22.2.14

El big bang de una literatura

En una nueva traducción de los cuentos de  Los prisioneros, el brasileño Rubem Fonseca muestra el origen de su estilo

Rubem Fonseca. Siempre se lo considera un sólido candidato al Nobel./revista Ñ

Medio siglo atrás el brasileño Rubem Fonseca daba a conocer el volumen de cuentos Los prisioneros , su primer libro. Tenía treinta y ocho años. Hasta entonces había trabajado en tribunales como abogado y en la policía de Río de Janeiro; era un autor prácticamente inédito, que había publicado un par de cuentos en revistas. Era 1963: todavía faltaban diez años para su primera novela resonante, El caso Morel  y veinte para  El gran arte, una de sus obras magnas, parte de una seguidilla inspiradísima que hizo del policial negro un portaaviones desde el cual despegar hacia cualquier punto imaginable, y que continuó con Pasado negro, Vastas emociones y pensamientos imperfectos y Agosto, entre otros títulos del escritor nacido en Minas Gerais.
Paradojas de la cronología: si bien Los prisioneros marca el origen, el big bang de un recorrido literario admirable, hoy lo leemos como un planeta lejano que orbita en lo más recóndito del sistema Fonseca. Como si fuera Plutón. Siguiendo con la analogía, Neptuno vendría a ser su segundo libro, El collar del perro, también de cuentos, también aparecido por El Cuenco de Plata, en una traducción rioplatense actual hecha a cuatro manos por Teresa Arijón y Bárbara Belloc. Lo que alguna vez fue pura potencialidad y porvenir, hoy es leído como antecedente, juego preliminar, como el momento en que el músico afina su instrumento. En otras palabras: son libros algo desparejos pero que leídos en serie con otros textos posteriores del gran escritor brasileño vivo cobran relevancia. Ahí ya está ese afán por experimentar con las formas, su humor corrosivo y a veces innegablemente negro, que todo lo afloja, incluso las tuercas más oxidadas, el trabajo con materiales heterogéneos, un amplio abanico de personajes más o menos populares, el oído puesto en captar el pulso de la calle. Ahí ya está la lengua embriagadora, la risa, la calentura de alto voltaje, sus devaneos entre la violencia sangrienta y la confesión emotiva y la saudade que lo caracterizarían.
En busca de “El enemigo”
Casi todos los relatos de Los prisioneros son cortos, de entre siete y diez páginas. Sobre todo en los primeros el andamiaje tambalea, la máquina no termina de arrancar, a pesar de que uno de ellos, “Doscientos veinticinco gramos”, vale su peso en oro tan sólo por la descripción de la autopsia del cadáver de una mujer. Pero promediando el libro empieza a cobrar forma la certeza de que, ahora sí, cada cuento es mejor que el anterior. Hay dos, especialmente, que pagan la cuenta con creces. Son “Gacela”, recapitulación de un viejo amor de juventud, notable radiografía de cierto tipo de nostalgia masculina, y “Naturaleza-podrida o Franz Potocki y el mundo”, que opera como sátira absurda para narrar el tan inesperado como efímero ascenso de un pintor a la cima del arte mundial. El as de espadas, sin embargo, recién aparece al final. Se trata de “El enemigo”, una narración de aliento medio, unas treinta páginas, estructurado en tres tiempos, acerca de la pesquisa que un hombre emprende entre sus amigos de la infancia con el quimérico propósito de cotejar recuerdos e intentar recuperar el tiempo perdido. Ya lo advierte el Tao Te Ching en el fragmento que Fonseca eligió de acápite: “Somos prisioneros de nosotros mismos. Nunca olvides eso, y que no hay fuga posible.”

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