23.3.14

El cuento del domingo

Giorgio Pressburger
La ley de los espacios en blanco 
Una mañana de invierno, el doctor Fleischmann se dio cuenta de que ya no recordaba el nombre de su mejor amigo. Estaba solo en casa. La gobernanta acudía los días hábiles. Su vieja amiga, Lea, estaba confinada en la cama por una fuerte hemicrania. Durante la noche el médico había soñado con un terremoto y luego con el encuentro con un extraño enemigo de cabellos relucientes de brillantina, que todos llamaban el Espíritu del Tiempo. Por la mañana se despertó y recordó a su amigo, maestro de ajedrez y locutor de televisión. Nunca había anotado su número telefónico en la agenda forrada en piel, ni lo había memorizado con el pequeño ordenador que le regalara un primo residente en Connecticut. Telefoneaba a su amigo todos los días. Le parecía superfluo registrar en el papel o en los circuitos electrónicos una serie de números que su memoria recordaba con tanta frecuencia. Pero en noviembre su amigo había salido de vacaciones durante cuatro semanas, y en ese tiempo su número se había borrado de la memoria del lector Fleischmann. Quiso buscarlo en el listín telefónico, pero ¿con qué nombre buscar? Durante diez minutos, ni el nombre ni el apellido de Isaac Rosenwasser volvieron a la mente del médico. “Bueno, se ve que aún estoy durmiendo”, se dijo a él mismo esa mañana. Se pellizcó el brazo. “También esto podría ser sólo un sueño -volvió a decir en voz alta-. Soñar que uno se pellizca, qué estupidez”, pensó.
Fleischmann creía en el orden y en la solemne sentenciosidad de los propios pensamientos. Lograba decir máximas áureas respecto de cualquier cosa, y sus pacientes le consideraban un verdadero maestro de la vida además de un gran médico.
Su ordenador personal tenía anotados los datos de cada visita, la anamnesis de cada paciente. Su vida afectiva permanecía al margen de esta tentativa de ordenamiento perfecto del mundo: madre, hijos, mujeres, amigos, no correspondían a ningún cuadro visible en la pantalla de su ordenador.
“¿Cómo se llama? -insistía aquella fría mañana-. Lo tengo en la punta de la lengua y no logro recordar su nombre. Crecimos juntos:¡Qué vergüenza!”
Muy pronto su indignación se transformó en miedo, primero tímido, luego cada vez más violento. “¿Y si fuese el comienzo de una enfermedad?” Descartó esa idea. “Por un trivial fallo de la memoria no hay que pensar en seguida lo peor. No se ha producido la sinapsis de dos neuronas. Una molécula de fósforo o de potasio no ha sido arrastrada a la otra orilla entre dos células de la corteza cerebral.”
Se levantó de la cama. Realizó algunos ejercicios de gimnasia. Tenía cincuenta y cinco años, y estaba en toda su plenitud. Esquiando dejaba atrás a muchos jóvenes. En el Octavo Distrito tenía más de una amante entre las señoras más jóvenes y procaces, y también entre las muchachas.
Telefoneó a una de ellas, y durante su encuentro de la tarde en un pisito de la calle del Árbol de Acacia encontró la manera de olvidar el desagradable caso de amnesia.
Pero cinco días después el doctor Fleischmann se sorprendió pensando larga e inútilmente en la palabra “inyección”: no fue capaz de recordar su sonido. Se quedó delante del paciente. El significado de esa palabra giraba en las circunvoluciones de su cerebro, pero su sonido seguía ausente, perdido en la nada. Después de veinte larguísimos segundos, el médico acabó por reencontrarla en la memoria de su oído. Recetó al enfermo inyecciones de vitamina B12, que debía administrarse a diario durante una semana. “Estoy muy cansado -dijo Fleischmann en voz alta, apenas el paciente cerró la puerta detrás de él-; también yo tengo que hacer una cura de neurotróficos. Además debo reordenar mi vida. Tengo demasiadas ataduras, debo simplificarlo todo.” Esta vez, la idea de que se tratase de una temida enfermedad orgánica ni le rozó. Estaba seguro de él y de la máquina de su cuerpo, de cuyo perfecto funcionamiento daban testimonio cada día sus prestaciones deportivas y amorosas.
