18.2.15

Pron: "Actuar en el lenguaje es hacerlo en la realidad"

Este es Patricio Pron quien atesora a sus espaldas una extraordinaria producción narrativa que tuvo sus inicios en el género del relato, que sin embargo el autor nunca ha abandonado, y que prosiguió con el género novelesco, a través de novelas
Patricio Pron, escritor argentino, afincado en España./ Javier de Agustin./revistadeletras.net
Nacido en Rosario, doctor en Filología Románica por la Universidad Georgia Augusta de Göttingen, periodista y sobre todo uno de los narradores de referencia en las actuales letras en castellano (Granta lo seleccionó en el 2010 como uno de los veinte autores jóvenes de referencia en castellano). Este es Patricio Pron quien atesora a sus espaldas una extraordinaria producción narrativa que tuvo sus inicios en el género del relato, que sin embargo el autor nunca ha abandonado, y que prosiguió con el género novelesco, a través de novelas como El comienzo de la Primavera o El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (ambas publicadas en Mondadori). En el 2014 publicó su ensayo El libro tachado a la vez que reeditaba, en una versión corregida y con nuevo título –Nosotros caminaremos en sueños-, su novela La puta mierda, una narración del absurdo acerca de la guerra de las Maldivas.
Decía Borges que los escritores argentinos “debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentino”. Me parece que estas palabras te definen como autor.
Yo también lo creo. En cualquier caso, definen bien el tipo de literatura argentina que me interesa y en el que me gustaría que se inscribiesen mis libros. Al menos específicamente en ese ensayo, y a pesar de algunos otros de sus textos que sí incurrían en ello, Borges nos alerta acerca de las contradicciones en las que se incurre cuando se asocia la literatura producido en un territorio con las ideas políticas que abundan en ese territorio, cualesquiera que sean, y esa advertencia todavía parece necesaria.
Literatura Mondadori
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Y sin embargo, el propio Borges de joven fue nacionalista.
Sí, es verdad; sin embargo, a la altura de El escritor argentino y la tradición parece haber comprendido ya el engaño subyacente a los nacionalismos, y en particular a la asociación de lengua y territorio, una asociación que ha cristalizado en un error funcional a la enseñanza de la literatura así como a su comercialización, en el marco de la cual se suele vincular al autor con su nacionalidad de origen, pero que no por ser conveniente desde ambos puntos de vista resulta menos cuestionable.
Una asociación que, sin embargo, borran y ponen en entredicho los flujos migratorios que han llevado a autores a abandonar su tierra natal y a escribir desde otras latitudes.
Los flujos migratorios, particularmente numerosos en este momento (y las biografías de decenas de nosotros lo ponen de manifiesto), deberían llevarnos a hablar de una tradición de origen y de una tradición de llegada para los libros, lo que equivaldría a pensar en ellos tanto en relación al lugar y el contexto en el que son producidos como respecto al lugar en el que se los lee; sin duda esto complicaría la enseñanza de la literatura, a la vez que cuestionaría la imagen que el escritor tiene de sí mismo, pero también pondría en evidencia el hecho de que el lugar de nacimiento del autor es algo completamente ajeno al propio autor y, en general, azaroso.
Al fin y al cabo el lugar donde se nace es siempre una lotería.
Exacto, aunque esto no quiere decir que no sea influyente. En mi caso sin duda lo es, pero yo siempre he pensado en la identidad como algo que no está condicionado, como un sitio hacia el cual se llega; o, mejor aún, hacia el que se avanza sin alcanzarlo jamás, más que como un sitio desde el cual se parte.
Beatriz Sarlo definía a Borges como un escritor en la orilla, puede que sea precisamente la orilla el mejor lugar para el escritor.
La orilla es un buen lugar desde el cual escribir porque te permite obtener una perspectiva privilegiada de tu tradición nacional y enriquecerla en virtud de la frecuentación de aquello que no se produce en ella. Escribir desde fuera de Argentina (pero dentro de Argentina en muchos otros sentidos) resulta para mí muy enriquecedor: si bien los libros participan todos ellos de discusiones locales (y la argentina es una de ellas), se adecúan a otros contextos y se independizan de la intención original del autor. Es bueno estar en los sitios en los que esos libros se leen a pesar de no haber sido concebidos para ellos y observar qué se lee allí en ellos y cómo.
En efecto, la intención del autor es una cosa y el resultado que se obtiene con la obra otro.
