21.1.15

El precio de la libertad de expresión

 Relatamos los hitos de una lucha histórica, con episodios trágicos que anticiparon el de Charlie Hebdo
Portada de Culturals./lavanguardia.com

La libertad de expresión es un viejo anhelo de la humanidad, convertido hoy en uno de los principales valores de la sociedad democrática. Desde hace veinticinco siglos, la dignidad personal está ligada a la capacidad de reflexionar en voz alta sobre los límites de la conducta de los gobernantes, de dirimir el contenido de las doctrinas religiosas o de denunciar el recurso a la fuerza o la venalidad. La capacidad de pensar y la posibilidad de expresar lo pensando son la gran novela del ser humano.

La libertad de expresión es además el resultado de una filosofía de la naturaleza, una antropología y una lógica, como supieron ver las grandes figuras de la Ilustración, desde Voltaire a Tocqueville. Porque, al cabo, se trata de una sabiduría social que evita el recurso a la fuerza y la caída en la barbarie; defenderla significa convertir en virtud un estilo de razonamiento que se resiste a emitir un juicio sobre el destino de los demás en nombre de un futuro perfecto, social o religioso. Por eso frente a la recriminación de los integristas, los totalitarios, los terroristas, la libertad de expresión no es una moralina del capitalismo maduro sino un arte de la convivencia basado en un compromiso intelectual con los autores que la han defendido en los últimos veinticinco siglos.

Veamos a diez grandes figuras que la defendieron con convicción dado que su estilo de vida hunde sus raíces en una crítica de las falacias de contenido religioso de las que ellos, y unos millones de víctimas más, fueron presa.

1 SÓCRATES. La figura de Sócrates resulta familiar. Sus ideas se consideran una aproximación a la verdad basada en la libertad de decir lo que se piensa y la flexibilidad para someterlo a debate. La primacía de la educación sobre el hecho religioso descansó sobre sólidos cimientos conceptuales, que, al cabo, son su mayor legado. Sócrates no fue un subversivo ni un amable maestro consagrado a moldear el espíritu de los jóvenes: fue un filósofo analítico y prescriptivo, capaz de convertir una idea en un comentario político; un adalid del derecho a expresarse libremente sobre los temas más comprometidos, los religiosos, que al cabo fueron los que le llevaron ante el tribunal popular. Sócrates, icono de la libertad y teórico del diálogo ante la tesitura de expresar lo que piensa o de callar. Al final del primer camino le esperaba la cicuta, ya que no iba a resultar fácil pensar en la sociedad griega como un conjunto de problemas seculares. Si había un cargo contra él, no era el significado de sus palabras, sino más bien sus propósitos. Sócrates descubre que los hombres necesitan unos fundamentos realistas para la acción moral, y advierte que si los tienen es porque son incapaces de ponerse de acuerdo sobre cuáles deberían ser esos fundamentos. No cuentan con una base para esos cimientos, fuera de la noción de Dios, y sin ellos no pueden fundamentar ninguna acción política. Esa idea pareció blasfema a sus jueces, y por eso le condenaron, y por eso murió.

2 HIPATIA. Es conocido el papel que jugó el legado socrático en la vida de Hipatia mientras defendía el derecho a expresar sus ideas en público. Desde luego, ese esfuerzo se realizó en medio de la espiral de violencia que sacudió la ciudad de Alejandría en el siglo IV d. C. Ella era una figura relevante en la búsqueda de puentes entre el paganismo y el cristianismo. Precisamente por ese compromiso, la turba le increpaba a menudo en las calles hasta que un día pasó a la acción y la asesinó. Las investigaciones trataron de dirimir las razones de tan deleznable suceso. Hipatia había sido víctima del fanatismo religioso, se concluyó, aunque hubo quienes apuntaron algo más perverso, la responsabilidad había que buscarla en el ambiente emponzoñado de la ciudad, a la que ella había contribuido con sus charlas. La víctima como culpable. Es propio de los casos donde la casuística sustituye a los argumentos. La paradoja es que el recuerdo del suceso se vincula a la responsabilidad directa del patriarca Cirilo y sus esbirros de túnica negra, los fanáticos que trocearon el cuerpo de tan distinguida profesora. La respuesta del fanatismo ante el derecho de una mujer de expresar sus ideas en público fue un asesinato.