No tardó en recobrar la tranquilidad y, mediante un ejercicio un poco infantil pero habitual en él, repitió cien veces la palabra “inyección” mientras escrutaba en todos sus pensamientos las asociaciones mentales que pasaban por su cabeza. Y así, durante un instante, en su mente se presentó la idea de la muerte, del más allá y del más acá. En ese instante se sintió moribundo. “Se trata con seguridad de un deterioro irreversible de las células de mi cerebro”, pensó a propósito de su inesperada amnesia, que jamás había conocido hasta esos días. Empezó a sudar y tuvo una sensación de vacío concretamente en el abdomen. El lápiz, pues, había sido apuntado hacia su nombre que muy pronto sería borrado de la lista de los vivos, y él se encontraría en la mesa de mármol de una sala de disección, con los miembros rígidos. Y después la disolución, las aguas putrefactas, la tierra. ¿Eso era todo? ¿Eso era la vida?
Anotó mecánicamente una cita con un laboratorio para el día siguiente, y a las siete de la mañana fue a hacerse un análisis de sangre y de orina. Muy pronto sabría si la máquina estaba condenada de veras a terminar entre la chatarra. “No es una sentencia lo que espero. Cuando fui arrojado entre los vivos, ya se había emanado la sentencia. No importa si un día ya no puedo decir la palabra “yo”, porque el yo no existirá o ya no será capaz de hablar. Eso no me importa”, pensó al salir del laboratorio. Fue directamente a visitar a los pacientes que le esperaban. Durante esas visitas comprobó con triunfal amargura y sentido del ridículo que los nombres desaparecidos durante segundos y horas de su vocabulario se iban multiplicando. Ya no se trataba de palabras de sonido complicado, como plantígrado o clepsidra, sino que términos como dentífrico o arena empezaron a obstaculizar durante un instante el pensamiento que recorría el laberinto de las células cerebrales. “Peor estoy y peor me siento -pensó Fleischmann-; pasará, me acostumbraré.”
Fue a casa de su mujer, y habló largamente con ella de cosas sin importancia, cotidianas. Sólo ahora le parecía estar vivo, cuando su existencia había estado en peligro. Su vida anterior siempre le había parecido un mero recuerdo, nunca un presente; un estado larvario en el que se veía con la forma de un ser ciego, carente de inteligencia y de conciencia. Ahora, en cambio, advertía en ese ser tanta prontitud y tanta agudeza, que estaba asombrado. También su estupor le parecía un movimiento del alma que nunca había sentido antes. Así pasaron dos días. Al tercero fue a buscar los resultados de los análisis. Éstos mostraron una alteración notable del cuadro hematológico. Tres o cuatro valores estaban muy por encima de los límites normales, y sin una intervención exterior pronto llevarían al doctor Fleischmann a lo que sus colegas llamaban el Evento. “¿Ya has tenido un Evento? -le preguntó Flebus, en efecto, cuando le llevó los resultados de los análisis-. ¿Balbuceas alguna vez? ¿Te trabas al hablar? ¿No te acuden las palabras a la lengua? Fleischmann negó. Fue a su casa, se encerró en el estudio y lloró. Por la noche, en su círculo familiar de otra época, con los codos apoyados en el mantel fresco, miró largamente a su hijo, a su madre, a su mujer, que habían seguido viviendo juntos cuando él se hubo ido.
“¿Tiene sentido todo esto?” Se dio cuenta con terror de que lo que más le interesaba -el amor, el afecto, la responsabilidad por la vida de los suyos- lo estaba abandonando, dejándole en un burlón coloquio con todo lo que no era él: el mundo.
-Estás pálido, papá -observó su hijo Benjamín-, tienes demasiados pacientes. Si recetases un purgante menos gozarías más de la vida…
Fleischmann volcó el plato de sopa sobre la mesa y salió. Vio la mirada asustada, de perseguidos, de su hijo y de su mujer.
