencia extraliteraria de Ceferino la habíamos casi descartado luego de que algunas indagaciones nos condujeron a nada. Se puede imaginar: nos resultó increíble que existiera un Ceferino Piriz (real, como en el libro), hombre y actuante en el mismo universo que nosotros (irreales, en este mero mundo nuestro). Decidimos que era necesario verificar esa misma tarde la existencia del pensador.

Era una cálida e iluminada tarde de primavera. La dirección nos enviaba a la periferia de Montevideo, a un barrio no lejano a la feria de Cuchilla Grande. La casa debía ubicarse en un bloque formado por unas 30 casas idénticas dispuestas solitariamente al borde de un camino y rodeadas de pradera. A la dirección indicada por el feriante se llegaba por un camino perpendicular al camino principal de acceso al bloque. La casa que buscábamos era extremadamente pequeña y prolija, con un jardincito cuidado al frente. Nos recibió un enorme y amistoso perro. Vimos, a través de una ventana, una joven mujer con un niño pequeño en brazos. La mujer procuró atendernos, pero se le adelantó por un costado de la casa el encargado del puesto de la feria. Como ya lo habíamos presentido, este señor resultó ser Ceferino Piriz.

(Creemos importante una justificación, porque podría suponerse que fuimos a ver a Ceferino Piriz con la infame intención de divertirnos. A Ceferino lo habíamos clasificado como un originalísimo y necesariamente ficticio producto-Cortázar. Clasificación fundada en un lamentable principio según el cual nunca la realidad llegaría –por falta de inteligencia, o intención, o eventual lector y redactor– a crear vidas y tramas comparables a la meditada invención de un autor. Prejuicio pueril pero pudiente. El conocer a Ceferino Piriz fue un poco como el mundo dándonos clase. No vemos un desmedro para el novelista sino una lección para el lector.)

Ceferino venía desde el fondo de la casa, metido en una vieja y raída gabardina cerrada hasta el cuello, y lo seguía un conejo. Traía consigo El Juez del Pueblo. Mientras íbamos hacia allí en el ómnibus, habíamos previsto un motivo-excusa muy simple: averiguar si él había escrito también La Luz de la Paz del Mundo. Nos pareció que ese título no le resultaba muy familiar; lo admitió de todos modos como suyo y explicó que El Juez del Pueblo era la última y más depurada versión de su obra. Mencionamos la palabra “corporación” y de modo casi reflejo Ceferino nos explicó que él sistematizaba la administración de una nación en “45 corporaciones nacionales y 4 poderes nacionales”.

Esa inolvidable entrevista (ocurrida frente a su casa) versó sobre la doctrina de Ceferino. Esta doctrina acarrea toda una concepción de la historia. Porque “en 1968 o después del año 2000” los principios socio-geo-politico-económicos de Ceferino Piriz son el inevitable fin. Su estructuración del mundo es la ineluctable conclusión hacia la que se dirige la historia de las naciones. Preguntamos por qué en la feria no quiso decir que él era Ceferino Piriz, pero no conseguimos una explicación sino ese tipo de respuesta que obliga a un “ya entiendo” y a dar la razón. No obstante, las causas de sus evasivas resultan imaginables. Relató el pensador cómo había presentado la obra en múltiples concursos y cómo había escrito a diversos presidentes. Dos concursos le interesaban sobremanera: uno era el ya mencionado concurso mexicano: el otro tenía que ver (dijo) con la Universidad de la República, pero que sobre este último no sabía si podía realizarse “por eso de las huelgas”. Respecto de la universidad, parece que Ceferino tiene escritas cosas importantes en El Juez del Pueblo. Fiel al internacionalismo del autor, la Reforma Universitaria de Ceferino propone la centralización de la universidad en la Sociedad de Naciones. Y esboza un hermoso esquema de universidad popular, concibiendo la universidad como un eficaz cuerpo asesor de labores de taller. Es impresionante que en estos momentos en que los uruguayos están violentamente divididos de forma que los que aman al gobierno maldicen a la universidad, y viceversa, Ceferino Piriz puede mostrar su paternal ecuanimidad (debemos no creer en un calculado equilibrio ante evaluadores de concursos con ideas contradictorias).

El altísimo precio con que ofrece su obra en la feria se nos reveló como un ingenioso método de control del consumo. Ningún ser normal dispone en esa feria del dinero que Ceferino pedía, y él lo sabe. Porque Ceferino no espera a un curioso hombre cualquiera que quizá compre su obra porque es barata. Lo que Ceferino espera es que “algún ministro” (comillas porque eso nos lo dijo) vaya por la feria y (esto lo inferimos) repare en el libro y lo compre y le parezca maravilloso el plan de Ceferino y lo ponga en práctica de inmediato y que los demás países imiten a Uruguay y que el mundo sea para todos ese paraíso de justicia y organización que Ceferino sueña. Nos confesó que todavía no había vendido ningún ejemplar y nos explicó cómo su libro era víctima del abaratamiento de los libros como consecuencia de la producción en serie.