Afortunadamente. La intencionalidad del autor se poner en entredicho cuando la obra es leída en contextos completamente dispares: El espíritu de mis padres…, por ejemplo, fue recibida de una forma en Alemania que difiere completamente del modo en que la misma obra fue leída en Gran Bretaña o en Estados Unidos. Para quienes como yo pensamos que el sentido es una cierta producción colectiva resulta muy placentero saber que los libros dicen cosas distintas a lectores distintos y que lo que les dicen es bastante diferente a lo que nosotros pensábamos.
Mondadori
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Lo curioso con El comienzo de la primavera es que, si bien tiene como trasfondo el nazismo y la filiación al nazismo de filósofos como Heidegger, muchos han leído en él, solapándola, la historia de la dictadura argentina.
Este era el efecto que yo quería producir y me alegra de que lo haya producido en un puñado de lectores. Algunos autores escribimos historias que ocultan u obliteran otras historias subyacentes que nuestro lector ideal, pensamos, va saber descifrar; pero esto no siempre sucede.
La pregunta que se repite siempre es si el escritor debe tener presente al lector a quien se dirige o no.
Cada autor responde a esta cuestión de forma diferente, por supuesto; hay autores a quienes les resulta conveniente pensar en un lector en concreto, mientras que para otros la idea puede ser paralizadora. La escritura de un libro (en concreto de una novela) atraviesa distintos estadios y hay estadios en los que pensar en un lector puede ser contraproducente y estadios en los que, por el contrario, puede ser útil. La dificultad no estriba tanto en pensar o no en un lector, sino en determinar cuánta inocencia y cuánta autoconciencia puede permitirse un autor en el momento de escribir.
¿Consideras que un exceso de autoconciencia puede reprimir al autor de tal manera que su escritura se vea cohibida ante la imagen del hipotético lector?
Así es. Mi impresión como lector es que hay decenas de escritores magníficos a los cuales un exceso de autoconciencia les impide soltarse para crear una ficción verdaderamente relevante; en el caso de los escritores que además son críticos (como es mi caso) este conflicto está muy presente y lleva a dejar deliberadamente de lado la conciencia con la cual uno observa lo que hacen los otros para poder hacer lo que uno quiere realmente hacer sin que nada lo cohíba.
Decía Vila-Matas: “cuando estoy escribiendo no quiero leer una novela mala por miedo a que influya, pero tampoco quiero leer una novela buena porque entonces querré hacer lo que hace su autor”.
Es una frase que describe bien la relación del escritor con la lectura. En realidad el escritor lee las novelas de forma distinta a como las lee un lector, y en ocasiones lo hace tratando de comprender sus mecanismos para imitarlos. Es precisamente por ello que la autoconciencia no debe intervenir en el proceso de escritura, puesto que puede incluso obligarte a escribir una novela que adhiera a las ideas preconcebidas que tengas. En mi caso específico, la autoconciencia podría llevarme a creer que debo escribir las novelas que teóricamente Patricio Pron escribe, y el resultado (me parece evidente) sería desastroso, para mí y para el lector.
Escribir lo que supuestamente Patricio Pron debe escribir te llevaría a una repetición y a convertir las obras en la plasmación del sello de autor.
Además contradeciría una de las tareas de la literaria, la de permitir a su autor volverse otro. No tengo ningún interés en ratificar ninguna idea preconcebida con los libros que escribo, sean las que se tengan de mí o las que yo tenga acerca de determinados temas, en particular porque pienso que escribir un libro no consiste tanto en dar una respuesta como en formular preguntas.
Mondadori
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Mirando tu obra en su totalidad, podríamos decir que El comienzo de la primavera y El espíritu de mis padres… son dos caras de una misma moneda, comparten una reflexión sobre la historia y sobre su relato.
Creo que Nosotros caminamos… también participa de la discusión acerca de cómo construimos los discursos históricos.
Sí, aunque en esta te alejas de las demás en cuanto a la forma paródica.
Sí, tal vez me desvíe en ella a nivel formal y quizás también la velocidad de Nosotros caminamos… parezca más elevada (está pensada para que el lector suspenda su capacidad de juicio y sólo la retome después de la lectura al preguntarse acerca del sentido, lo que, en otras novelas, por el contrario, se produce paralelamente a la lectura). Mi impresión es que las tres novelas comparten unas mismas inquietudes pero que lo hacen desde aproximaciones distintas, desde la historia personal, desde la historia colectiva y desde la tergiversación de esa historia colectiva.
Si en El comienzo de la primavera y el Espíritu de mis padres… es visible una filiación literaria con Piglia, Nosotros caminamos… dialoga genérica y estilísticamente con la literatura del absurdo, con Beckett o Fogwill.
