24.9.14

Manifiestos políticos en el arte sesentista

Vanguardias. Ana Longoni explora las razones por las que los artistas fueron en los 60, primero un canal de expresión político y luego revolucionario 
IGNACIO COLOMBRES Y HUGO PEREYRA. "Made in Argentina", 1971.

ROBERTO JACOBY. "Antiafiche", 1969. "Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared"./revista Ñ
Artistas como militantes, como combatientes en una época pintada de rojo. La política de los 60 y los 70 encontró en la plástica argentina, en sus expresiones individuales y colectivas, un activismo distinto pero eficaz para la comunicación gráfica, la que tomaba –literalmente– salas y muros. En Vanguardia y revolución. Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta (Ariel, editorial Paidós) la investigadora Ana Longoni cuenta y analiza esos cruces, las experiencias en su contexto y la relectura en el presente. Experta en esta zona de intersecciones, este libro retoma parte de su tesis de doctorado, el libro Del Di Tella al Tucumán Arde que escribió junto a Mariano Mestman y una vasta obra al respecto que en esta entrevista desarrolla.
–“Vanguardia y revolución” es el título de tu libro... ¿Todo arte fue político en las décadas del 60 y 70...?
 –El libro explora distintos programas artístico-políticos de esos años. Un abanico de intentos de articulación de esas dos ideas fuerza, de esos dos motores de expectativa tan fuertes para esa época que se inaugura en América Latina con la Revolución Cubana y que se clausura con las dictaduras argentina del 76 y chilena del 73, y que está atravesada por horizontes de expectativas revolucionarias pero también de corte modernizador. Desde la vanguardia artística hubo aspiraciones a ser un vector de transformación social, una fuerza de acción política.
–¿Qué implica la inserción en el medio artístico de la expresión: “impugnación del oponente”?
 –Muchas veces estos programas en torno a la idea de la vanguardia parten de confrontar con otro que se vuelve un enemigo. Intervenciones muy polémicas en relación a ese otro. Esto nos puede sonar más raro hoy, cuando la idea de vanguardia se ha diluido un poco en términos de movimientos. Hoy, los grupos que plantean una articulación entre arte y política en término de activismo artístico callejero parten de una idea muy distinta de ese tipo de confrontación. Pretenden una articulación con los movimientos sociales, se diluyen en ellos, a veces renuncian a reclamar su condición artística. En cambio en los 60, había una marca muy fuerte que creo que tiene un doble origen, tanto artístico como político en el sentido de inscripción en proyectos de izquierda que reclamaban un modelo de confrontación al estilo de vanguardia leninista, de un partido de elite. Y es un modelo muy fuerte en el tipo de confrontaciones que se establecen en ese momento.
–¿Cómo se materializaba en la escena del arte cruzada por la política? 
–Una de las tácticas era el copamiento de instituciones. El término “copamiento” viene del hecho de copar escuelas, radios, etcétera. Lo que exploro es una estrategia muy concreta de artistas –en la medida en que ciertas convocatorias privadas o públicas, oficiales o de salones privados, habilitaran un espacio de intervención–, de ir a copar ese espacio con algún tipo de denuncia de resonancia política. Exploro concretamente el Salón Nacional, una institución que en los 60 podría haber sido completamente desprestigiada y abandonada por las vanguardias, que había quedado vaciada respecto de otras épocas en que fue más vital e importante. Entre fines de los 60 y principio de los 70 los artistas retoman el Salón porque ahí también pueden incidir con algún tipo de resonancia política. Concretamente exploro el “Salón de la Picana” del año 71, experiencias visuales. Era la primera vez que el Salón Nacional se abría a algún tipo de manifestación experimental, ya cuando las vanguardias estaban dejando de existir, y un grupo de artistas copó la convocatoria a partir de que tenían algunos aliados en el jurado. Uno de ellos era Julio Le Parc, un motor muy importante en las iniciativas de esos años. Se enviaron colectivamente obras que denunciaban la dictadura militar de Onganía, las torturas, la existencia de presos políticos, etcétera. Y ganaron dos obras de carácter fuertemente denuncialista: una, “Made in Argentina”, de Colombres y Pereira: una picana eléctrica dentro de una vitrina, enrollada en un cuerpo humano. La otra era “La Celda”, de Bochi y Santamaría: un espejo detrás de una serie de barrotes de celdas, que conformaban una puerta de celda en el que el espectador se veía reflejado a sí mismo en el espejo. Cuando las autoridades se dieron cuenta de que estaba a punto de abrirse ese Salón con esos premios, en una institución oficial, decidieron clausurar el premio e iniciaron una acción judicial contra los ganadores por apología del delito que terminó con su condena en el año 76, ya durante la última dictadura militar.
