15.8.14

Marvel Moreno, una escritora rescatada del olvido

Este relato, escrito por quien fue su esposo hace años, revive el extraño destino que marcó su vida
 Marvel Moreno, muy joven, en 1986, con su hija Carla, de su unión con Plinio Apuyelo Mendoza./eltiempo.com
 
Casi siempre la vida de los novelistas está marcada por inesperados sobresaltos y sorpresas. O bien sus obras tienen de inmediato una fosforescente acogida por críticos y lectores o tardan muchos años en ser reconocidas. Recuerdo siempre el caso de una de las primeras novelas de Gabo, El coronel no tiene quien le escriba. Anduve con el manuscrito presentándoselo a editores en España y Venezuela sin mayor suerte. Fue, por cierto, un libro rechazado por la editorial Gallimard, de París. Su director editorial debió arrepentirse amargamente de esta decisión, cuando por culpa de ella Gabo decidió no darle a Gallimard ninguna de sus obras después de haberse hecho famoso con Cien años de soledad.

Escribo esto poco después de haber recibido una bella edición del libro En diciembre llegaban las brisas, de Marvel Moreno. Acaba de llegar a las librerías como una gran novedad. Es una especie de resurrección, pues, como ocurre con frecuencia en Colombia, los éxitos de ayer casi nunca se reeditan. Muchas obras de grandes autores han quedado en el olvido para las nuevas generaciones.

En diciembre llegaban las brisas es un buen ejemplo del extraño destino que a veces tienen los libros. Cuando esta novela salió a la luz en España, en 1987, sus editores consideraron que con ella Marvel Moreno irrumpía de manera espectacular en la novelística de lengua española. Traducida al francés y al italiano, fue considerada uno de los grandes logros del ‘postboom latinoamericano’. Ganó en Italia el célebre premio Grinzane Cavour a la mejor novela extranjera.

Como lo he escrito alguna vez, el destino de Marvel tuvo un sino muy especial, pleno de contrastes, de duros momentos y de atrevidas decisiones.
La profecía de una bruja
Cuando la conocí en Barranquilla, en 1960, el secreto de su real vocación lo tenía muy bien guardado. Era vista en su ciudad como una muchacha bonita que un año atrás había sido reina del carnaval y que hasta entonces mataba las tardes de mucho calor jugando canasta con algunas amigas en el Country Club. Allí, por cierto, me fue presentada por mi amigo Juan B. Fernández Renowitzky. A la tercera vez que salí con ella, en la penumbra de un bar llamado Heyneman, me reveló su secreto: su pasión era la literatura. Quería escribir. Tenía la misma devoción mía por autores como Faulkner y Virginia Woolf. Y no sé en qué momento, fijando en mí su mirada, me dijo: “¿Sabes una cosa? Yo solo podría casarme con un tipo como tú”. “Pues casémonos”, le respondí, aunque hasta ese momento no le había hecho ninguna declaración de amor.

Cinco meses después nos casamos. Nuestros padrinos fueron el escritor Álvaro Cepeda Samudio y Tita, su esposa. Aunque teníamos siempre el propósito de retirarnos un día a escribir, seguimos por años un rumbo equivocado. Para disponer de recursos económicos, puse en marcha con éxito una agencia de publicidad. Ella, de su lado, decidió terminar su bachillerato en el colegio de la Universidad Libre para luego matricularse en la Universidad del Atlántico. Sus amigos y condiscípulos eran todos de izquierda. Marvel quería romper con el mundo social donde había vivido, apartarse de prejuicios sociales y religiosos y seguir el rumbo que marcaban las revueltas juveniles de los años sesenta.

La primera en señalarle su búsqueda de un nuevo destino fue, según recuerdo, una bruja llena de gatos que vivía por los lados de Siape. Leyendo cartas de la baraja, le pronosticó que abandonaría Barranquilla para siempre y que atravesaría el océano para conocer la pobreza y la enfermedad en una ciudad extraña y muy grande. Yo tomé en broma las predicciones de la adivina. Fue necesario que ella, Marvel, me diera con toda determinación un verdadero golpe de Estado para cambiar el rumbo errado que había tomado nuestra vida.

Como lo conté alguna vez, ese golpe de Estado ocurrió de una manera sorpresiva. Hallándome en París, la llamé a Barranquilla para que se reuniera conmigo y pasáramos algunos días de vacaciones en aquella ciudad que ella no conocía. Marvel viajó a París, en efecto. Pero cuando íbamos en el autobús que nos llevaba del aeropuerto a la ciudad, se volvió hacia mí para hacerme un anuncio completamente inesperado: “Tengo que decirte algo: a Barranquilla no vuelvo nunca. Allí no voy a escribir. Tú tampoco”. Parecía una locura, pues en Barranquilla estaban sus padres, nuestras dos pequeñas hijas, mi agencia de publicidad y hasta una casa cuya construcción estaba a punto de terminarse.