Sí, es una buena forma de leer esos libros. Los autores nunca somos los mejores críticos de nosotros mismos; incluso a menudo somos los peores, pues padecemos una cierta miopía por proximidad que nos hace imposible ser completamente objetivos con respecto a nuestro trabajo. Yo creo tener una especie de mapa, y estoy convencido de que mis libros configuran una determinada figura en este tapiz, pero no estoy seguro de que la imagen que yo veo sobre el tapiz sea la correcta. Y, en cualquier caso, el lector está invitado a ver en él la imagen que desee.
En este tapiz se dibuja un interrogante acerca del valor del relato y la frontera entre el relato como ficción y la cotidianidad.
En las tres novelas que hemos mencionado y también en algunos relatos hay un intento por contribuir a la discusión acerca de qué forma negociamos el conflicto entre los términos supuestamente dicotómicos de ficción y realidad. Todos esos textos dan cuenta de una voluntad de participar en el debate sobre cómo esa negociación se ha producido históricamente y qué nos dice acerca de nosotros mismos y de la sociedad en la que vivimos en nuestros días.
Asimismo una constante de estas novelas es la consideración del relato histórico como relato de ficción.
Este parece un debate muy reciente y, sin embargo, es muy antiguo y conecta con la experiencia de las primeras lecturas que tenemos, en el marco de las cuales muchas veces nos preguntamos si lo que nos cuentan es ‘verdad’ o ‘mentira’. La pregunta más frecuente entre aquellos lectores que podríamos denominar ‘crédulos’ o ‘ingenuos’ es cuánto hay de verdad en lo que se les está contando; en este momento histórico, por cierto, muchos lectores conceden un gran valor al hecho de que lo que se les cuente sea verdad, pero los autores que a mí me interesan son aquellos que, a sabiendas de este “hambre de realidad”, avanzan en la dirección de dificultar estas cuestiones en vez de simplificarlas.
Se trata del género de la autoficción al que actualmente mucha literatura se inscribe.
Parcialmente sí, claro. Quizá la autoficción sea, por otra parte, el nombre que damos a obras que no son particularmente innovadoras (y sin duda no lo son en sus intenciones) pero configuran una literatura que nos obliga a poner en cuestión el estatuto de verdad de una forma que sí lo es. Casi todas las definiciones que se aplican a los textos, así como la distribución genérica que se hace de los mismos y que distingue entre obras de ficción y de no ficción, constituyen la cristalización de relaciones de índole económica y de poder; por consiguiente, es precisamente en esa frontera entre verdad y ficción donde, creo yo, es necesario intervenir a través de la literatura si se desea que esta sea políticamente relevante. Allí hay un trabajo pendiente, pienso.
Turner Noema
Turner Noema
A partir de estos temas cuya reflexión subyace en tus obras, podemos decir que por lo general tus novelas tienen como substrato genérico el ensayo.
Es posible, a pesar de lo cual no tengo mucho interés en ambas formas en un estado de pureza. Me interesa más trabajar con ellas, y hacerlo de manera que confluyan entre sí, puesto que así lo hicieron mis maestros en Argentina. Quizás la razón por la cual mis textos parecen tener un poso ensayístico se deba al hecho de que he sido formado por ellos y de esa manera.
¿Ves en la confluencia de géneros y, por tanto, en la construcción de obras que escapan de todo etiquetaje la manera que tiene la literatura de intervención crítica?
Sí, en parte sí. Desde luego, todos los textos que uno produce participan de las relaciones de poder que antes mencionaba, pero tengo la esperanza de que los míos participen de estas relaciones de una forma marginal, poniendo en cuestión el modo en que abordamos la literatura. En ese sentido, yo no pienso en dicotomías (ficción o no ficción, producción ensayística o producción novelesca, por ejemplo), sino en continuidades, en un continuo en el marco del cual la posición de lo que escribo así como mi propia posición varía todo el tiempo.
Sin embargo, ¿es factible la intervención desde la constante variación del posicionamiento, no del autor, sino de la obra?
En mi opinión es mucho más viable si el autor resulta difícil de clasificar. La insistencia de ciertos autores con respecto a ciertos temas y el hecho de que resulten siempre coherentes a nivel ideológico los enaltecen como sujetos, pero los desacreditan como autores políticos debido a que su insistencia en ciertas ideas induce en el lector al hábito, y eso los desactiva políticamente. Hay autores con los que me parece particularmente fácil coincidir políticamente, pero que con sus obras (al menos en mi opinión) generan en el lector un acostumbramiento tal que lo que dicen no provoca los mismos efectos políticos que provocaría si ese mismo discurso fuera emitido desde otro sitio; es decir, no desde la coherencia política o la certeza, ni tampoco desde la superioridad moral, cosa que me parece aberrante.