La noche en la calle del Teatro Popular era fresca y estaba llena de sonidos. Los borrachos subían a cuatro patas de las tabernas. Fleischmann no sabía cómo huir de la persecución que él mismo se infligía. Trataba de darse ánimo: “¿Quién ha dicho que ciertas suposiciones de la ciencia son verdaderas? Nuestro cerebro es inmenso: está formado por dos hemisferios, dos planetas, dos universos. Siento que me ayudará. No ha llegado mi hora”.
Se inscribió en un curso de memorización y lectura veloz que se realizaba en la calle José II, en un oscuro piso de dos habitaciones. La primera vez que subió las escaleras ennegrecidas de ese edificio de cinco plantas encontró a algunos jóvenes de barba larga y a algunos meticulosos empleados decididos a hacer carrera, todos vestidos más o menos de la misma manera, con ropa barata y tosca. En el piso, cuyo pavimento de madera tenía los listones flojos y gastados, una veintena de sillas y una mesa estaban destinadas a dar la impresión de que allí se seguía un método serio y tradicional. Era una de las primeras iniciativas privadas permitidas por el Estado. “¡El Estado que permite el uso de la memoria! Está bien. El Estado es sólo memoria. Está destinado a destruirse, como todas las memorias”, pensó.
Después de algunas semanas de iniciado el curso, observó una notable mejoría en su propia capacidad para recordar nombres, rostros, lugares conocidos recientemente (las cosas remotas se habían conservado intactas en su memoria y en su olvido). La atmósfera de iniciados que reinaba entre los participantes en el curso le daba la impresión de formar parte de una secta cuya misión fuese continuar la vida en la tierra después de la catástrofe.
Las lecturas veloces, transversales, a saltos, las técnicas basadas en la acción común de los sentidos y en la hipnosis, representaban para Fleischmann el viático para los siguientes años de vida, para vivirlos sin el escándalo de la decadencia física. Las tres semanas del curso fueron las últimas soportables en la existencia del ilustre médico.
Al término de ese período recibió un diploma, y el profesor -un rubito de aspecto insignificante que había aprendido en Gran Bretaña el arte de la memoria- le elogió de manera especial. Nunca había encontrado a un alumno tan diligente y, al mismo tiempo, dotado de tanta inteligencia.
Fleischmann reanudó su trabajo con mucho optimismo. Recorría las callejuelas del Octavo Distrito, subía a los pisos oscuros donde visitaba a viejos enfermos del corazón y a mujeres de noventa años solas, resignadas. Tenía la convicción de poder darles algo importante: algunos minutos de vida.
Un día, al volver de sus visitas, oyó sonar el teléfono desde el hueco de la escalera. Subió corriendo el último tramo. Por lo general no se apresuraba tanto: más bien detestaba el teléfono, a través del cual podían alcanzarle los casos más imprevistos de la vida y de la muerte, justamente a él, en cualquier momento. No había pensado en eso al elegir la carrera de médico. Cuando abrió la puerta encontró a la gobernanta -ochenta años, flaca y sorda- con el auricular tendido hacia él y con lágrimas en los ojos.
-Venga, doctor -susurró la viejecita-; es para usted.
Y así fue como Abraham Fleischmann se enteró de la muerte de su hermano. Médico como él, profesor de Anatomía Comparada, cirujano de fama internacional, el hermano siempre había estado un poco delicado de salud. Pero murió de improviso. “Un ictus, mi infarto…”, murmuró Fleischmann para sí, con objetividad científica. Un instante después estalló en llanto, en un ulular doloroso que hizo huir a la vieja sirvienta. El médico salió de su casa y se puso a correr, tragando sus propias lágrimas y gimiendo en voz alta a lo largo de toda la calle Kun. No pocos paseantes se volvían a mirarle, sin preguntar nada. De adulto, Abraham Fleischmann había querido y admirado a ese hermano. En cambio, de pequeños, su melancolía y su propensión contemplativa le irritaban. Todavía no estaba en condiciones de comprender qué gentileza y profundidad de sentimientos se escondían en su aparente abulia. Ahora yacía allí, envuelto en una sábana, según la costumbre de los hospitales, como una especie de momia. Hacía media hora que estaba muerto, y bajo los pliegues de la tela se adivinaban los rasgos de su cara, la protuberancia de la nariz, el dibujo de la boca. Como a muchos mortales, también al médico Fleischmann, aunque habituado a asistir a agonías y muertes, esa visión le hizo subir un grito a los labios:
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? -masculló sollozando el médico con el rostro bañado en lágrimas.
