13.10.14

El retrato escrito de una barbarie

Un libro necesario para entender la guerra colombiana, documentado por una periodista de tiempo completo
María Teresa Ronderos, autora del libro Guerras recicladas./elespectador.com,eltiempo.com
En la imagen del 2004, paramilitares del límite entre Meta y Casanare, pertenecientes al Bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc)./eltiempo.com
Guerras recicladas, portada.

María Teresa Ronderos ha escrito el libro definitivo sobre la historia y la naturaleza de la enorme oleada de paramilitarismo que sacudió al país entre finales de los años setenta y 2006. Con el fin de entender lo importante que resulta el tema, permítanme enmarcarlo dentro de una interpretación más amplia de la economía política del país.

Colombia es un país paradójico. Habiendo hecho parte, supuestamente, de la primera camada de democracias, y consiguiendo, aunque brevemente, el sufragio universal masculino en la década de 1850, ha vivido una larga historia de democracia y de solidez y estabilidad institucionales poco común en América Latina. En ningún otro país latinoamericano, por ejemplo, habría podido evitarse que el presidente Álvaro Uribe consolidara su poder personal, durante su presidencia entre 2002 y 2010, por medio del sistema de frenos y contrapesos.

Sin embargo, durante los últimos cincuenta años (o bien setenta, según como se cuente), Colombia también ha tenido una guerra civil constante, ha sido la capital mundial del asesinato y se convirtió en la sede de la industria internacional de la droga. También es un país en que el ejército puede asesinar a quizás 3.000 ciudadanos a cambio de aumentos y vacaciones (el escándalo de los llamados ‘falsos positivos’) sin que el ministro de Defensa sienta la necesidad de renunciar.

Existen por lo menos tres interpretaciones sobre la coexistencia de lo funcional y lo disfuncional en Colombia.

La primera, la “lectura conservadora”, sostiene que Colombia es básicamente un país exitoso en circunstancias difíciles y con mala suerte. Tales circunstancias difíciles son las montañas y las selvas de una difícil topografía, junto con una población descentralizada en un archipiélago de ciudades que son intrínsecamente difíciles de gravar y gobernar.

La mala suerte incluye grupos guerrilleros inusualmente persistentes (mala suerte en comparación con Perú, Venezuela, etc.) y la ambición, la crueldad y el ingenio de Pablo Escobar, que llevaron al apogeo de la industria de la droga y a una cultura del asesinato (¡le habría podido pasar a cualquiera!).

Las circunstancias difíciles y la mala suerte también han interactuado: la geografía les ayuda a las guerrillas a preservarse, y los problemas al gobernar el país dificultan el incremento de impuestos para combatirlas. Esta es la causa tanto de los niveles de violencia reciente –históricamente anómalos, en teoría– como de la incapacidad de exterminar la industria de la droga.

A la segunda la llamo la “lectura de la modernización radical/bloqueada, según la cual Colombia no es un país exitoso debido a que su transición hacia una sociedad moderna se vio bloqueada por el yugo de los dos partidos políticos tradicionales y oligárquicos hasta 2012.

Durante años, estos partidos han usado estrategias varias, como la manipulación de instituciones electorales y la violencia contra los opositores, como por ejemplo el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y el de Jaime Pardo Leal en 1987, para truncar el surgimiento de la política moderna, sobre todo el de los partidos de izquierda y social democráticos.

Esta lectura trata por encima los buenos resultados que la primera ve como triunfos, tales como la democracia colombiana, arguyendo que esta es de una sorprendente baja calidad. También la violencia se usó para oponerse a la construcción del Estado, en particular por parte de los conservadores en la década del cuarenta como respuesta a los intentos de Alfonso López Pumarejo y los liberales de construir instituciones estatales modernas.

Sin un Estado moderno y sin partidos de izquierda no hubo recaudación de impuestos ni redistribución, y en cambio la desigualdad persistió y se intensificó, y de ahí las guerrillas y la violencia. La decisión de la izquierda de darse al combate armado creó un círculo vicioso que hizo aún más difícil la creación de una política de izquierda (por ejemplo, la masacre de la Unión Patriótica en la década de los ochenta).

Según esta lectura, los paramilitares que surgieron a partir de finales de los setenta y en adelante son solo la encarnación más reciente de la violenta reacción conservadora, que en este caso incluyó el asesinato de los candidatos de izquierda Carlos Pizarro Leongómez y Bernardo Jaramillo Ossa.

Las dos lecturas tienen elementos de verdad y también muchos problemas. La geografía no puede explicar los problemas de Colombia. Los Estados Unidos construyeron un Estado funcional en el siglo XIX con una base fiscal baja y en circunstancias geográficas mucho más difíciles. Bolivia, Perú y Ecuador tienen la misma cantidad de selvas y montañas.

La geografía no puede explicar por qué el Estado colombiano no puede construir una carretera decente entre Bogotá y Medellín y, curiosamente, como bien lo muestra el libro de María Teresa, muchos de los problemas de Colombia ocurren en las zonas planas del país.