La constante indagación formal es la permanente puesta en discusión del lenguaje. No acaso, Adorno ve en la radicalización del lenguaje de Beckett la forma de intervención más crítica y menos concesiva con el presente, la sociedad y el individuo.
En el siglo XX alemán hay un cuestionamiento de lo que nosotros denominamos realidad desde distintos puntos de vista y sin duda uno de los más interesantes es el cuestionamiento que propone la filosofía del lenguaje de Wittgenstein. Puedes llamarme ‘wittgensteiniano’ si quieres, pero no acabo de creer en la existencia de elementos que no estén dentro del lenguaje y, por tanto, tengo la impresión de que actuar en ese ámbito es hacerlo en el de la realidad.
Si por una parte se dice que en literatura, y en arte en general, la forma es contenido, por otra parte hay quienes reprochan a la experimentación formal la vacuidad a nivel contenido, acusándola de experimentación por mera experimentación.
Yo diría, desde una perspectiva ya lectora, que muchos de aquellos discursos que se proponen como más rompedores a nivel de contenido fracasan al adherir a convenciones no sólo literarias, sino también sociales, que no son rompedoras en absoluto. Pienso como Adorno, a quien mencionabas hace un instante, que la política de la literatura es su forma, y que el contenido es aquello que damos al lector para que éste ceda ante lo que pretendemos decirle a través de la forma.
Con tu narrativa te inscribes en la tradición de Piglia, de Aira y del Saer de La Grande, marcada por la búsqueda de una nueva forma de escribir el relato histórico argentino
En el caso específico de Piglia y de Saer este tema conecta con unas determinadas inquietudes políticas propias de su generación y de las que ellos se hicieron cargo de forma completamente distinta: Piglia realizó la proeza de unir las que aparentemente eran las líneas dicotómicas de la literatura argentina previa a su irrupción y Saer creo un territorio por completo personal (y me temo que imaginario) en el cual no se trataba tanto de proponer una política de la literatura, sino de fijar un instante literario, un instante cultural. Me alegra que pienses en mis libros como parte de esa línea.
Pero ambos, desde el presente, pusieron en discusión a través del lenguaje el relato histórico recibido.
Es verdad que ambos se volcaron en el pasado; sin embargo, lo hicieron lanzando paradójicamente la literatura argentina hacia el futuro, y quizás no seamos del todo justos cuando nos referimos a ellos como autores que revisaron el pasado puesto que esa revisión estuvo determinada por el presente: las novelas de Piglia de los años noventa intervenían en el ámbito de las discusiones que dominaban la cultura argentina de esa época y creo que los escritores argentinos que hemos venido después escribimos también vinculándonos a las discusiones de nuestro presente. Miramos al pasado para cuestionarnos, por ejemplo, quién es hoy su narrador, quién se ha apropiado de su narración e impone una determinada lectura, pero nuestro interés está depositado en las discusiones contemporáneas, las que nos corresponden.
Tú te sitúas en medio de dos campos literarios, el argentino y el español. No pocas veces se ha criticado que la percepción literaria que se tiene desde aquí de Argentina no es la correcta, ¿cómo ves dichas relaciones?
En la relación entre Argentina y España creo que se producen una serie de errores de percepción, una cierta disonancia cognitiva. En Argentina se tiene la percepción de que España sería el sitio en el cual los escritores latinoamericanos deberían tener una existencia social como tales para aspirar a la ‘consagración’, cualquier cosa que esto sea, mientras que en España se tiene la impresión de que Argentina es un país de donde surgen talentos de forma continua. Ambas visiones son erróneas, pero (por supuesto) se requiere un tiempo prolongado de estancia en ambos sitios para saberlo. Las relaciones literarias entre ambos territorios prueban que nuestros sentidos nos engañan, y que las cosas se ven más grandes desde lejos.
Acerca de flujos migratorios y relaciones literarias, me gustaría preguntarte por Gombrowicz, del que todavía hoy poco se habla y que representa al autor sin patria, el escritor polaco que se reconvirtió en escritor argentino.