Para sí mismo acusaba oscuramente al hermano por no haber sido previsor, por haber consentido la muerte, por haberla deseado. Al mismo tiempo, sabía que en pocos días se rendiría a la superior sabiduría y dulzura del hermano difunto, cuya voluntad de morir -de otra manera, ¿por qué iba a enfermar siendo tan joven y reputado?- era otra expresión de esa sabiduría.
Seguir vivo le parecía ahora una insensatez sin igual, y la existencia toda, un horrendo y sucio matadero y nada más.
Aún no sabía que al cabo de pocos días ese acontecimiento iba a cambiar su sentido del mundo. Ese proceso tuvo un comienzo súbito apenas vio a su cuñada acurrucada en el vano de una ventana del corredor en el hospital. Por ella supo que su hermano había estado largo tiempo enfermo, durante varios años, y que sólo por consideración hacia su madre -también ella afectada por diferentes achaques debidos a la edad- no había confesado a nadie, y mucho menos a él, la gravedad de su afección. El día antes de morir, reunió todas sus fuerzas y telefoneó a su madre, y cuando ella le preguntó cómo se encontraba, sin vacilar y con voz firme le contestó: “Bien, bien”. Luego, sin pestañear, se despidió de ella y le dijo que debía salir para un largo viaje, pero que transcurridos unos meses estaría de regreso. Su voz delató cierta conmiseración hacia sí mismo. Cuando colgó el aparato miró largamente hacia delante antes de susurrar:
-Dentro de cinco, seis meses, cuando se haya habituado a mi ausencia, decidle la verdad. Cuidad de ella.
Al oír ese relato, el doctor Fleischmann tuvo la sensación de vivir un día de fiesta excepcionalmente solemne, radiante. Luego, llegó el momento de la prueba.
Su cuñada le rogó que fuera a su casa, y le dio instrucciones para encontrar, guardado en un armario, el traje con el que debían amortajar el cadáver. Le pidió que lo llevara al hospital.
-¿Recuerdas todavía la plegaria por los muertos? -le preguntó con voz ahogada, después de un momento de silencio-. Deberías decirla tú. Si no la recuerdas apréndela esta noche. Tendrá una veintena de líneas. Debes hacerlo por él. Estoy segura de que lograrás aprenderla.
El doctor Fleischmann salió del hospital muy agitado. Pensó que ahora la suene de su hermano dependía sólo de él, de su capacidad o no de aprender la plegaria de los muertos. “¡Justamente ahora que mi memoria falla!” Rio con desesperación. “¡Valiente estupidez! ¡Él ya no está, y eso es todo!” Fue a casa del hermano, tomó el traje y volvió al hospital. Luego se dirigió a casa de su mujer y de su madre, pero no dijo nada: se tomaba tiempo, según el deseo del difunto. Volvió a su casa y ordenó a la gobernanta que buscara su viejo libro de rezos con tapas de marfil y lleno de garabatos en la primera página: la fecha de la muerte de parientes y antepasados. Aquella noche no cenó. Se sentó en su estudio polvoriento y oscuro y colocó delante de él, sobre el escritorio, el libro de rezos.
¿Cuánto tiempo hacía que no tenía en sus manos ese libro? ¿Treinta, cuarenta años? ¿Por qué debía fingir que practicaba ciertos rituales que para él habían sido siempre incomprensibles, pueriles? Vida y muerte -se dio cuenta el médico- tenían tan poco sentido para él como esos rezos. Entonces, ¿qué tiene sentido?, se preguntó. La insensatez de todo, la incomprensibilidad de todo le asaltaron como un estado febril. Sintió las orejas enrojecidas. Una especie de excitación erótica se estaba apoderando de él. “No, no me haré preguntas. Siento que, en la incertidumbre, debo hacer este pequeño esfuerzo, debo aprender de memoria estas palabras sin significado para mí, estos sonidos. Es el último regalo que puedo hacer a mi hermano o a mi cuñada… ¡Siempre fui tan avaro con ellos…!” Abrió el libro.
