23.9.14

Viajar al otro Stevenson

Se lanza Viajar, retrato olvidado del vagamundo

Aunque la imagen más conocida de Stevenson es la del viajero en Samoa, Viajar nos descubre al escocés que añoraba sus paisajes./elcultural.es

Hubo un tiempo, distinto a este, en el siglo XIX, en el que el hombre supo viajar. Fue antes de que el tsunami de la actualidad y las redes nos empujara a turistear, a apurar experiencias a ritmo de vértigo. Se viajaba como se vivía, para huir de uno mismo, para encontrarse o simplemente para gozar. De eso, de experiencias y de felicidad, rebosa Viajar (Páginas de Espuma), un libro, inédito en parte en España, que compila ensayos andariegos de Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Samoa, 1894). El Cultural ofrece hoy dos de esos ensayos viajeros inéditos, “Caminos” y “Apuntes en el bosque”, y traza su retrato: el de un vagamundo que no viajaba “para ir a alguna parte, sino por ir. Por el hecho de viajar. La cuestión es moverse”.

De Edimburgo a París, de Suiza a San Francisco, de Nueva York a los mares del Sur, la vida de Stevenson fue un viaje, a pesar de (o quizás por) estar seriamente enfermo desde la niñez. Y sin embargo, Viajar no es un libro sólo de viajes, sino sobre el viaje interior y el viaje de los sentidos, extasiados una mañana espléndida, en un bosque o frente al mar, tras un paseo demorado y feliz. Viajar nos descubre además a Stevenson como “a un escritor esforzado, un lector ávido, un observador de la naturaleza humana” en palabras de Amelia Pérez de Villar, traductora del volumen. Sí, el autor de La isla del tesoro se revela aquí como un hombre de buen trato, interesado por los de su especie y por el mundo que le rodea, “un hombre de acción y de reflexión, con enorme capacidad para atesorar recuerdos y para transmitir, con un estilo narrativo fluido, entretenido y sin estridencias, y para todos los públicos quienes no lo conozcan tanto. Y con una capacidad enorme para la desmitificación y el humor”.

Primeras vueltas del camino

A Edimburgo y sus gentes dedicó varios ensayos que no fueron bien recibidos por sus conciudadanos
Sabemos que su vida fue una contante aventura desde su nacimiento, el 13 de noviembre de 1850 en Edimburgo. Miembro de una familia acomodada, era hijo único de un ingeniero y constructor de faros. Su madre, Margaret, sufría frecuentes enfermedades respiratorias, que heredó el futuro novelista. Así, cuando comenzó a ir a la escuela en 1857, la salud le impedía participar más de dos horas diarias, y a las pocas semanas una bronquitis acabó con su asistencia a la escuela. En cambio, acompañó a su padre en numerosos viajes y desde 1867, pasaba el verano en una casa de campo de la familia, el Swanston Cottage, cerca de Edimburgo y a los pies del área montañosa de Pentland Hills. A Edimburgo y sus gentes dedicó varios ensayos, incluidos en este volumen, que no fueron bien recibidos por sus conciudadanos, al punto que el propio Stevenson confiesa en Viajar, con tanto asombro como regocijo, que no hay nada malo en sus acusaciones, y que no es culpa suya “si la ciudad requiere unos habitantes más adecuados”.

¿Y cómo era su ciudad natal, a la que desnudó en “Edimburgo, Notas pintorescas” (1878)? Apenas un pueblo grande, una ciudad atroz, con un clima “crudo y tormentoso en invierno, traicionero y desagradable en verano y un purgatorio metereológico en primavera”. Y dice más: que “aquellos que aman la caricia y las bendiciones del sol [...] no encontrarán lugar más inhóspito ni más agobiante para vivir” (p.140). Implacable, denuncia las desigualdades sociales de la ciudad, recuerda pasajes históricos y leyendas, o las aventuras de Deacon William Brodie, presidente del Gremio de Artesanos que por la noche era ladrón y en el que se basa el doctor Jekyll, el gran personaje stevensoniano.

