17.2.14

1984

Treinta años después, la vigencia de Orwell estremece

La consigna del Gran Hermano: te vigila/elcultural.es

 

Treinta años después de El Año, las páginas finales de 1984 en las que descubrimos la amplitud insalvable de la derrota de su protagonista, Winston Smith, siguen poblando nuestras pesadillas. La novela de George Orwell, madre de todas las distopías, es también la más moderna y popular, la más imaginativa y salvaje de las creaciones literarias del pasado siglo. Después de tres décadas de vigilancia del Gran Hermano -cuando Lumen está a punto de reeditar la novela en edición de lujo-, el escritor Juan Bonilla mide la vigencia de la obra, descubrimos la carta de Aldous Huxley al propio Orwell sobre las relaciones entre 1984 y Un mundo feliz y nos asomamos a sus ensayos completos recién publicados por Debate

Leída en 1984, a los diecisiete años, la novela de Orwell era una obra maestra del horror y la angustia. Nos impresionaba mucho -en plena movida- el dibujo apocalíptico que en la novela se trazaba: la reclusión de los individuos en una uniforme masa productiva, células de una entidad poderosa a las que se les había extirpado la conciencia. Que se tratara del retrato más o menos fidedigno del estalinismo - osea de un pasado remoto- no dejaba de ser paradójico: Orwell había alzado una distopía mediante la estrategia de retratar una realidad sospechada que, con la floración de documentos y más documentos, quedó confirmada de la A a la Z. Así que Orwell planteaba para el futuro -terminó la novela en 1948, penúltimo año de su vida, pues murió en enero de 1950, y barajó las últimas cifras del año para darle título a la obra- una imagen del presente, utilizando además, de manera ya indiscutible, aunque sea tontería hablar de plagio, una novela anticipadora como Nosotros, de Zamyatin (que se tradujo al inglés en 1924), que Orwell reseñó en 1946.

Leída ahora, treinta años después, su vigencia, a pesar de la supuesta derrota de los totalitarismos, parece innegable toda vez que la novela interpela a un nuevo totalitarismo enmascarado, en el que las células de la entidad poderosa ya no necesitan siquiera que se les extirpe la conciencia, sino todo lo contrario: habiéndoles vendido la idea del yo, la de la libertad plena, la del derecho a la información, la de la oferta y la demanda, se las ha convertido en elementos muy parecidos a los que pueblan las páginas de la novela de Orwell, agigantando el paisaje de ésta, que ya no es sólo el de una precisa realidad totalitaria en la que el poder maneja mediante la política del “miedo total” a sus súbditos, sino que puede ser, perfectamente, el de las sociedades aparentemente libres en las que el Big Brother también lo controla todo, en la que cada vez se potencia más la policía del pensamiento, en la que con ardides, en principio plausibles como “lo políticamente correcto”, se acaba distorsionando el lenguaje para ceder al miedo de llamar a las cosas por su nombre. Ya en 1961, al escribir un apéndice para una reedición de la novela, Erich Fromm avisaba de que “sería lamentable que los lectores interpretaran 1984 como otra presunta descripción de la barbarie estalinista, y le pasara desapercibido que también está hablando de nosotros”.

Leída treinta años después la vigencia de 1984, a pesar de la supuesta derrota de los totalitarismos, parece innegable
En Orwell: A Life in letters (editada por Peter Davidson) hay elocuentes muestras de que la creación del dictador que está presente en todos los aspectos de la intimidad de los ciudadanos, no es sólo un espejo al que Orwell pretendía asomar la figura de Stalin o la del Führer. El culto al jefe máximo era un peligro que acechaba notablemente también a las democracias. En una carta fechada en 1944 y dirigida a Noel Willmett advierte de que “todos los movimientos nacionales originados para contrarrestar la dominación alemana, parecen adoptar formas no democráticas para agruparse en torno a un líder suprahumano y adoptar la teoría de que el fin justifica los medios”. Entre los nombres de esos líderes está el de Ghandi, por ejemplo. “Hitler desaparecerá pronto -dice en la carta- pero sólo a expensas de reforzar a 1/ Stalin, 2/los multimillonarios americanos y 3/toda suerte de pequeños führers como De Gaulle”. Y luego advierte: “En todas partes parece que el mundo va hacia un modelo de economías centralizadas que pueden funcionar en el aspecto económico pero que no se organizan democráticamente y tienden a establecer un sistema de castas. Por ahí van los horrores del nacionalismo emocional y la tendencia a no creer en la verdad objetiva porque los hechos tienen que encajar con las palabras y profecías de algunos líderes infalibles”.

