12.5.14

Residencia en la tierra

 Con una trama delirante de tan lúcida Arno Schmidt, la novela de Mariano Dupont, pasa lista a las grandes y pequeñas disputas por el capital simbólico de la literatura
"Me interesa la risa de la impostura, de las conductas, no tanto reírme de Fulano o Mengano.": Mariano Dupont.

Arno Schmidt. Mariano Dupont./pagina12.com.ar
Un escritor obtiene una beca para asistir a la Arno Schmidt Experimental Writer’s Residence, una extraña residencia fundada por un enigmático barón alemán llamado Carl Friedrich von Brevern que promueve y sustenta la producción artística experimental. Ubicada en una base de la Antártida y construida en medio de un aparente ecosistema natural con todo tipo de animales provenientes de un supuesto zoológico de Berlín, la ASEWR –como la llaman sus anfitriones– tiene la virtud de poseer todas las comodidades de un hotel cinco estrellas, pero administrada con la rigurosidad que se le endilga al carácter alemán. “¡Hacer que usted y sus colegas la pasen lo mejor posible! Ese es mi papel, mi función. ¡Hacer que ustedes disfruten de la estadía en la ASEWR! Y que se lleven a sus hogares un hermoso recuerdo! Un recuerdo que los acompañe por el resto de sus vidas, algo para contarles a los hijos, o a los nietos... ¡o quien sea! ¡Y un libro! El libro que van a escribir, que usted va a escribir, Dupont. Imagine entonces mi responsabilidad. ¡Imagine! Pero hay algo más... Mi trabajo también incluye tareas nones gratas. ¿Puede sospecharlas?”, le pregunta el director, monsieur Picot, al recién llegado, que no es otro que el propio Mariano Dupont devenido en personaje y narrador de Arno Schmidt, la última novela del autor de Aún, ganador del premio Emecé en 2003. Irónico y corrosivo por momentos, el personaje Dupont llegará a la residencia motivado como un Pierre Menard: su propósito, durante el tiempo que dure la estadía, es reescribir el Popol-Vuh, aquella recopilación de narraciones míticas, legendarias e históricas del pueblo k’iche’, el pueblo maya guatemalteco. Los resultados no son menos importantes que el proceso de creación en un clima tan ideal como imposible. La Arno Schmidt Experimental Writer’s Residence cuenta, entre otras cosas, con piscina, un masajista japonés experto en shiatsu y reiki, un lugar para bailar y beber y hasta una licenciada llamada Maribel, experta en bloqueo artístico, a quien Dupont no tarda en ir a consultar para que la novela comience lentamente a definir sus lineamientos más significativos: la agonía existencial que se esconde muchas veces dentro de esa mueca que se llama sonrisa. “Maribel. ¿Cómo hago para escribir sin sentir que lo que escribo es una mierda, que lo que escribo no tiene ningún valor? ¡O que tiene demasiado! Sí, porque también a veces me sucede lo contrario: creo que lo que escribo es demasiado bueno. Pocas veces, es cierto. Pero me sucede, cada tanto me sucede. Me leo y digo: ¡pero esto es genial! Y no lo es, claro. Eh, Maribel, a ver, ¿cómo hago?”

La exageración no deja de tener su lugar en la verdad. ¿Para qué se escribe? ¿Qué clase de literatura surge cuando el tiempo apremia? ¿Qué sentido tiene lo nuevo cuando lo experimental no es un quiebre a la tradición sino una original manera de ignorancia? El concepto del éxito o el fracaso, las amistades por conveniencia, los juicios sobres los best sellers y el escritor de culto, los celos y las envidias, las modas para engrandecer o destruir a un autor, el miedo a ser nadie si no se aparece en los medios, el rechazo a la academia con el contradictorio deseo de estar en sus programas de estudio, en suma: la hipocresía y los egos disputándose un capital simbólico tan pequeño es lo que verdaderamente habita la Arno Schmidt Experimental Writer’s Residence. Las reflexiones surgen por medio de la sátira y el absurdo en un ambiente que por momentos recuerda al Banquete de Marechal; porque también hay un trabajo preciso alrededor de la trama, y esto es lo que hace de Arno Schmidt una novela interesante, equilibrada; porque mientras el personaje Dupont se enfrenta a la problemática misma de su escritura, una mínima sospecha lentamente se convertirá en un enigma que atravesará toda la historia hasta alcanzar la dimensión de una revelación: una tragedia será la que derrumbe el secreto y por fin deje en evidencia lo que había detrás de aquella residencia para escritores, o mejor: lo que hay detrás de las apariencias en un mundillo más preocupado por parecer que por ser.