El rapto de Europa

En 1875, los peores augurios de la infancia de Stevenson se confirmaron, y se le diagnósticó tuberculosis. Comenzó entonces un largo periplo de viajes por Europa, donde descubrió, por ejemplo, “la pasión por lo que hay más allá” o que la distancia puede ser como el futuro, “un enorme agujero que se abre en el crepúsculo que hay ante nuestro espíritu”(p. 19). Visitó Francia, Alemania y Suiza, y volcó lo vivido en artículos de Prensa y en sus primeros libros: Un viaje al continente y Apología de los ociosos, ambos de 1876. De Francia destaca, por ejemplo, la generosidad de las comunidades de artistas de Fointenebleu. Y la desconfianza de las gentes del valle del Loira ante los extraños. En “Epílogo a un Viaje al continente” (1888), otro de los textos de Viajar, Stevenson narra una anécdota personal tan angustiosa como divertida. El tiempo, recuerda, era fantástico, pero iba vestido de forma estrafalaria para la zona, estaba delgadísimo y con pinta de enfermo. Una vez más viajaba solo, a pesar de que difícilmente lograba cruzar fronteras o visitar un banco sin levantar sospechas. (En otra ocasión un cochero de Londres aseguró que parecía un ahogado que habían sacado del Támesis). Por eso, el primer campesino que conoció en su deambular malpensó que Stevenson (Arethusa en el relato) ocultaba en su mochila material pornográfico; otros sospecharon que era un espía y acabó en la gendarmería detenido, sin que nadie creyera que era sólo un viajero inglés. Afortunadamente, un amigo logró liberarlo...

Las últimas fronteras

Hizo también viajes por Europa, penosos, a diversos sanatorios de Suiza en distintas épocas
Hizo también otro tipo de viajes por Europa, penosos, a diversos sanatorios de Suiza en distintas épocas de su vida. Allí, como describe en “Salud y montañas” (1881), otro de los inéditos en español, disfrutó de un lugar “donde todo lo que no sea blanco es un solecismo que desafía el juicio del ojo, una escena de definición cegadora, un derroche de luz diurna de vulgaridad casi teatral, que cansa aún más que lo teatral y sin embargo es cordial, es saludable, recompone los nervios y arranca una sonrisa” (p. 47).

Europa significó para Stevenson, sin embargo, bastante más que el placer de viajar y la búsqueda de la salud. Europa fue el amor. En 1876, en Grez (cerca de Fointenebleu), conoció Fa-nny Osbourne, una estadounidense mayor que él, separada y madre de dos hijos y la pasión los enloqueció al punto de que cuando ella regresó a California para lograr el divorcio, él la siguió un año después.

El autor de El señor de Balantrae embarcó en un transatlántico rumbó a Nueva York, en un camarote de segunda que quedaba “en medio de los camarotes de tercera como un oasis modificado”, escribe en “El emigrante amateur” (1880). Tras las penalidades de la travesía -días y días de falta de aire, de sopa y bazofia con sal- Nueva York representó casi el paraíso. Desde el barco sentía “interés y asombro: luego cierta estupefacción, dada la actitud precavida de la gente y las historias macabras que circulaban allí. Cualquiera hubiera pensado que íbamos a desembarcar en una isla habitada por caníbales”, afirma en Viajar (pp. 405-415). A pesar de no tener dinero ni amigos, estimaba Estados Unidos como una especie de tierra prometida, “un país aún por hacer, lleno de posibilidades inciertas y creado, como una nueva Eva, de la costilla de una tierra antigua”. Un lugar aún más atractivo para el hijo de un Imperio en declive, que deseaba empezar de nuevo sin limitaciones. Y era feliz, prefiriendo tener un poco de pan antes que “un trozo de buey engordado en una sociedad respetable y encorsetada”.

El encanto de Robinson

Llegó a admirar cómo los trabajadores participan "del encanto aventurero de Robinson Crusoe"
Stevenson pasó muy poco tiempo en Nueva York, que le recordaba vagamente a Liverpool, y siguió su aventura en tren hasta Monterrey (California), donde se reencontró con Fanny. Pero como su amante no tenía aún el divorcio, Stevenson se refugió en un bosque de los alrededores y cayó enfermo, hasta pasar pasa dos días enfebrecido y a su suerte. Un viejo pionero le socorrió y llegó a admirar cómo los trabajadores participan “del encanto aventurero de Robinson Crusoe, pues cada uno de sus pasos es crítico y la vida se le presenta como algo desnudo e indefenso”.

