13.3.15

El machismo cool que está de moda

 Debate. Para redondear la polémica sobre el libro en el que Gonzalo Garcés rechaza el feminismo histórico
Reclaim the night. Legendaria marcha feminista que ha retornado a las calles de Londres./revista Ñ.

Simone de Beauvoir ha vuelto. Sí, como pesadilla. La filósofa francesa venerada y discutida por el feminismo desde hace décadas, ahora regresa como proveedora de citas rápidas para la actualísima batalla de los sexos. En el debate cultural, cada vez más parecido al pugilato, la cuestión no puede ser más propicia: genera ansiedades, roza lo sexual y casi cualquiera puede decir algo. Las redes sociales ofrecen el mejor escenario. Gana quien mejor titula, quien más rápido pega, quien tiene la malicia pronta y quien, finalmente, logra levantar más pulgares.
Parte del mundo editorial lo entiende muy bien entonces, por caso, el libro de Gonzalo Garcés, Hacete hombre, se ve reducido a un round de polémica de ocasión que pasará tan pronto como algún otro gestor cultural descubra una veta más escandalosa. Para encender la mecha corta basta con diseñar una tapa que es el colmo de la obviedad, circular un flyer canchero con el autor usando guantes de boxeo y, luego, someterse al titulado de las reseñas y entrevistas: “Ahora hay un feminismo que quiere prohibir por decreto el piropo”, “Según el escritor, el patriarcado terminó”, “La masculinidad amenazada: un prisma que se resquebraja”, “Hay una nostalgia de la masculinidad, entre las mujeres más que los hombres”, “La hombría se volvió clandestina”, etc. etc.
Participar del circo es bastante sencillo. Por ejemplo, se podría ignorar todo lo que el libro tiene de reflexivo para disparar que, en algunos tramos, parece un resumen de Simone de Beauvoir tamizado por monografías.com y remozado con pizcas de Houellebecq. No sé si servirá para un título de escandalete, pero seguramente alcance para que alguna efímera revista de comentarios culturales logre una módica suma de likes. En cambio, poner entre paréntesis las cualidades personales del autor, tomar el libro en serio y dialogar con él supone una tarea que poco tiene que ver con el vértigo de las redes y la escaramuza de los egos. Es una gimnasia vieja: el debate de ideas.
Esta ficción real —así se titula la colección de la editorial Marea— es la crónica del viaje en auto de un hombre de casi cuarenta años con su padre y una aparente prostituta. Gonzalo, el narrador, creció y convivió con mujeres independientes, no tiene dudas en aplaudir las transformaciones contemporáneas que habrían igualado las oportunidades. El resultado es un intenso diálogo interno con una atrapante reflexión sobre el ser hombre hoy, pero también sobre el ser hijo y el devenir padre. El uso que hace de los mitos antiguos y las series norteamericanas es de los momentos más brillantes del relato; las dudas sobre la paternidad, de los más conmovedores. Como lectora, celebro esta ventana al pensamiento de un hombre sobre su masculinidad, sus inconstancias, su humor ácido, su nostalgia de un mundo en el que era el conquistador, el mandamás, el vociferante, el autor.
En la mitad del libro sorprende un despliegue de ensayismo breve con ideas fuertes sobre la relación histórica entre hombres y mujeres. Se trata de una “Historia personal de la masculinidad” que es, como se advierte, mucho más personal que documentada. El relato depende de una simplificación extrema de los procesos históricos. Primero, el reemplazo de la naturaleza como determinante (la biología no es destino, como decía la filósofa) por factores económicos y tecnológicos que producen cambios sociales y políticos en una sola dirección. Luego, una lectura etapista y progresiva de la historia en la que no hay lugar para claroscuros ni desvíos. En tercer lugar,
la suposición de que en los hechos pasados sólo han actuado los hombres. La ciudadanía la inventaron los hombres, las guerras las pelearon los hombres, los reinos los crearon y los disolvieron los hombres y luego, las estructuras convirtieron al patriarcado en un despropósito y así nos fueron concedidas las libertades actuales, para que, ironía macabra del capitalismo, casi todos terminen siendo feminizados en una derrota histórica de la hombría.