Al principio, aquellas letras cuadradas se le antojaron desconocidas por completo. Todo el sistema de representación de los sonidos le pareció estúpidamente complicado, arbitrario. “Empezar por dudar del alfabeto no me parece el mejor camino para hacer lo que he decidido hacer: Es un invento antiguo, lo sé, pero por ahora no hay otra cosa mejor.”
Con la ayuda de una transcripción en caracteres latinos, Fleischmann descifró las palabras de la plegaria. Pero en seguida decidió fijar en su memoria aquel texto de antiguas letras cuadradas. En cuanto al significado de las palabras, siguió resultándole desconocido. “No es nada -pensó-: hasta mi padre, que tan velozmente sabía leer las plegarias, no conocía el significado de cada una de las palabras pronunciadas. Haré como si estudiara una partitura musical.” El médico volvió a pensar en la innegable inmovilidad del cuerpo de su hermano, nunca tan existente como en aquella muda afirmación de sí mismo. Y pensó que el significado estaba allí, que era la evidencia de sí mismo de un cuerpo, de un acontecimiento (la muerte). El resto, las palabras, los sonidos son, para aludir a los significados más simples, complicaciones inútiles pero necesarias. Empezó, pues, a repetir las palabras, los sonidos inútiles y necesarios, primero en voz baja, en breves secuencias, y luego, a medida que su seguridad crecía, alargaba las secuencias a siete, ocho palabras, en lugar de las tres iniciales.
A la una de la madrugada ya había repetido unas cien veces toda la plegaria y, sin embargo, sólo recordaba de memoria la primera frase. Por más que se esforzase, ni con las antiguas letras cuadradas, ni con las latinas lo que seguía se presentaba a su visión interior, ni los sonidos repercutían en sus oídos. Fleischmann sabía qué difícil era recordar los sonidos durante más de algunos segundos. De su padre, por ejemplo, muerto hacía ocho años, ya no recordaba la voz. Se había convertido para él en un puro concepto, “voz baja, fuerte”, pero ya no era una realidad. Y así sucedería también con su hermano. Aun escuchando sus voces grabadas ya no serían reconocibles para él. No, no debía suceder ese horror. Fleischmann sintió que, siguiendo su oscura sensación, debía ser él quien determinara el destino de su hermano, aun como se encontraba, despojado de las facultades que sostienen la mente.
Empezó a repetir otra vez las palabras. Pero sonó el teléfono. La cuñada le pidió que hiciera preparar algo de comer para ella. Estaba cansadísima. Había velado a su marido hasta esa hora. Ahora la había reemplazado su hermana. No había que dejarle solo, pobrecillo. Ella necesitaba tomar un baño y comer un bocado. Llegaría en veinte minutos. “Veinte minutos…, veinte minutos…”, repitió él. Tal vez si lo hubiera dejado solo en las horas restantes de la noche hubiera logrado aprender la oración, pero así… Por otra parte, ¿cómo negarle a la cuñada la ayuda que pedía?
-Ven, ven -contestó, y fue a despertar a la gobernanta.
Luego, en vez de ayudarla a preparar algo caliente, se encerró en el estudio y trató de comprobar si esa interrupción le servía para limpiar su memoria y hacer lugar en ella para las palabras de una lengua desconocida. Intentó una autohipnosis veloz. Estaba demasiado agitado como para poder utilizarla como medio para recordar. Transcribió entonces todo el texto de la plegaria en la memoria de su ordenador. “Tal vez mañana, haciéndolo pasar una y otra vez por la pantalla luminosa delante de mis ojos, lo aprenderé. Me levantaré a las cinco. No, a las cuatro y media.”
La cuñada lloró largamente, inclinada sobre el plato. En vez de comer, llenó la sopa con las secreciones salinas de sus propias glándulas. Después de haberse encerrado en el cuarto de baño, el doctor Fleischmann oyó largamente sus gritos. Parecía que hablara con alguien aullando, maldiciendo, pero con palabras pueriles, balbuceadas en una especie de lenguaje secreto de colegiales. Quedó aterrado.