Dueño de un estilo depurado y preciso, Mariano Dupont logra con un inteligente sentido del humor develar la trama secreta que esconden los comportamientos humanos cuando están motivados por sus deseos inconfesables. Ese otro costado de lo real. En Arno Schmidt la escritura y la vida se entrelazan para darle forma a una novela que de tan lúcida parece delirante.

 "Me interesan los escritores que no terminan de encajar" 


La risa con sorna no deja impostura con cabeza. El peor enemigo es la farsa vanguardista, las excentricidades calculadas que provocan más bostezos que entusiasmos, los disfraces experimentales chingados y soporíferos. Hay algo de risotada carnavalesca en Arno Schmidt (Seix Barral), de Mariano Dupont, novela que podría alistarse entre las candidatas a libro de este año. Un librazo donde el elenco completo termina en el “infierno”. Nadie se salva, todos están condenados. No es fácil sostener la carcajada de principio a fin. La fauna delirante de esta ficción tiene como principal protagonista a un narrador en primera persona, un tanto misántropo y celinesco, que comparte el mismo nombre y apellido que el escritor y traductor. Dupont llega a una residencia destinada a escritores experimentales –situada en una base de la Antártida y financiada por un excéntrico barón alemán que anualmente beca a autores de distintas nacionalidades– para terminar con un proyecto: la reescritura del Popol-Vuh, la epopeya de los indios quiché. Gaston Picot, el director de la Arno Schmidt Experimental Writer’s Residence, es tan desbocado que se atreve a contar lo inconfesable. Sin anestesia, puede afirmar que no leyó los libros de los becados, que no quiere borrachos ni gente que vaya a calentar la silla. En el griterío entrecortado y caótico de algunas discusiones se recuperan hilachas de pensamientos menudeados: “las tramas me aburren”; “¡pajerías modernistas!, la paja del lenguaje”; “el argumento es actual”; “el autor no existe”; “¿una verba que no puede parar?... ¿o una verga?”.
Como si jugara a las escondidas, Dupont es un escritor que no se deja atrapar. Cualquiera que intente encorsetarlo en un estilo –¿saeriano,? ¿lamborghiniano?, ¿celinesco?– será debidamente burlado. En cada libro que escribe y publica pulsea con el ser o no ser dupontiano. El hombre que huye despavorido de las etiquetas enarbola una remera de Daniel Johnston y recuerda una anécdota de Joyce para tensar la cuerda del tópico de la locura. “Cuando estaba escribiendo Finnegans wake, su hija Lucía, que estaba loca, escribía unos textos. Joyce le mostró a (Carl) Jung lo que estaba escribiendo él y Lucía y le dijo: ‘Es lo mismo, o ella está bien o yo estoy loco’. Jung le respondió que había una diferencia: ‘donde vos nadás, ella se ahoga’. El artista puede coquetear con la locura. El loco no coquetea y sufre mucho. Cuando uno escribe, puede jugar a hacerse el loco. Yo quería continuar con el disparate, con el extravío. Pero quería otra cosa. Después del libro anterior, que no me quiso publicar nadie, estaba en el desierto y en bolas. No me quedé ahí llorando, salí a lucharla. Y decidí volver a ver cómo es vender un libro, qué es esto. No quiero quedar capturado en ningún lugar. Mi idea es moverme permanentemente”, subraya el escritor en la entrevista con Página/12.
–¿Arno Schmidt es una novela escrita contra la impostura del arte y la literatura en general?
 –Es como reírme de mí. Yo no estoy afuera, estoy ahí adentro, formo parte de esa fauna. Me interesa la sátira y me gusta mucho la tradición clásica de satiristas. La sátira termina siendo moralizante, pero yo no quería que esto pasara. La sátira arrastra todo en esta novela. La risa me arrastra a mí también. Yo no me salvo. Desde mi segundo libro, Quique, aparece la risa. La sátira como género viene a mostrar justamente lo que no es verdad, quiere señalar la impostura: “esto se cae”. (Louis-Ferdinand) Céline es una especie de maestro; pero también está en Leónidas Lamborghini con toda la cuestión de la risa y viene de (Charles) Baudelaire. La risa es jodida; a veces hay ciertas cosas de las que no hay que reírse. Una vez estaba haciendo una reescritura de unos textos filosóficos, que nunca logré publicar y finalmente los subí a un blog. Eran reescrituras en clave paródica de textos filosóficos de (Michel) Foucault, (Jacques) Derrida, incluso metí filósofos que me gustan como (Ludwig) Wittgenstein. Un amigo de filosofía me dijo: “Con la filosofía no jodas”.
–Prohibido tocar a “las vacas sagradas”, ¿no?