En San Francisco pasará jornadas agónicas, rozando la miseria y sufre de pleuresía, hasta que en mayo de 1880 se casó con Fanny, que se convertía así en enfermera, amante, madre y carcelera. Ese verano volvieron a Escocia, donde sus padres aceptaron la relación. Pasaron los siete años siguientes peregrinando por Europa, buscando salud e inspiración. Así, en 1883 cosechó el mayor éxito de su vida al publicar La isla del tesoro, el libro que imaginó dos años antes, mientras dibujaba con su hijastro una isla. Son años de gran creatividad, en los que publica El ladrón de cadáveres (1884); Las aventuras de David Balfour y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (ambas de 1886). ·Era feliz. Jamás había buscado “riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda; todo lo que pido es el cielo sobre mí y un camino a mis pies”. Y todo los tenía (amor, éxito), todo menos salud.

Por eso, tras la muerte de su padre en 1887, con el dinero de la herencia viaja con Fanny y los niños a un sanatorio de Colorado, para cumplir después su sueño: conocer los mares del Sur a bordo de su propia goleta, “Casco”. Serán seis meses de travesía por las islas Marquesas, el atolón de Fakarava, Tahití y Honolulu. Borracho de amor por esas tierras, se embarcarán en el “Equator”, un barco que comercia con copra. Mientras, vió la luz otra de sus grandes obras, El Señor de Ballantrae (1889) y en diciembre desembarcó en Samoa, donde conquistó el aprecio de los nativos, que le llamaron Tusitala (el que cuenta historias). Allí tejió su hogar, sin dejar de añorar su Edimburgo natal, y allí morirá en 1894, por una hemorragia cerebral. En su epitafio se puede leer: “aquí yace donde quiso yacer;/ de vuelta del mar está el marinero,/ de vuelta del monte está el cazador”. Puede sorprender al lector que en Viajar no aparezcan ensayos sobre los mares del Sur, pero es una ausencia voluntaria. Los responsables de la edición quieren obviar al Stevenson tópico, porque, como explica la traductora Pérez de Villar, “cualquiera que conozca algo su vida sabe que se fue a vivir a los Mares del Sur. Su imagen es la de Vailima, vestido de blanco y con guirnaldas de flores, al sol. Pero era muy escocés, muy amante de sus paisajes, añoraba la lluvia y veneraba a Burns, el bardo nacional”.

Secretos de vagamundo

Evitaba las jornadas maratonianas, y jamás se tomaba el camino como una obligación
Si, como decía Pessoa, los viajes son los viajeros, y lo que vemos no es “sino lo que somos”, pocos se retratan mejor que Stevenson el vagamundo, en Viajar. El volumen nos descubre que evitaba las jornadas maratonianas,y que jamás se tomaba el camino como una obligación, porque sentía que hay quien llega más lejos y más veloz “pero viaja peor”. Adoraba aprender día a día algo nuevo y paladeaba cada instante “como un bocado exquisito”, sin pensar sino en el paisaje, “tan variado y ameno que le permite mantener la mente siempre ocupada”. Conocía la canción del mar, pero los bosques le subyugaban y hallaba en el viento una fuente de placer aunque sólo fuese por el gozo de encontrar “de súbito un refugio”. No le importaba viajar en tren, pero el paisaje se le hacía cómplice al caminar, paseando a ritmo constante, “sin carreras que distraen e irritan la mente”, en soledad “porque su esencia es la libertad” y uno tiene que avanzar a su propio paso para gozar.

En las casi 500 páginas de Volver encontramos a un Stevenson total, escritor de viajes y sobre el viajar, siempre a través de textos cuya lectura puede ser independiente. Se han descartados libros completos como An inland voyage o Travels with a Donkey, teniendo en cuenta los que él ordenó para una posible edición de Essays of Travel, pero también los que no vieron la luz hasta la póstuma Edinburgh Edition de sus obras. Poco antes de morir, Stevenson confesó a un amigo que en sus últimos 15 años no había conocido un día de salud, y que había escrito enfermo. Pero sabía el secreto: “Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir”.

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