En otra época, siendo niño, también él estaba acostumbrado a dialogar, antes de dormirse, con una entidad a la que sólo le hablaba en versos rimados y a la que cada noche rogaba que le hiciera morir junto con los otros miembros de la familia, todos en el mismo momento, de manera que ninguno sintiese dolor por la muerte del otro. ¿Cuánto tiempo hacía que había interrumpido esos diálogos? ¿Era bueno o malo que se hubiesen interrumpido?
-¡Nos llevan a todos al matadero! -exclamó de golpe y se encerró en su estudio.
Pasó varias horas delante de su ordenador. Hasta el alba se sintió el zumbido del monitor encendido, acompañado por un murmullo quedo. Luego, con la claridad, llegó el silencio. A las siete de la mañana la gobernanta le vio salir del estudio.
-La aprendí -dijo el médico.
Despertó con un beso en la frente a su cuñada, acurrucada en un diván, la acompañó a su casa para que se cambiara de ropa, y juntos fueron en taxi al viejo cementerio de la calle Kozma.
El hermano estaba lavado, vestido, y yacía en la Casa de la Purificación, en un ataúd muy sencillo. Su rostro cerúleo resplandecía. Los fragmentos de terracota colocados sobre los ojos y los labios hacían pensar a Fleischmann en un recién nacido. Goldstein, el purificador de cadáveres, susurró en el frío de la sala:
-Lo hemos preparado entre cuatro. Somos cuatro. Cuatro, ¿comprende?
Con estas palabras pretendía una propina adecuada, y para hacer bien patente su honradez sacó del bolsillo un reloj de pulsera.
-Tome. Y este era su anillo.
Ese ceremonial tan práctico apartó a Fleischmann de la espasmódica repetición de la plegaria por los muertos. Dio dinero a Goldstein, tomó los objetos arrebatados a la tierra y se los entregó a la cuñada. Abrió y cerró el abrigo y se frotó las manos heladas. El purificador le rogó que saliera… “He comprado la tumba para los dos. Adiós”, murmuró Fleischmann para sus adentros, sabiendo que repetía palabras ya oídas.
Después de los discursos, los llantos, las breves y sonoras plegarias, se encaminaron hacia la tumba.
Desembolsando una suma importante, Fleischmann había logrado una sepultura cerca de la entrada, fuera del área más antigua y descuidada.
Se había reunido una pequeña multitud, unas doscientas personas. Apoyaron el ataúd en dos varas de madera por encima de la fosa. El corazón del doctor Fleischmann latía fuerte. A él le correspondía decir la plegaria por los muertos. Alguien le apretó levemente el brazo. Sintió una gran opresión en el pecho, en la garganta. Se dio fuerzas y pronunció en voz alta, casi gritándola, la parte inicial de la plegaria. Había vencido. Las palabras salieron claras, seguras de su boca, aunque sin significado para él: puro sonido. Pero él, Abraham Fleischmann, debía afirmar el sentido del mundo, de la vida, más allá de toda duda y amargura. Debía hacerlo por su hermano.
Abrió la boca para gritar, más fuerte aún que antes, la segunda frase de la plegaria por los muertos. Pero se dio cuenta con horror de que ya no recordaba los sonidos. También las letras se habían borrado de su memoria. Se quedó allí, con la boca abierta de par en par. Todos, alrededor, estaban callados. Todos le miraban. Y Fleischmann estaba seguro de que hasta su hermano le miraba desde el ataúd. Pero la segunda frase no le salía. Sólo recordaba una palabra con todas las vocales dentro, y el sonido misterioso de esa única palabra ululaba en su cerebro. Alguien comprendió su turbación y dijo en su lugar la segunda frase: “Y ahora, la tercera -pensó-. Sí, hay una palabra que me recuerda un perro, una palabra de ataque. ¿Qué querrá decir? ¿Qué significado tendrá esa palabra? Debo hacerme traducir la plegaria. Tal vez entonces la recordaría. Pero no, no importa el significado. Es tan impreciso, inaprehensible… Importa la forma. Y ya no la recuerdo… Los sonidos… Alguien, mientras tanto, volvió a decir con una cantilena anónima la continuación de la plegaria, velozmente, sin piedad. Fleischmann hubiera querido aferrarse a esta o aquella palabra que sentía aflorar de las ondas amenazadoras que emanaban de los pulmones del que recitaba y que llegaban hasta él imparables. Imprevistamente se hizo silencio. ” ¿Era tan breve la plegaria? ¡Y no había logrado aprenderla!”, pensó. Le pusieron una pala en la mano. Debía echar la primera palada. Se inclinó, recogió un poco de tierra con la pala y la arrojó encima del ataúd, que mientras tanto había sido bajado al fondo de la fosa. Sintió un ruido sordo. Era el sonido de la única buena acción que logró hacer por su hermano: cubrirlo con la tierra. Mientras la multitud se dispersaba y muchos le rodeaban (también su mujer e hijo, avisados por alguien por suerte sin que la madre se enterara), mientras sentía que le estrechaban la mano y le besaban la mejilla, el doctor Fleischmann seguía tratando de evocar las palabras reencontradas y de nuevo perdidas.