–¡Exactamente! Incluso me han llegado a decir ¡cómo jodés con (Gilles) Deleuze! ¡Cómo te metés a parodiar a Deleuze! Yo estaba jugando con esos textos. La risa me gusta mucho en la literatura, en (Kurt) Vonnegut, Arno Schmidt, Philip Dick, Tomas Disch. Campo de concentración, de Disch, y La república de los sabios, de Schmidt, son dos modelos que sobrevuelan la novela. En el caso de Disch es una cárcel de escritores y el de Schmidt, un barco con artistas. Toda época tiene –como decía Lorenzo García Vega– sus “bombines de mármol”, sus intocables. Para mí no hay nada intocable. Yo soy el primero en ponerme en ridículo. Me interesa la risa de la impostura, de las conductas, no tanto reírme de Fulano o Mengano. Lo que pasa es que, como decía Leónidas: “Este es un payaso y no lo sabe”. Está la cuestión de la mirada y de cómo te mirás a vos mismo.
–La novela pone en discusión qué es ser vanguardista, colocando claramente en el plano del aburrimiento lo experimental, algo que puede ser considerado una herejía, ¿no?
 –Sí, hay una herejía. Me gusta una frase de (William S.) Burroughs que dice: “Lo experimental es un experimento que salió mal”. La discusión sobre novela de argumento o novela de lenguaje es una dicotomía que cada vez me interesa menos. Hay libros que fueron escritos para el mercado y son extraordinarios y hay libros que fueron escritos para la eternidad y son una cagada. Un libro tiene vida o no tiene vida. Puede ser experimental y ser una mierda. Una novela de Jorge Asís y una de Stephen King son extraordinarias. Y son tipos que escriben para el mercado. En Estados Unidos es normal que muchos que empezaron en la vanguardia entrecomillas se pasen al mercado para ver qué pasa. Burroughs mismo da un vuelco en su etapa de los ‘70, desde el cut-up y su famosa trilogía, y luego hace un camino totalmente opuesto. Me parece que no hay que ponerse en ese lugar de comisario. ¿Cuáles son los libros que habría que escribir? ¿Qué tipo de literatura habría que hacer hoy? No lo sabemos. Yo estoy tratando de escribir libros que me descoloquen y que descoloquen, libros que tengan vida y no estén muertos antes de salir. Quizá van a estar muertos dentro de diez o veinte años. No sé... Pero hoy quiero que estén vivos. Hay una cosa paródica también sobre (Alain) Robbe-Grillet y lo que fue el nouveau roman, que decía que “narrar se ha vuelto imposible”. Como si hubiera ciertas coordenadas históricas que determinan que ya no podemos narrar. Un poco la línea de (Juan José) Saer y todo lo que viene por ahí, donde yo estuve en algún momento cuando publiqué mi primera novela Aún, para después salir. Los mejores libros fueron escritos en contra de su época. Hay que estar muy atento a los cantos de sirena de la época. Uno tiene que atarse al palo del mástil y ponerse cera en las orejas. Hay libros que son muy celebrados y de golpe te encontrás con una cáscara vacía.
–¿Se refiere a César Aira?
–El problema de Aira es el consenso, que lo terminó matando. Cuando sos celebrado por todos lados, cagaste. Hace años que Aira viene pidiendo que le den con un caño, que alguien se lo cargue. Y todo el mundo es un santón. Aira es una vaca sagrada de la literatura argentina. Yo creo que su aporte en los ‘80 es muy interesante, todo lo que escribió desde Ema, la cautiva y La luz argentina, sus primeros libros. Después empezó a repetir una fórmula. Lo que pasa casi siempre. Es muy difícil que el escritor esté todo el tiempo renovándose. La obra de Leónidas Lamborghini es una mutación permanente, no se quedó en un tipo de poema.
–¿Le interesan los escritores que escriben en contra de su época y contra sí mismos?
 –Sí. Que escriben en contra de lo que la época quiere que diga. Hay que escribir lo que no hay que escribir. Siempre pongo el caso de (Héctor A.) Murena, que fue tan odiado. Me interesan los escritores que no terminan de encajar. Que no tienen un consenso absoluto, que no terminan de entrar en la fachada canónica, como Murena, Asís, Néstor Sánchez; escritores que tienen un montón de rechazos, tácitos o explícitos. El año pasado (Ricardo) Piglia habló con desdén sobre Murena y me pareció terrible. Piglia recordó que Murena había escrito una reseña en contra de Borges o algo por el estilo. Y dijo: “Murena escribía tan mal, ¿no?...” Por lo menos problematizá la cuestión: cómo te bajás a Murena de un modo tan simple cuando la última parte de su obra está a la par de la de Lamborghini. Es como una tara de los escritores de esa época, porque Saer