Su decisión fue irrevocable. Quien me dio luces para comprenderla fue un siquiatra español residente en París que me recomendó Gabo. Luego de oírme, el siquiatra me recordó que uno siempre debe ser consecuente con la vocación y el destino que ha elegido. De modo que volví al hotel donde estábamos alojados y le dije: “Después de todo, haces bien quedándote en Europa. Yo haré lo necesario para volver y quedarme contigo”.

Así lo hice. Vendí, mal vendido, lo que teníamos y me devolví con nuestras dos hijas pequeñas, Carla y Camila, que entonces debían tener respectivamente 6 y 4 años de edad. Como lo he contado también alguna vez, no llegamos a París sino a Deyá, un pueblo de Mallorca donde habíamos decidido instalarnos. Alquilamos una vieja casa con cisterna en la sala y fantasma en el desván; el fantasma de un amigo colombiano muerto años atrás, que allí había vivido: Carlos Obregón. Hoy podría decir que los tres años vividos en aquel pueblito medioeval fueron los más felices de nuestra vida. Veíamos con frecuencia al escritor Robert Graves. Vivíamos muy pobremente. Pero escribíamos: ella sus primeros cuentos y yo un primer libro, que se titularía El desertor. Estábamos en paz con nuestra conciencia.

Dejamos Mallorca y nos radicamos en París cuando Gabo y Vargas Llosa me propusieron que me ocupara de fundar una revista llamada Libre que agruparía a los escritores del boom. Todo prometía una vida feliz en aquel lugar mágico, pero no fue así. Los pronósticos sombríos de la adivina de Siape llegarían a cumplirse. Allí Marvel encontraría, al lado de amigos célebres y de una vida más libre y un mundo intelectual que le fascinaba, enfermedad y pobreza. Solo se le olvidó a la bruja decirle que cumpliría también su destino de convertirse en una gran escritora.
Luces y sombras
Ahora, cuando vuelvo a París para visitar a mi hija mayor y a mis nietos franceses, pesan más los recuerdos sombríos que los recuerdos alegres. Sombríos, sí, como los que asocio a las mañanas heladas de invierno cuando subía con Marvel, que ardía en fiebres, hacia el Hospital Saint Louis. Tras largas esperas y exámenes, su mal desconocido resultó ser un lupus incurable. A este infortunio habría que agregar dos separaciones nuestras –la última definitiva– y depresiones que, por obra de su enfermedad y dudas sobre su capacidad de escribir lo que se había propuesto, ella intentaba sortear con somníferos. Tras una última crisis que la puso al borde de la muerte, suprimió los somníferos y empezó a escribir con una férrea disciplina.

Para explicar nuestras separaciones, más de un amigo hablaría de infidelidades. No es exacto. En términos literales, no las hubo ni de su parte ni de la mía. Devota de Sartre y de Simone de Beauvoir, Marvel aceptó como una realidad las llamadas por ellos “relaciones contingentes”. Creía que debían asumirse sin engaños y sin perder la relación profunda que nos unía. Hoy veo eso como una elaboración libresca hija de los engañosos años sesenta. El corazón o las vísceras no admiten la presencia de terceros en una relación. Esa pauta la asumió ella en su segundo matrimonio con Jacques Fourrier y yo al casarme con Patricia Tavera.

Cuando Marvel se casó con Jacques Fourrier, asistí a su matrimonio en compañía de Gabo y Mercedes. Y cuando, dos años más tarde, me casé con Patricia Tavera, Marvel fue mi madrina de matrimonio y el padrino, Luis Caballero. Nos veíamos con mucha frecuencia y guardamos el uno por el otro un afecto profundo. Sus últimos años los vivió en un modesto apartamento de Belleville, un barrio de París lleno de inmigrantes árabes. Pasaba su tiempo leyendo y escribiendo, siempre muy pobre y con una salud muy frágil. A su lupus se sumó un grave enfisema pulmonar, que al final la mató mientras dormía.

Marvel no reparó nunca en el éxito alcanzado por su obra. Su primer libro de cuentos, Algo tan feo en la vida de una señora bien, fue prologado por Juan Goytisolo y prontamente traducido al francés. A esta obra pertenece el cuento Oriane, tía Oriane, que fue llevado al cine por la directora venezolana Fina Torres y ganó la 'Cámara de Oro' en el Festival de Cannes. Su obra más reconocida fue la siguiente, En diciembre llegaban las brisas. El tercero de sus libros, El encuentro y otros relatos, tiene la misma calidad.

Nunca he olvidado el homenaje póstumo que a Marvel le organizaron en la Universidad de Toulouse dos devotos de su obra, Jacques Gilard y Fabio Rodríguez. El coloquio llenó sus salas de críticos de varios países que conocían su obra. Recuerdo que llegué allí con nuestra hija Carla. Había en la entrada de la universidad una fotografía suya de más de dos metros de altura. Carla, viéndola, rompió a llorar. “Si mamá lo hubiese sabido”, decía. La misma idea me asediaba en Cartagena durante el homenaje que le rindieron poetas y escritores. Y ahora, para que su obra sea debidamente recordada, Alfaguara acaba de lanzar En diciembre llegaban las brisas y un libro con todos sus cuentos será editado el próximo año por la editorial Random House. El inesperado milagro se produjo.

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