Por último, la argumentación presenta un desequilibrio evidente: va de la determinación estructural al subjetivismo decidido, sin mediaciones. Si toda la historia se explica por las transformaciones estructurales —y los movimientos políticos como el feminismo sólo vinieron a coronar el proceso por simple decantación—, hoy es una subjetividad masculina heterosexual de burguesía esclarecida porteña y cosmopolita la que puede hacer una pausa en el devaneo de un complejo de Edipo ampliado — a otros mitos y a las series norteamericanas—, para decretar la muerte de una época. Derrotado el patriarcado, salvo en “algunos bolsones”, los ciudadanos del capitalismo tardío serían usuarios feminizados, mientras que un resto, muy minoritario, de hombres y mujeres seguiría detentando la hombría, esto es, el mando económico, el poder soberano, etc.
A primera vista, la afirmación de que tanto la feminidad como la hombría pueden ser encarnadas por ambos sexos indistintamente y la idea de que hemos sido convertidos en usuarios funcionales parecen hipótesis atractivas. Sin embargo, es menos convincente el dejo de nostalgia ingenua hacia la república ciudadana. Así como injustificada la generalización de la experiencia de un sector particular de las sociedades a toda la humanidad. Y llamativamente reduccionista el minimizar la utilización de los conceptos de clase, raza y género como claves explicativas del mundo contemporáneo —tanto como desconocer las particularidades de lo local— justo en un momento en que la propiedad privada se concentra pavorosamente en términos globales, la desigualdad se profundiza, la relación norte-sur se dinamiza con otros polos de poder y la proliferación de identidades sexuales conmociona el sistema de parentesco y los alcances de la ciudadanía.
No se trata de discernir si es desconocimiento u omisión voluntaria, ni de invitar al autor a recorrer tal o cual bibliografía específica, ni de someter su ensayo personalísimo a una crítica historiográfica académica, sino de señalar que es la propia narración la que exige ese entramado de premisas fallidas. Sólo así puede llegar al argumento final que busca instalar: vivimos en el pospatriarcado. Ante esta conclusión, un camino posible sería contraponer una buena cantidad de artículos, estadísticas, informes de organismos internacionales, etc. que demostraría lo contrario. Otra estrategia podría ser definir patriarcado, discutir sus alcances y conceder que las últimas décadas representan un desafío para ese tipo de conceptualización clásica y que, incluso, algunas transformaciones que parecían liberar a la mujer, no han hecho más que reforzar el capitalismo y sus nuevas caras.
Sin embargo prefiero, en esta oportunidad, enmarcar el libro en un debate más general y dar cuenta de algunos de sus efectos. Hacete hombre confirma una tendencia que, a mitad del siglo XX, de Beauvoir creía improbable: “A un hombre no se le ocurriría la idea de escribir un libro sobre la singular situación que ocupan los varones en la Humanidad”. Pero, he aquí el regreso de pesadilla: para pensar qué es un hombre parece necesario simplificar la historia, dar por muerto el patriarcado y, en el mismo gesto, rechazar el machismo… y el feminismo.
La excusa es que el feminismo ha devenido publicitario, escolar, moralista y aburrido, pero para eso hace falta imponer otra gran simplificación y es la de reducir toda una tradición teórica y política a alguna de sus derivas. Es como desechar todo el marxismo como herramienta para analizar el capitalismo porque hay remeras del Che. Pero, al mismo tiempo, ser más marxista que Marx y más feminista que de Beauvoir criticando, cómo se dice, por izquierda. Por eso cuando Garcés acusa de mojigatas a algunas feministas o nos revela las falacias del feminismo de la revista semanal no puedo más que acordar. Y cuando razona que algunas calamidades antes cultivadas con esmero en el género femenino se extienden como plagas entre los desprevenidos varones que no extrañan la hombría, no puedo más que asentir. Y cuando usa su mejor pluma humorística contra el “estalinismo de la corrección política” y la “policía del pensamiento”, aplaudo. Y cuando nos recuerda que Merkel es mala y es mujer, o nos advierte cuánto le conviene al capital hacernos creer que alcanza con ser sexualmente libre, me rindo al encanto de su prosa y a la suficiencia con la que desactiva las preguntas maliciosas de quienes lo entrevistan.