Volvió a su trabajo sin respetar los días de luto. ¿Para qué servía ese ritual? El tenía que pensar en sus pacientes, en sus enfermos, tratar de ayudar a los vivos, ya que no había logrado ayudar a los muertos.
Sin embargo, cada mañana, después de afeitarse, pasaba un cuarto de hora repitiendo la plegaria. Ponía en acción todas las técnicas aprendidas durante los cursos de las semanas precedentes. Recurría a todas las astucias de su mente, de sus capacidades psíquicas. Imaginó paisajes idílicos, respiró rítmicamente, repitió algunas palabras necesarias para disminuir la vigilancia de lo que se llama conciencia. Cuando le faltaba una palabra, miraba el libro. Por la noche, antes de acostarse, encendía el monitor, introducía la interfaz, accionaba el pequeño ordenador y repasaba otras dos veces el acto de fe, la súplica por los muertos. Después de dos semanas se puso a prueba. Hasta la mitad de la plegaria todo anduvo bien, pero la segunda parte la recordaba mal. Faltaban palabras importantísimas por su sonido, por lo imponente de su grafía, y el significado permanecía ignorado. El doctor Fleischmann empleaba diez minutos para decir la plegaria que podía pronunciarse en cuarenta segundos. Por tanto, su preocupación no había terminado. “No me rendiré -pensó Fleischmann-, no me rendiré tan fácilmente a la enfermedad y a la degradación.” Estaba convencido de que con un notable esfuerzo de voluntad y con una demostración de confianza en sus propias capacidades, estaría en condiciones de derrotar ese mal cuyo síntoma era la ausencia de memoria de las experiencias recientes. No servían métodos, hipnosis, ordenadores; servía la perentoria afirmación de la verdad del propio ser: “¡Estoy aquí, existo!”.
Volvió a pensar en su hermano, en su inmovilidad y silencio en aquella cama de hospital y en tantos enfermos a los que había cuidado sin éxito. “Ellos están muertos. Por tanto estuvieron vivos. La muerte es la mayor prueba de la existencia. Adelante. No hay que rendirse.” Una de aquellas noches tuvo un bellísimo sueño. Él era un rey, estaba en una sala dorada, sonaban las campanas. Debía ceñir una espada y anunciar al pueblo el nacimiento del heredero. Se despertó con esa solemnidad en las arterias, en el corazón. Fue al hospital y empezó a trabajar con entusiasmo. Le parecía que los enfermos estaban curándose: la esperanza no resultaba inútil para ninguno de ellos. Empezó a repetirse la plegaria de los muertos, pero se trababa siempre en el mismo punto, después del cual ya no recordaba la continuación. Y, sin embargo, tenía la sensación de hacer progresos. Una noche se fue a la cama exhausto, después de un largo recorrido de visitas. Se durmió y en seguida soñó. En cierto sentido era la continuación del sueño de varios días antes, ya que en el aire había una solemnidad de gran fiesta. Con un aspecto florido, elegante, un poco envarado, como siempre había sido, el hermano entró en un hermoso cuarto y se detuvo delante de él. Estaba increíblemente alegre y benévolo, extendió la mano hacia él, luego se la colocó sobre los hombros y empezó a recitar, palabra por palabra, la plegaria de los muertos. Sonreía mientras pronunciaba esas sílabas sin significado. Pero ahora el médico pareció aprehender, imprevistamente, su sentido. No había necesidad de traducir esas palabras, esos sonidos en esta o aquella lengua; tenían un sentido por ellos mismos, aunque era un sentido inexplicable, irrepetible. Fleischmann empezó a besar las manos del hermano y éste continuó con serena lentitud su salmodia. Y entonces otra cosa se aclaró: todos los significados infantiles que el doctor le había atribuido -siguiendo la semejanza de esos sonidos con los de palabras conocidas- estaban allí para devolver alegría a su mente, y convivían con el significado verdadero, solemne. De esa danza de sílabas y sonidos surgían a veces palabras obscenas, pero también éstas eran gozosas, en absoluto ofensivas.