3 PEDRO ABELARDO. El yo como sujeto activo del derecho a exponer ideas en público tomó forma a comienzos del siglo XII en París, en la escuela del maestro Pedro Abelardo. Su enseñanza se convirtió en el signo de los modernos frente a los antiguos, de los que consideraban necesaria la lectura crítica de los textos sagrados y los que lanzaban anatemas al respecto, de los que creían que la enseñanza debía extenderse al otro sexo, como el maestro propone educando a Eloísa, de los que consideraban que las mujeres sólo debían llevar velo. Allí donde el dogma afirma la certeza del valle de lágrimas, Abelardo ve el extenuante esfuerzo por entender el juego humano. El ataque a su defensa de la libertad de pensar y de expresar sus ideas se dirigió hacia su propio cuerpo; fue emasculado por los esbirros del canónigo con el pretexto de haber seducida a su alumna. Sin embargo, ese gesto ignominioso hacia él condujo a una reafirmación de sus ideas en una carta donde narraba la "historia de mis calamidades" como razón del esfuerzo por defender un modelo de vida tolerante y crítico. Gracias a esa carta, Abelardo encontró consuelo en Eloísa, que pensaba en los viejos tiempos desde su refugio en el monasterio parisino de Paracleto. La correspondencia entre ambos constituye uno de los documentos más bellos de la Edad Media europea, un hombre y una mujer defendiendo al unísono el derecho a expresar en público sus sentimientos. La reacción de los dogmáticos no se hizo esperar; empujaron a Abelardo a un sínodo para debatir sus ideas aunque se trataba de una trampa para ser juzgado de acuerdo con el dogma. Y el resultado fue la condena a que dejase de hablar en público; se le perdonó la vida a cambio de su silencio. Sin embargo, algunos monjes se pusieron de su lado, comprendieron el valor de su testimonio, censuraron a sus antagonistas y permitieron que al final de sus días Abelardo supiera que su sacrificio había servido para dar un paso adelante en la conciliación, es decir, en el respeto de la opinión ajena. Se convirtió en un referente cultural durante siglos.

4 LORENZO VALLA. La libertad de expresión es también el derecho a estudiar textos considerados intocables. Un paso en esa línea lo dieron los humanistas durante el Renacimiento del siglo XV en Italia. Por ejemplo, Lorenzo Valla investigó la Donación Constantiniana, documento que contenía la donación de los Estados Pontificios por el emperador Constantino el Grande. Una investigación así requería coraje a la vez que destreza. Es un conflicto entre doctrina y estudio, y que en pocos años los cristianos seguidores de Lutero considerarían un asunto de conciencia: por un lado la verdad histórica exigía una depuración de las fuentes de información; por otro, la gravedad de sostener un patrimonio en un documento falso señalaba la posibilidad de una institución con pies de barro. Valla escribió con respeto y pundonor sobre este asunto. La crítica textual ofrecía una lección de rigor analítico y se convirtió en un elemento clave en la educación humanística, la que le abrió camino a personalidades como Erasmo o Montaigne. Cuando la legitimidad no está bien asegurada hay que evitar la difusión de ideas contrarias al poder, un camino que corre en paralelo al halago y el culto a la personalidad de los líderes. Se atenta por tanto a la libertad de expresión; ya que de nada hubiera servido que Valla descubriera la falsedad de la Donación de Constantino si nunca se hubiera publicado el resultado de sus investigaciones. Únicamente un sistema opresor es capaz de llevar a cabo esa tarea; mediante la calumnia, el descrédito, la censura o, en los casos extremos, la muerte.