Desde que surgió esta entrevista nos inquietaba la eventualidad de que Ceferino conociese el modo cómo usted lo lanzó al mundo de las letras. Le dijimos sin entrar en detalles que habíamos tenido oportunidad de conocer su nombre y partes de su obra y él no mostró curiosidad por saber más. Durante la mañana, en un primer momento, cuando conocimos al feriante, le atribuimos a Ceferino un amigo y un mundo compartido. Le construimos admiradores y discípulos, incluso. Cuando identificamos al feriante y a Ceferino como una misma persona, empezamos a entender que era un pensador sumergido en una abismal soledad. Entonces deseamos creer que quizá no conociese los motivos de su fama. Pero ocurrió que quiso hablarnos de cuestiones estilísticas. Porque, según nos dijo, su obra antes de la corrección y ampliación padecía de algunas excesivas repeticiones. Y, según nos dijo Ceferino, quedaban un poco feas. Pudimos tener su libro en nuestras manos durante un ratito. Temíamos leer demasiado porque nos sabemos de risa fácil y lo último que queríamos esa tarde era herirlo. Pero pudimos ver lo suficiente para reconocer que en buena parte las virtudes de su estilo estaban ahí. ¿Conocerá Ceferino su presencia en Rayuela?

Quisimos comprar la obra. Ceferino nos dijo que el precio de antes era para la feria, y que cuando uno se avenía con la gente era otra cosa. Nos dejó un precio menor que la mitad del de la feria, pero aun juntando la plata que teníamos entre ambos no nos alcanzaba para comprarla. No insistimos y eludimos el regateo.

Cuando nos fuimos estábamos vagamente tristes. Han pasado unas pocas semanas, pero ante nosotros recurre la imagen de Ceferino solo, esperando noticias, escribiendo cartas a los presidentes, remodelando su obra, cambiándole nuevamente el título. Amándola como a un hijo. También lo imaginamos aguardando la llegada del domingo para levantarse temprano, poner en una bolsa algunos objetos heterogéneos, algunos pocos libros usados y cuidadosamente una copia de El Juez del Pueblo junto a su certificado de autor, y marchar a la feria, para pasar toda la mañana esperanzado y entretenido mirando gente que se mueve y grita, sin casi vender nada, hasta que la feria se vacíe y él tenga que volver a guardar sus objetos dispersos, sus libros usados, su obra y su certificado para regresar a su casa. Cada domingo de mañana temprano quizá sienta que ése sí será el domingo en que pasará por ahí el ministro que Ceferino espera (o acaso el mismo Presidente de la República), que notará su obra, la comprará y el mundo comenzará a ser otro.

En suma, con esta carta querríamos realizar con usted, Señor Cortázar, un intercambio de datos prisioneros a través de un puente Atlántico (evocación de esta Guerra Fría, ahora tan caliente en estos extremos del Sur). ¿Cómo conoció la obra de Ceferino? Suponemos que Ceferino Piriz dispone de extensos tentáculos postales que alcanzan a cualquier rincón del planeta. Queremos comprender cómo llegó Ceferino a usted. Imaginamos que Unesco fue el medio. Ceferino nos manifestó en nuestra charla su profundo amor a Francia y su respeto hacia el General De Gaulle, a quien veía como un importante actor de su reforma del mundo.

Esperaremos su respuesta con ansiedad.

Lo saludan

Eduardo Mizraji

Rodolfo Lluberas

Hasta aquí la carta. Como apunte final señalo circunstancias curiosas, coincidencias para las que Cortázar tendría seguro alguna buena teoría. No hablaré de ese desastroso ’68 uruguayo, donde toda la lírica del ’68 francés se transformó en cruel tragedia. Sólo señalo que los violentos conflictos entre el gobierno y los estudiantes condujeron a la clausura de la Universidad de la República entre septiembre y octubre de 1968. Los estudiantes nos organizamos en múltiples actividades, algunas de ellas bien planeadas, otras aleatorias. En ese mes, nuestro grado de vagancia creció más que lo habitual. En mi caso, leí enajenadamente Rayuela. Yo ya había creado mi devoción por el Cortázar de los cuentos. Y creo que viajé expresamente a Buenos Aires para pasar por el Pasaje Güemes después de leer “El otro cielo” (tuve que esperar muchos años para poder atravesar la Galerie Vivienne). Pero Rayuela me dio otro cielo más. Busco ahora mi Rayuela original y la veo firmada por mí con la fecha “Septiembre, 1968”. Entonces, reconstruyendo plazos, ocurre que terminé el libro a mediados de octubre de 1968 y pocas semanas después uno de esos campos de fuerza que Cortázar apreciaría nos envió a Rodolfo y a mí al barrio Piedras Blancas, donde estaba la feria de Cuchilla Grande, una feria mitológica que no conocíamos, y con Rodolfo preparado para descubrir a Ceferino. Porque Rodolfo Lluberas además de joven docente de anatomía era ya en aquel tiempo un músico, y compartía con Cortázar la pasión del jazz. Quizás en ese domingo de noviembre, todas las decisiones en las que participé con Rodolfo estaban guiadas por un secreto plan de armonías jazzísticas a las que Rodolfo era sensible. En cambio, es casi seguro que yo, comprador compulsivo de libros en la feria de Tristán Narvaja, fascinado como estaba en la feria de Cuchilla Grande con los inauditos objetos expuestos por la multitud de vendedores, y con las ruletas clandestinas que aparecían y desaparecían mágicamente ajustándose al lento avance de algunos policías que recorrían la feria, no me hubiese detenido a mirar unos pocos libros puestos en la vereda.

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