también criticaba a Murena. A veces es necesario que aparezca una generación posterior para que ciertos escritores sean leídos. Como está pasando con Asís, que ahora lo están leyendo los pibes de 30 años y se enganchan con sus novelas. Si dejás de lado los criterios de la academia, las preferencias del periodismo especializado y los criterios estético-comerciales de las editoriales, te quedás con el culo al aire. Sin juicio. Y ahí está lo más interesante. ¿Quién dice que un libro es bueno o es malo? ¿Aira? ¿Piglia? ¿(Luis) Chitarroni? Está la historia de la literatura y Joyce es Joyce y Beckett es Beckett, y puede hacer lo que quiera. Pero Beckett escribía con el culo al aire, no estaba preocupado por ir o no al Salón del Libro de París. No escribía para entrar en una lista y conseguir un par de pasajes.
–La novela satiriza una especie de deseo en espejo invertido: los best-sellers venden, pero quieren el reconocimiento de la academia y los críticos; los escritores de culto tienen prestigio, pero desean vender más.
–Hay una especie de hipocresía contra los best-sellers cuando en realidad muchos se mueren de envidia por lo que venden. Cuando escribís un libro, querés que lo lea la mayor cantidad de gente. Lo escribiste para compartir y querés que sea muy leído y que te dé plata. Eso no significa que uno vaya a hacer el libro en función de esa necesidad. Yo puedo escribir otra novela y podés esperar algo en la línea de Arno Schmidt, pero te voy a dar otro libro y te vas a preguntar: ¿Qué es esto? En este sentido mi maestro es (Héctor) Libertella, que tenía muy clara la cuestión del mercado. No recuerdo en qué novela dice que quiere que lo lean hasta los monos del Amazonas. Eso es lo que queremos todos los escritores: que nos lean hasta los monos del Amazonas, no cuatro profesores de la universidad.
–¿La novela rescata la idea de trabajar con las reescrituras como propuesta para la literatura del futuro?
–No sé cómo será la literatura del futuro, uno trata de escribirla, ¿no? Uno trata de escribir como si estuviera en el siglo XXII; la idea de (Franz) Kafka de que la literatura “es un reloj que adelanta”. Pero no sé cómo debería ser o por dónde debería ir. La reescritura no la pienso en términos teóricos, sino como un juego. Hay una diferencia con las reescrituras lamborghinianas. Leónidas trabajaba con la reescritura intrusiva: entraba en el texto original y lo recombinaba conservando los mismos elementos. Yo, en cambio, trabajo con añadidos: agarro el original y lo deliro, tratando de aumentarle la emoción poética. Que la escritura capture la emoción que está en la vida. La emoción poética como algo que te sorprende. Es un trabajo con la sintaxis y con la torsión, una mezcla de porteño, de español, de guatemalteco, de palabras inventadas... Como una lengua monstruosa. Es algo que vengo haciendo desde Pampa trunca, que es una reescritura de Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich.
–El narrador intenta ser un poco más legible, al menos en la reescritura del Popol-Vuh. ¿Le preocupa la cuestión de la legibilidad?
–Yo pensé que mi anterior libro era legible. Y hubo gente que no lo pudo terminar. Y me pregunté por qué. Había esa cosa claustrofóbica de no salir de un lugar que generaba ilegibilidad. Burroughs decía que él se propuso varias veces escribir un best-seller y que nunca lo logró porque siempre se encontraba escribiendo algo que la gente no quiere escuchar, que no va a querer leer. Y algo de esto tiene que ver con la legibilidad cuando vos ponés algo que no se quiere leer. La muerte que aparece en la novela está en el plano de la risa, pero es un libro que tematiza la muerte. Ojalá lo pueda leer mi mamá porque el anterior no lo pudo leer (risas).
–Hacia el final de la novela aparece un interrogante sobre qué es lo real. El realismo está puesto en tela de juicio, ¿no?
–La pregunta sobre el realismo que me interesó mucho cuando escribí mi primer libro es una pregunta que hoy no me hago: ¿Es una novela realista o no? Son cosas que no me interesan. Un gran escritor puede ser un escritor realista. ¿Qué era Roberto Arlt? ¿Qué era Saer? Si a Saer le hubieras dicho que era realista, te hubiera matado (risas). Pero hay un realismo ahí, aunque con los procedimientos se escapaba. La literatura es una ficción de la ficción que puede ser más real que la realidad. Volvemos, en este sentido, al reloj que adelanta. La literatura puede llegar a ser más verdadera.

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