Por fortuna, el hechizo dura poco porque es evidente que sólo omitiendo toda la escritura feminista puede presentar estas ideas como novedosas. Por citar algo, ya a principios del siglo pasado Emma Goldman nos avisó sobre la tragedia de la emancipación. Las anarquistas locales apuntaban contra el clasismo bienintencionado de las sufragistas, mientras las socialistas denunciaban la falsa universalidad de la ciudadanía. Fue el mismo movimiento quien produjo críticas sobre la mujer blanca, burguesa, occidental y heterosexual que pretendía representarlo y, hasta hoy, quienes se reconocen mujeres y las identidades trans e intersex siguen poniendo en problemas todo intento de dictar cuál es el sujeto político del feminismo y cuál su voz hegemónica.
Sin embargo, vemos este síntoma repetirse en muchos ámbitos de la vida contemporánea. El procedimiento es el siguiente: tómese un tema impulsado por el feminismo con algún grado de acuerdo, luego sin leer ni citar a ninguna de las personas que militan, escriben y piensan seriamente sobre el tema en cuestión, lance una crítica desde la “incorrección política” tomando elementos de lo usted entendió que era el feminismo o del conjunto de argumentaciones que el feminismo mismo logró instalar como parte de las problemáticas del presente.
Así, por un lado, tenemos frentes acendrados de machismo clásico. En los márgenes, unos poquísimos varones que se llaman a sí mismos antipatriarcales y hacen un gran esfuerzo en revisar sus privilegios. Pero, por otro, se extiende un machismo de baja intensidad, ilustrado, blando. Animado por hombres jóvenes que tienden a reaccionar con virulencia (aunque satisfechos por la publicidad) y que morirían dos veces antes de obviar una sola línea de Fogwill, pero que despachan sin pestañar medio siglo de producción teórica y política feminista. Lo vemos en los medios de comunicación y en la academia, en la vida familiar y en la militancia. Bajo un aparente acuerdo se nos devuelven como ataques nociones propias que sí parecen haber aprendido: “es violencia de género al revés” “al final, cosifican también a los varones”, “doble jornada? Ustedes se querían liberar”, etc. etc.
Justo es decir que el libro de Garcés resulta una versión más razonada y por eso merecería otro tipo de debate. Pero mucho me temo que la andanada de reseñas, comentarios y posteos de este antifeminismo cool se alimente acríticamente del libro para continuar simplificando la historia y la dinámica social, olvidar el análisis de clase, calmar ansiedades de la masculinidad hétero y reducir el feminismo a una caricatura. Y así cuarentones joviales, jóvenes escritoras y agitantes culturales diversos, para estar a tono con la época, repetirán que es tan anticuado ser machista como feminista.
Esta postura depende de muchos “por supuestos”: por supuesto es celebrable la igualdad, por supuesto “femenino” y “masculino” son construcciones sociales, por supuesto que condeno la violencia y respeto a las mujeres… Pero si es tan compartido el supuesto, ¿por qué al momento de pensarse como género los varones no dialogan con el feminismo? Justamente una tradición que viene reflexionando desde hace rato sobre cómo escapar a la trampa de la biología y revolucionar el destino. Más aún ¿por qué tanto afán en combatirlo? Porque, arriesgo, implicaría reflexionar sobre sí mismos con impiedad. Porque ese sí que es un cross a la mandíbula masculina. Porque lleva tiempo de lectura y buena compañía. Porque se aprende que tus deseos más íntimos provienen de un fino cultivo del poder. Porque más que victimizarse exige deponer armas y revisar la imperiosa necesidad de blandir la espada lumínica. Porque obliga a aceptar que no se es el genio de la idea original y resistir la tentación de contar una vez más la historia de la humanidad. Porque hay que callar para escuchar e, incluso, crear las condiciones para que se escuchen otras voces. Y todo esto tiene tan poco que ver con la “hombría” que aterra.

Laura Fernández Cordero es Dra. en Ciencias Sociales; CeDInCI/UNSAM - Conicet

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