Por otra parte, los problemas de Colombia no se les pueden endilgar a Pablo Escobar y al auge de la industria de la droga. Esto se debe a que mientras los venezolanos descubrieron petróleo bajo el lago de Maracaibo, los colombianos no descubrieron las drogas en la Sabana de Bogotá, sino que fueron y las trajeron de Bolivia y de Perú.

Los colombianos “eligieron” participar en la industria de la droga porque ya vivían en un país con las características institucionales adecuadas para el florecimiento de dicha industria, a saber, instituciones estatales que no ejecutaban las leyes y que carecían de autoridad en grandes zonas del territorio. El país tiene también una larga historia de contrabando, la industria en la que Escobar empezó su carrera.

La lectura de la modernización radical/bloqueada tampoco es muy convincente. Primero, Colombia no es el único país de América Latina en el que sobreviven los partidos políticos tradicionales, pues también lo han hecho Uruguay y Honduras sin que ahí se hayan visto los mismos violentos resultados.

Segundo, en toda América Latina hay gran desigualdad y poca redistribución, y el resultado no ha sido el mismo que en Colombia.

Tercero, creo que es una lectura equivocada porque establece una falsa analogía con la historia y la identidad política europeas que no viene al caso en América Latina.

La idea de que la hipótesis contrafáctica correcta en Colombia sea modernización con surgimiento de políticas socialdemócratas o de izquierda no me parece plausible. En efecto, una de las cosas que muestra el libro es la complejidad de las identidades políticas en la Colombia rural, las cuales de ninguna manera se corresponden con esta lectura.

Por último, como bien lo muestra este brillante libro, es erróneo pensar el paramilitarismo colombiano como la herramienta de élites políticas tradicionales empecinadas en eliminar a sus opositores políticos, aunque sin duda hubo parte de esto. El paramilitarismo fue un fenómeno mucho más complejo, a veces cooperando con élites tradiciones, a veces instaurado por ellas, pero autónomo en muchos sentidos.

De hecho, el libro sugiere una tercera forma de mirar a Colombia que en mi opinión se acerca mucho más a la evidencia, y permítanme llamarla la “lectura de la sociedad dual”.

Colombia tiene una tradición de solidez democrática e institucional paralela a la guerra civil y al negocio de la droga debido a la manera particular como el Estado colombiano se formó históricamente y se relacionó con su territorio y sus ciudadanos.

Las élites nacionales en Bogotá jamás se propusieron controlar o regular vastas zonas del país, y en cambio delegaron dicha tarea a las élites locales, a cambio de votos en las elecciones.

Esto generó una particular articulación geográfica del Estado, de los servicios estatales y del desarrollo. Hay un centro del país donde el Estado está más presente, las leyes y normas mejor ejecutadas y en el que hay menos pobreza; y hay una gran periferia en la que ocurre todo lo contrario.

Tal periferia incluye la costa Caribe, los Llanos Orientales, el litoral Pacífico y las selvas y montañas del sur.

La solidez institucional de Colombia se da en el centro. Si hay que hacer algo en Bogotá por medio de la Corte Constitucional o el Banco de la República, entonces puede funcionar. Si es necesario hacerlo en la periferia, como la reforma agraria, no funcionará.

Parte de la clave para entender cómo lo funcional y lo disfuncional coexisten está en entender que los dos están espacialmente diferenciados. Que lo disfuncional esté en la periferia significa que el dolor y el caos que genera se concentran a gran distancia de las élites nacionales.

Colombia, por lo tanto, carece de un Estado moderno. Tiene una capacidad muy reducida de elevar los impuestos. Hoy, el impuesto a la renta es el 1 % del PIB, y los impuestos son tan regresivos que mientras el 10 % más pobre de la población paga el 4,5 % de su renta en impuestos, el 10 % más rico paga el 2,8 %.

Colombia tiene una administración estatal desburocratizada que, en comparación con su población, es la más pequeña de cualquier país de América Latina, y no tiene, ni jamás ha tenido, el monopolio de la violencia. Por lo tanto, especialmente en la periferia, florecen los actores armados no estatales. Estos incluyen a las guerrillas de izquierda, los narcotraficantes y, el centro de este libro, los grupos paramilitares.

La arquitectura del Estado colombiano asoma claramente en el capítulo 5, en el que María Teresa delinea el surgimiento del paramilitarismo en el litoral Pacífico de Nariño, las llanuras caribeñas del Cesar y la región del Catatumbo en la frontera con Venezuela, todas ellas partes de la Colombia periférica. Lo mismo vale para el cuadro que se pinta en el capítulo 3 sobre los orígenes de los tres hermanos Castaño, el Alemán y Don Mario, quienes crecieron en Amalfi, una región periférica en el noreste antioqueño.

En estos sitios, el paramilitarismo floreció porque prácticamente no había un Estado que lo detuviera. El poco que había negociaba e incluso colaboraba con él, y era fácilmente penetrable.