5 GALILEO. Si ignoramos el juicio a Galileo es difícil entender el precio que la sociedad europea pagó por la libertad de expresión. Tras una larga vida dedicada al estudio de la ciencia, se entregó a la tarea, que tanto suscitó la animadversión de los representantes de la Iglesia, de demostrar a través de las matemáticas la teoría heliocéntrica de Copérnico, según la cual la Tierra se mueve en torno al Sol, y no a la inversa. Nunca se dio aires de importancia, aunque en privado se burlaba de las convicciones religiosas de algunos de sus amigos, incluido el papa Urbano VIII. Galileo, como antes había hecho Giordano Bruno, que por esas ideas terminó en la hoguera, pensaba que era un error involucrar a Dios en las cuestiones de la física y de las matemáticas. Nada gustaba más que permanecer horas observando desde el recién inventado telescopio el movimiento de los astros, en especial los cuatro satélites de Júpiter. A diferencia de lo que sucedía con el otro gran astrónomo de la época, Johannes Kepler, Galileo piensa en todo momento como un humanista, libre de prejuicios, a quien sin embargo le gustaba estar rodeado de la alta sociedad a la que halaga construyéndole telescopios. Por último, era un escritor de éxito en los ámbitos de la astronomía, la física y la matemática, ya que para él el verdadero saber es un saber difundido. De este modo muestra a sus lectores, con cierta indiscreción, aquello que desean conocer; a tal fin en 1610 publica el libro El mensaje de las estrellas sin temor a la reacción del dogma, aunque recibió una dura recriminación por parte del cardenal Bellarmino, el mismo que envió a la hoguera a Bruno. Una forma de intimidación. Si hubiera estado menos seguro de su compromiso con la verdad, Galileo no habría continuado por este camino que dio origen a su libro clave, Diálogo sobre los dos grandes sistemas. Con su publicación, la inquisición se puso en marcha. Y comenzó el juicio, sin importar la fama del acusado ni el escándalo que iba a producir aquel ataque a la libertad de expresión. Galileo fue groseramente humillado, obligándole a retractarse de sus ideas en público, postrado de rodillas ante sus acusadores en el templo de Santa María sopra Minerva de Roma. No se le envíó a la hoguera, sino que se le perdonó la vida a cambio de mantener silencio durante el resto de sus días, que pasó bajo arresto domiciliario.

6 QUEVEDO. Sacra Católica, real Majestad es un encantador memorial escrito por Quevedo en 1639 que apareció bajo la servilleta de Felipe IV. En él describe a los cortesanos como mirones que observaban la deriva de la política del conde-duque de Olivares a través de una situación muelle, sin tener que soportarla en sus carnes. De este modo, el derecho a expresarse libremente pasaba por ser la principal virtud del escritor con conciencia de sus acciones. Desde esa responsabilidad no dudó en argumentar sobre los costes y beneficios de la acción de gobierno que estaban conduciendo al Imperio de los Habsburgo a una situación imposible; de hecho, unos años después tendrá lugar la rebelión en Catalunya y Portugal. Como respuesta a sus críticas, Quevedo fue conducido a una fría habitación en el Convento de San Marcos de León. Con esta decisión, la monarquía se acercó peligrosamente a la tiranía. Una vez más la forma que tiene la historia de alumbrar una decisión política, asignando un significado a hechos de otro modo imperdonables e inexplicables. Si el conde-duque empleó semejante procedimiento es porque creía que la libertad de expresión refutaba el poder absoluto del monarca. Quevedo pensaba lo contrario: su memorial es una invitación a la clemencia del rey, al deber que tiene de no recrearse en el castigo ante la opinión contraria. La razón es sencilla: antes de la aparición del estado de derecho, el límite a la arbitrariedad del poder es la posibilidad de ejercer la crítica sobre él. En eso Quevedo es un pionero: las palabras honestidad y sinceridad en 1630 estaban tan llenas de sentido para él como lo están para nosotros las palabras democracia y derechos humanos.