A Piglia le debemos entre muchas otras cosas la inclusión en la tradición literaria argentina de una serie de autores que una visión conservadora de la misma había excluido; pienso en Gombrowicz, en Guillermo Enrique Hudson y en Wilcock. (A César Aira le debemos, además, la de Copi.) La recuperación de estos autores me parece fundamental porque no supedita la conformación de la literatura a la idea romántica de la asociación entre lengua y territorio. Autores como Gombrowicz son introductores del cambio dentro de la tradición nacional, puentes; ejercieron esa función en un momento dado los escritores que gravitaban alrededor de la revista Sur, pero también los autores de la revista Contorno, los cuales, en un intento de fomentar un debate acerca de la literatura nacional, incorporaron modas y giros intelectuales que venían del exterior, específicamente de Francia. Más recientemente, esa función ha sido ejercida por Rodrigo Fresán, que nos ha descubierto un gran número de autores norteamericanos. En mi opinión, esa apertura, esa mediación entre literaturas nacionales es una forma de heroísmo.
Defines el cuento como un género que “requiere que la voz narrativa se desarrolle plenamente en un espacio tenso y muy reducido”. Si bien en la Argentina del siglo XX hay una larga tradición del relato, esta definición me retrotrae a Chejov y a la idea del instante.
Chejov es un autor muy importante para mí, por supuesto, así como para casi todos los autores de relatos que le han seguido. Estaba leyendo estos días los cuentos de Rodrigo Re y Rosa e, independientemente de mi opinión personal, me dio la impresión de que Rey Rosa no participa de esta tradición secular como tampoco de la tradición del fantástico latinoamericano, más específicamente rioplatense, que ha terminado impregnando muchas otras tradiciones. Yo encuentro ecos de este fantástico rioplatense en decenas de autores hispanohablantes, y el hecho de no encontrarlo en los cuentos de Rey Rosa me intrigó mucho.
Imagino que te refieres al concepto de neo-fantástico acuñado por Alazraki.
Sí, exacto, un concepto que a mí me parece singularmente productivo, ya que no apunta a la consolidación de un cierto género o subgénero sino a la apertura de los textos a la libre interpretación, incluso a una interpretación que no sea en clave fantástica sino también, a menudo, perfectamente realista.
Tus relatos que bien podrían encuadrarse en una tradición realista, comparten con el género de lo neo-fantástico o fantástico rioplatense el final abierto, la incerteza y la duda.
Sí, mis relatos tienden a un cierto realismo enrarecido, o a un fantástico que no tiende a la consolidación de un género sino a su disolución, que es lo que (por otra parte) proponían originalmente los autores del fantástico rioplatense. No muchos de ellos hablaron específicamente de fantástico y muy pocos tuvieron la convicción de que escribían literatura de género. Felisberto Hernández, por ejemplo, no fue precisamente un teórico de la literatura y lo que producía, al menos en su opinión, era una literatura claramente realista. Si bien es cierto Borges editó una antología de literatura fantástica junto con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, la antología incluyó cuentos sin una visión mágica del mundo. Muchos de los relatos de Borges y muchas de las novelas de Bioy pueden ser leías en clave realista estableciendo que parte de lo narrado es producto de la ensoñación de los personajes o de errores perceptivos. Allí hay un ámbito de trabajo, pienso.
En efecto, el propio Cortázar subrayaba la clave de lectura realista para sus relatos.
En mi opinión, eso proviene de Gogol: si lees relatos como La nariz o La avenida Nevski, lo que descubres es que se trata de un tipo de literatura que bajo la apariencia del chiste no duda en absoluto de sí misma y te fuerza a no dudar de ella. Marshall Berman sostenía que teníamos que leer La nariz en clave realista puesto que solamente desde esta perspectiva era posible observar la puesta en discusión de la percepción de realidad en una sociedad estratificada y profundamente disociada como la Rusia zarista.
Hablando de chistes, es imposible no pensar en Pynchon y como, entre otros muchos, el chiste de la bombilla es introducido en la narración de tal manera que reclama una lectura realista. Pynchon parece decirnos que debemos considerar real la anécdota de la bombilla.
Hay una reacción que Nosotros caminamos en sueños ha provocado y que me parece muy valiosa: se trata de la pregunta acerca de la cotidianidad y su percepción y, por tanto, de la pregunta que también provoca la narrativa de Pynchon, acerca de si lo que se cuenta es un chiste o no. Se trata de una pregunta de muy difícil respuesta, no en relación a la interpretación de la novela, sino al propio estatuto del chiste; se supone, que si se trata de un chiste, de un relato “no en serio”, entonces no participa de la realidad (a pesar de que no son pocos los textos que, siendo profundamente humorísticos, son extremadamente serios en sus vínculos con la realidad). La duda acerca del chiste provoca en el lector lo que Aira define como la sonrisa seria y apunta a generar una perplejidad muy útil para pensar cuestiones no solamente literarias, sino sociales y políticas. “¿Es o no es?” es el tipo de preguntas clave que la literatura responde y no responde al mismo tiempo.

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