Cuando el hermano hubo pronunciado la última palabra de la plegaria de los muertos, el doctor Fleischmann se dijo, en el sueño: “Finalmente la he aprendido entera. Porque soy yo el que en mi sueño recitó la plegaria. Mi hermano es una imagen de mi cerebro. Por tanto, no estoy enfermo. Las peores condenas de la ciencia, las de las sustancias químicas, las grasas que paralizan y obturan nuestros vasos sanguíneos, todavía no cuentan. El hombre está más allá de la memoria, más allá de la lengua y de los significados”. Ya estaba a medias despierto cuando terminó de decir estas frases.
Abrió los ojos y vio la luz gris del amanecer. Su feliz sensación se desvaneció en un instante. “Tal vez ha sido de verdad mi hermano el que dijo de principio a fin la plegaria. Tal vez ha venido a verme de veras, quién sabe desde dónde y cómo.” Se conmovió, se puso a llorar. “¡No he sido capaz de hacer una buena acción por mi hermano que estaba muerto, pero él, aun muerto, la ha hecho por mí! No estamos solos en la tierra, no estarnos solos. Infinitos seres nos aman, como supo amar mi hermano, y actúan por nuestro amor dentro de nosotros. Nunca hubiera pensado que fuese así.” Y a su vez pensó en su hermano con ese tardío amor que puede convertirse en el tormento de toda una vida.
Sonó el teléfono y llamaron al médico para que ayudara a una pobre vieja de setenta y cinco años que había sufrido un infarto. Se vistió de prisa, y a la gobernanta sólo le dijo:
-No morirá. Estoy seguro.
Salió. Hizo corriendo el camino desde la calle Karfenstein a la calle Danko. En medio de la ansiedad de la carrera intentó repetir con seguridad la plegaria de los muertos. No recordaba ni una sílaba. Se detuvo. Tenía ganas de golpearse la cabeza contra la pared. “Pero no. No debo rendirme. Mi hermano volverá a ayudarme. Me ayudará cada vez que lo necesite.”
Cuando llegó a la casa, la señora Wolf había muerto pocos minutos antes. El médico se quedó mirando el cadáver, del mismo modo que, a lo largo de su dilatada vida profesional, había contemplado tantos y tantos difuntos.
-Sus últimas palabras han sido de agradecimiento para usted, doctor -dijo un pariente.
“Este cadáver ha manifestado agradecimiento hacia mí”, pensó Fleischmann. Lo miró largamente, y luego salió de la casa sin firmar el certificado de defunción.
Después de las de la plegaria, salieron poco a poco de su vocabulario otras palabras. Desaparecieron rostros, formas a su vista, melodías a su oído. La memoria, hacia el final, le abandonó casi del todo. ¡Cuando le ingresaron en el hospital de San Juan ni recordaba haber tenido un hermano! Dijo a Isaac Rosenwasser, que junto con una enfermera le ayudó a subir a la ambulancia:
-Todo está escrito en los espacios en blanco entre una letra y otra. El resto no cuenta. Entre sus apuntes, observaciones científicas, cuadernos de un diario, en el revés de una hoja, de instrucciones para el uso de su ordenador estaba la siguiente anotación: “Cuanto más fuerte es tu grito, con más facilidad él te escucha”.

Giorgio Pressburger, nacido en Hungría, en 1933. Escritor italiano de origen húngaro.También es dramaturgo. Ha escrito las novelas El susurro de la gran voz y El elefante verde.
Texto: El cuento del día. Foto:internet 

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