La verdad es, como se sabe, una de las grandes examinadas de la novela de Orwell. Cuando, contra toda lógica, apretado por el miedo, para demostrar que su fe está puesta ciegamente en lo que diga el líder, Winston Smith acaba aceptando que 2 más 2 son 5, la reserva de conciencia que le quedaba acaba siendo aplastada, y con ella lo único que puede oponer al discurso del poder un pequeño David -sin honda-: el pensamiento crítico. Sólo con la unión de suficiente pensamiento crítico sería posible la aparición de una honda con la que derribar al gigante. Pero ¿dónde encontrarlo? ¿cómo encauzarlo? ¿cómo hacerlo práctico?

El Gran Hermano no es sólo un espejo al que Orwell pretendía asomar la figura de Stalin o del Führer
Orwell sabía bien que son los vencedores quienes redactan la historia oficial: “Si Hitler ganara la guerra, en cincuenta años el mundo creería de verdad que la guerra la comenzaron los judíos”. En ese punto, la novela de Orwell no puede ser más actual -y la actualidad, como decía Ortega, inspiradamente, es el tema verdadero de todas las buenas novelas-. Basta recordar algunas de sus frases, convertidas en eslóganes, en grafitis, en leyendas de camisetas, para medir la fortaleza de su actualidad: “Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no podrán rebelarse, y hasta que no se rebelen no tendrán conciencia de su fuerza”, “Lo que caracteriza a la vida moderna no era ni su crueldad ni su inseguridad: era, sencillamente, su vacío, la falta absoluta de contenido”, “Nada iba a cambiar mientras el poder siguiera en manos de una minoría privilegiada”, “El poder no es un medio: es, en sí mismo, su propio fin”.

1984 retrata también un combate desigual: el de unos cuantos individuos, conscientes de la mentira en la que viven, contra esa mentira que lo anega todo y a la que tratan de desenmascar. Y cómo, mediante un nada sofisticado proceso de reeducación (en esto, indudablemente los tiempos han cambiado y la sofisticación ha alcanzado una maestría innecesaria en la sociedad retratada por Orwell), esas conciencias no sólo quedan enmudecidas, sino que se dan la vuelta contra sí mismas y saben convencerse minuciosamente de que se estaban engañando al abandonar la seguridad protectora y aplastante del Gran Hermano. Dos y dos son cinco, en efecto, porque la verdad no es la verdad según la diga Agamenon o su porquero: la única verdad es la de Agamenon, y si los porqueros quieren cambiarla, tienen que inventarse y elevar a un nuevo Agamenon convincente que derrote a quien detenta el poder, sin que, en el cambio, ellos dejen de ser porqueros. De ahí su conmovedor, tristísimo final.

1984 retrata un combate desigual: el de unos cuantos invitados contra esa mentira que lo anega todo
¿Sigue vigente el aviso que Orwell formula en su novela? Más allá de anécdotas con su punto divertido (el caso de las escuchas ilegales produjo en Gran Bretaña una venta masiva de la novela hace un par de años) y de que para buena parte de la población el Gran Hermano no sea ninguna amenaza protectora sino un programa de televisión, parece evidente que en su formulación de cómo están montadas las cosas, 1984 sigue siendo un lúcido análisis de los mecanismos aplastantes de la máquina del poder como fin en sí mismo. Quizá ya no nos aterrorice tanto, porque, en definitiva, a quien más y a quien menos, ya le ha dado tiempo de ser alguna vez un Winston Smith, y entre la intemperie del 2 más 2 igual a 4 y la seguridad confortable del 2 más 2 igual a 5, se ha visto impelido a aceptar sin remedio que, sí, por sus hijos o por su puesto de trabajo o por no meterse en líos, él también ama al Gran Hermano.

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