El paramilitarismo surgió gracias a que en el vacío de autoridad de la periferia colombiana, siempre ha habido oportunidad e incentivo de organizarse y usar la violencia para dominar y adquirir riqueza.

En el fragor de la parapolítica, en el año 2007, que fue la cresta del escándalo, María Teresa Ronderos asumió la dirección de la versión digital de la revista Semana. Cuando empezaron a divulgarse las confesiones de los jefes de las autodefensas y las pesquisas de fiscales y magistrados, creó, junto con un equipo de periodistas, el portal Verdadabierta.com, para contextualizar esa transcendental información. Esa fue la semilla de su libro Guerras recicladas, que ahora sintetiza cómo y por qué el paramilitarismo lleva cuatro décadas redescubriéndose en las entrañas de un país agobiado por la violencia.
El modelo para armar de las pioneras autodefensas de Puerto Boyacá en los años 80. Las lecciones de terrorismo y tráfico de armas de los mercenarios extranjeros que sirvieron por igual a autodefensas y mafiosos. La casa Castaño, desde sus orígenes en Amalfi o Segovia hasta su expansión criminal a lo largo y ancho del país. Los que siguen matando después de que sus jefes quedaron presos, se asesinaron o fueron extraditados. El capítulo de los resistentes que no aceptaron destino de sometidos e impidieron los paraestados, incluso entregando sus vidas. La larga historia de una barbarie y su tejido social, internacional, ideológico y económico.
Un libro para entender cómo fue posible que en medio de la guerra entre el Estado y la insurgencia, Colombia dejara crecer también este entramado criminal con veladas extensiones hasta el poder político. Un recorrido por las guerras recicladas de un país en el que sus víctimas ahora cuentan lo que sufrieron en silencio. La documentada visión de una periodista que ha dedicado su vida profesional a entender los escenarios críticos del país, para convertirlos en materia prima de sus investigaciones, de su trabajo académico o de sus recurrentes iniciativas en defensa de la libertad de expresión.
El periodismo como su razón de vida. Desde que estudiaba ciencias políticas en la Universidad de los Andes, en Bogotá, y reflexionaba sobre una sociedad avanzando sin términos medios hacia una confrontación sin límites, o desde los tiempos en que se fue a armar familia a Buenos Aires y con gente de su generación, pero argentina, asimiló el significado de abandonar la horrible noche de la dictadura y regresar a la democracia. Días de corresponsal para varios medios, asimilando también los conflictos políticos de Chile, Paraguay, Uruguay, el sur del continente y su transición por los derechos.
En 1988 regresó a Colombia para trabajar en dos frentes. El desarrollo de proyectos y el periodismo de tiempo completo. Escribió para Unicef y se vinculó al programa de investigación en televisión Testimonio, que obró como su polo a tierra para asumir el difícil momento que vivía el país. El narcoterrorismo causando zozobra con magnicidios y carros bombas, los paramilitares mostrando su rostro a través de masacres, las guerrillas creciendo en secuestros y ataques a pueblos. En 1992 entró a oficiar como editora política del diario El Tiempo, donde afrontó otro capítulo clave del país.
Los ecos de la Constituyente, la cárcel de la Catedral o la segunda oleada narcoterrorista de Pablo Escobar hasta su muerte, al tiempo que Colombia vivía el fracaso del proceso de paz entre el gobierno Gaviria y las guerrillas en Caracas y Tlaxcala. Idónea experiencia de edición periodística para pensar en proyectos independientes. Primero con unos amigos a través de una hoja que en internet llegó a llamarse La Página 13; después con Buenos Días Colombia, cuando la televisión informativa empezó a madrugar, y en 1996 en los orígenes de la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip).
Después pasó por El Espectador y La Nota Económica , hasta que ingresó a la revista Semana, donde ejerció como editora general entre 2000 y 2005. Con intervalos de estudio en Estados Unidos y activo liderazgo en procesos alternos de organizaciones sociales y periodísticas, pronto llegaron los reconocimientos. En 2007 recibió el premio María Moors Cabot a su carrera periodística. Después fueron el Lorenzo Natali de la Unión Europea y el Rey de España. En ese momento, María Teresa Ronderos ya estaba inmersa en los nuevos desafíos de la comunicación contemporánea: la era digital.
De ese ejercicio diario de reinventarse en los caminos del periodismo, nace ahora su tercer libro Guerras recicladas. Lo que entendió desde el portal VerdadAbierta.com, desentrañando a diario las verdades ocultas del paramilitarismo. Ahora vive en Londres, donde dirige el programa de Periodismo Independiente de la Open Society Foundation, pero mantiene sus lazos de siempre con Colombia. El consejo rector de la Fundación García Márquez para un Nuevo Periodismo, el directivo de la Fundación para la Libertad de Prensa, y, por supuesto, sus colegas, que aprenden de su vida dedicada al oficio.

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