–Algunos salían a la calle...
 –Sí, en un contexto donde la calle se volvió un territorio cada vez más hostil, la violencia política cada vez más presente, la represión cada vez más cotidiana. Ahí reconstruyo un episodio del 72 en la Plaza Roberto Arlt, en pleno microcentro en una convocatoria del CAyC. Se inauguró un viernes con más de 40 obras, intervenciones, instalaciones, etcétera.Unas semanas antes había ocurrido la Masacre de Trelew: hubo varias obras que aludieron directamente o indirectamente a ese hecho. En un obra pintaron 16 cruces blancas en medio de un foso que había en la plaza y pusieron fotos de campos de concentración nazis, armando una clara analogía. En otra obra, Luis Pazos hizo un monumento al prisionero político desaparecido con tres chicos muy jóvenes que se tiraron al piso, al lado de tres lápidas. El domingo, una cuadrilla municipal destruyó las obras y se las llevó con destino desconocido. Esa intervención duró dos días pero da cuenta del tipo de riesgos que estaban dispuestos a asumir en esa confrontación con el oponente.
–¿Todas las obras tienen firmas? ¿El autor siempre es visible?
 –No. Muchas son colectivas y otras anónimas. Quizás no con un grado de radicalidad tan grande como pudo ser “El siluetazo” (realización masiva en Plaza de Mayo de siluetas de desaparecidos el 21 de septiembre de 1983) que durante mucho tiempo se olvidó su origen artístico. Porque esa iniciativa de tres artistas quedó totalmente olvidada respecto de la contundencia que alcanzó esa acción colectiva hecha por una multitud. Pero aquí también hay muchas iniciativas que son de carácter fuertemente colectivo, que firman como grupo y no como individuos. Más que anónimas, colectivas.
–¿De dónde viene la tradición de la firma colectiva?
 –Es una marca muy de época, es un modo de concebir la expresión artística y el hecho de plantear que cualquiera puede ser artista. De hecho el “Horno de Pan” de Víctor Grippo, comparte la autoría con Jorge Gamarra y A. Rossi, que era un obrero rural a quien ellos contactan para que les enseñe a hacer un horno de barro en una plaza. El saber ahí está, sobre todo, en el obrero que quedó completamente borrado de toda la historia del arte.
–Hablás de la idea de vanguardia como “puesta al día” ¿Esto señala un dinamismo permanente? 
–Hablo de la insistencia de esos movimientos de autodenominarse vanguardia algo que ya ocurría en los 50 y que , mirado desde afuera, está fuera de época. La expresión “puesta al día” proviene sobre todo de diferentes discusiones que hay por ejemplo en el libro de Luis Felipe Noé Antiestética donde surge esta idea de buscar una idea de una vanguardia nacional. Paco Urondo, en una discusión que hay de en un encuentro de artistas y escritores en Santa Fe, habla de vanguardia como “puesta al día”. Es muy fuerte la idea de que hacer arte de vanguardia es también tomar una posición política. En cambio, a partir de la invasión a Santo Domingo y la Guerra de Vietnam, y mucho más después de la muerte del Che en el 67, la radicalización política que empieza a cundir en amplias capas medias, incluyendo a artistas, hace que empiecen a pensar cómo, desde la expresión artística, pueden aportar al proceso revolucionario.
–¿Qué actitudes toman los artistas? 