7 THOMAS B. MACAULAY. El modelo moderno de control del poder se realizó desde una galería del parlamento londinense donde se situaban los reporteros de los periódicos desde la década de 1820. Uno de los más distinguidos fue Thomas Babington Macaulay que, al calificarlos con expresión que hizo historia, el cuarto poder, consideró que el derecho ciudadano a la información pasaba por la libertad de expresión. Cuando el periodismo busca para sí mismo el tacto que darle a los hechos narrados, este consiste en remitir la política a una relación entre conciencias éticas libres, a una actitud moral hacia los gobernados. Los cronistas parlamentarios tienen como objetivo evitar que la clase política engañe a los ciudadanos, insistiendo en su derecho a estar informados. Como se lee en un editorial de Spectator de 1828: "Los hombres que no se desayunan leyendo un periódico, son los poco informados", la información es la base de la democracia y esta no es posible sin libertad de expresión.

8 ZOLA. Esa norma educativa de la democracia se manifestó en un escándalo que salpicó Francia, conocido como el affaire Dreyfus. Empezó en París con unos rumores trufados de calumnias sobre el supuesto espionaje a favor de los alemanes del capitán Dreyfus. Su condición de judío ayudó en el crédito que se le dio a las habladurías, revelando el antisemitismo latente de la Tercera República. A continuación se pasó de las palabras a los escritos, y se agravaron las acusaciones, provocando un error judicial. A dicha campaña de descrédito replicó Zola en un polémico artículo en primera página del diario Aurore titulado "Yo acuso"; la situación del caso se agravó debido a que ahora la opinión pública estaba dividida en dos bandos. Dreyfus tenía partidarios entusiastas y combativos en todas las clases de la sociedad francesa, entre los más cultos y los miembros de la intelectualidad, pero también entre la gente sencilla, mientras que los adversarios reclamaron lo mismo, la libertad de expresar lo que pensaban de todo ese asunto. En definitiva fue un caso de verdad y mentiras que abrió una nueva era.

9 L. KOLAKOWSKI. En el siglo XX, el simple hecho de que existiera una visión oficial, totalitaria, del mundo, hacía que cualquier otra visión se convirtiera en disidencia: quienes recuerdan ese siglo ratifican que incluso la erudición era sospechosa. Es el caso del filósofo polaco Lesket Kolakowski, autor de Las principales corrientes del marxismo, denunciado ante la policía por haber publicado un libro donde expresaba el deseo de ver el final del invierno político confiando en la desaparición de la tiranía de su país. Es una narración de ideas donde aparecen los dramas de conciencia de un hombre que confió en el marxismo como motor de un cambio pero que se torció en medio del camino. Cuando un hombre como él fue acusado de lesa majestad, eran sus colegas, constituidos como tribunal, quienes le condenaban al silencio. ¿Qué hacer? Salir de un país donde sólo el servilismo hacia el poder permitía hacer una buena carrera. Cuando uno se enfrenta, como le sucedió a Kolakowski, al bloqueo de la libertad de expresión, ocurre que el límite de la política se opone a un imperativo puramente moral; por ejemplo el recurso a la tortura en el mundo contemporáneo.

10 AUNG SAN SUU KYI. Desde 1989, la libertad de expresión es concebida como un reconocimiento de los valores de Occidente lejos de su geografía: es el ejemplar testimonio de la dirigente birmana Suu Kyi, firme en su encierro domiciliario, que convirtió la vida en una lucha por la dignidad, una mujer célebre (premio Nobel de la Paz), inteligente y apreciada, capaz de liderar una férrea oposición a la dictadura que rige su país. Ese desafío la convirtió en un icono del universalista coherente que es el sentido que cualquier intelectual de nuestros días quiere dar a la vida. Los principios éticos que sostienen su vida son reales, y son atractivos porque la gente los encuentra aceptables y, en todo caso, son los más aptos para un mundo como el actual que apuesta más por una ética práctica que por una moral teórica.

En suma, en los últimos veinticinco siglos, el ataque a la libertad de expresión se ha hecho de forma gradual, y básicamente al por menor. Hoy se hace al por mayor y de forma universal. El totalitarismo avanza en el siglo XXI; aniquila la crítica a la vez que niega los propósitos de la sociedad abierta. Censura al disidente, incluso ordena asesinarlo.

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