–Hay un momento contundente muy claro cuando León Ferrari deja de hacer obra abstracta y empieza a hacer obra relativa a Vietnam, sobre todo “La civilización occidental y cristiana” y dice: “es lo que tengo que hacer y lo hago con las herramientas que tengo a mi alcance. Si yo lo que sé hacer es arte, por más que vos digas que esto es un panfleto, es el modo que tengo de manifestar mi posición ante lo que está pasando”. Es un momento muy fuerte ése, hacia mitad de la década, donde la articulación entre vanguardia y revolución empieza a ser muy distinta. Ya no es pensar la acción de vanguardia como revolucionaria, sino pensar de qué manera la vanguardia puede incidir en la revolución. Y lo que termina pasando luego, sobre todo después del Cordobazo, es otro momento: que desde la acción política se impugnan cada vez más otros modos de hacer política que no sean los modos convencionales, los más estandarizados. Hay una anécdota del Che Guevara que es muy ilustrativa. Se le acerca un poeta y le dice “Comandante, yo soy poeta. ¿Qué puedo hacer por la revolución?” y Guevara le contesta: “yo era médico”. Como diciendo, no importa lo que vos seas, no es lo que tenés que ser de ahora en más. Es una incitación también a un tipo de militancia para todos igual, que tiene que ver con el llamado a la acción, a tomar las armas, etcétera. Ya entonces se abandonan las posiciones de vanguardia y empieza a aparecer la idea de abandono del arte en pos de la política. Ya no se piensa el arte como un modo de hacer política.
–¿Y en el 73?
 –Ahí lo que aparece muy claramente es que el sujeto creador ya no es tanto el artista, el grupo de artistas o el colectivo de vanguardia, sino el pueblo. Hay una expectativa muy grande de que las nuevas formas creativas surjan de ese sujeto colectivo masivo llamado el pueblo. Eso es muy fuerte, tanto en el discurso de la izquierda peronista como también en relación a grupos vinculados al maoísmo. Es muy fuerte esa bisagra entre la idea del artista como vanguardia para pasar al pueblo como vanguardia creativa.
–¿Qué iniciativas se destacan? 
–Se produce el paso del arte a la gráfica. León Ferrari llevó a cabo el programa: “Malvenido Rockefeller” en el año 69 en el que cientos de artistas produjeron piezas gráficas para hacer afiches. Esto me parece muy interesante: cómo la poética de cada artista está atravesada por esas contingencias de las urgencias de la política. Le Parc organiza iniciativas artísticas políticas contra la tortura en América Latina, contra la Bienal de Sao Paulo, la dictadura brasileña, etcétera. Fue un articulador muy importante.
–“El problema es el viejo problema de mezclar arte con política”. ¿A qué contexto responde esa frase? 
–Esa frase de Ferrari tiene que ver con “La Civilización Occidental y Cristiana”, con la polémica que se desató a partir de esa obra en el 65: una bisagra dentro de su producción. Es un vector que atraviesa de ahí en más su producción hasta que muere y tiene que ver con la denuncia de la complicidad entre el capitalismo o el imperialismo y la Iglesia Católica. En ese momento él hace otras tres obras que denuncian los bombardeos en Vietnam y las manda a Premio Nacional Di Tella del 65. Es una historia muy conocida: Romero Brest le pide que retire la cruz y él define: “el camino político hubiese sido retirar la cruz y usar eso esperando que las cajas tengan algún tipo de efecto político, menor, amenguado, pero que lo tengan. Y el camino artístico hubiese sido retirar todas las obras y denunciar la falta de libertad de expresión o censura”. Y opta por el camino político: retira la cruz con tan buena suerte que ya se había enviado a imprimir el catálogo donde la cruz estaba fotografiada y, aunque no estuviera expuesta, toda la prensa habló de la cruz. Hubo una crítica muy lapidaria de Ernesto Ramallo, crítico de La Prensa, que tildó la obra de panfletaria. En ese contexto, León le responde con esa frase. Desde la revista Propósitos le dice que la cuestión de mezclar arte y política, su camino –más allá de si su obra era panfleto, sociología o política– era lo que tenía que hacer.
–El arte como “concientizador ideológico”.
 –Totalmente. El arte, dentro y fuera del circuito artístico, capaz de generar una resonancia como factor de conciencia o un dispositivo pedagógico.

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