17.4.15

Escritor y constituyente

Un año como cien de soledad
Gabriel García Márquez participó en el proceso constituyente colombiano de 1991
Gabriel García Márquez. / Daniel Mordzinski./elpais.com

Un capítulo de la historia de la Constitución de Colombia de 1991 que está aún por escribirse tiene que ver con la participación del Premio Nobel de Literatura en el proceso constituyente más participativo de nuestra historia reciente.
Gabriel García Márquez dijo alguna vez que “lo peor que le puede pasar a una Constitución es que le mamen gallo”. Eso en colombiano puro significa que la irrespeten, o como diría Ronald Dworkin, uno de los grandes tratadistas del derecho público moderno, que no tomen en serio los derechos consagrados en el texto constitucional. Esa preocupación por el imperio de la ley y el estado de derecho lo llevó a interesarse por el momento cumbre de la historia política de un pueblo: cuando se hace su Constitución.
El proceso constituyente de 1991 fue el resultado de una propuesta de reforma de la Constitución que surgió promovida por un movimiento estudiantil que se generó después del magnicidio en agosto de 1989 de Luis Carlos Galán, el candidato que iba a ganar las elecciones en 1990 y cuya propuesta de reconciliar la ética con la política marcó su destino.
La Nueva Constitución de Colombia le puso definitivamente la lápida a los restos del llamado Frente Nacional que terminó bloqueando el sistema político por cuenta de un bipartidismo que bien describió el Coronel Aureliano Buendía: “La única diferencia entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores a misa de ocho”.
García Márquez no fue ajeno a la trascendencia del momento que vivía el país. De hecho, los estudiantes que promovimos la Asamblea Constituyente estuvimos a punto de conseguir que Gabo fuera la cabeza de lista del Movimiento Estudiantil a dicha Asamblea.
Se trataba de abrir el escenario político y quien mejor que él para encauzar los vientos de cambio que Colombia experimentaba después de uno de los momentos más oscuros de su historia. Tuvimos varias conversaciones telefónicas con el Nobel, semanas antes de la inscripción de la lista, pero el secuestro de varios periodistas por el Cartel de Medellín en septiembre de 1990 empeoró las condiciones de seguridad del país e impidió lo que hubiera sido un fenómeno electoral de imprevisibles consecuencias. Todo ello lo relataría el mismo en Noticia de un secuestro. Meses después, la Asamblea se instalaba con una multiplicidad de actores recién llegados a la política, rompiendo así el monopolio clásico de los partidos tradicionales.
Sin embargo, no desfalleció en su empeño por ser partícipe de ese hecho histórico al punto que, como cuenta Humberto de la Calle, no solo se interesó en la redacción del proyecto constitucional del Gobierno sino que hizo propuestas de artículos para la nueva Constitución que fueron relevantes para el debate constituyente.
No se trataba solo de la revisión final gramatical y de estilo del texto aprobado, como también lo hizo nuestro Instituto de la Lengua, sino de normas sustantivas de derechos que hicieran de la Carta Política un documento vivo, presente y digno de respeto. De hecho, hoy se reconoce que la magnitud del consenso político que produjo la “Constitución de los derechos” del 91 es el más grande que se haya conocido en décadas.
Nada de ello fue producto del azar. Para quienes conocen su biografía, bien saben que fue estudiante de Derecho por pocos años en la Universidad Nacional de Colombia y que esa carrera se truncó por cuenta de “el bogotazo”, el 9 de abril de 1948 después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. Había decidido estudiar Derecho solo por complacer a su padre y el cierre de la Universidad a partir de esa fecha, sirvió de coartada perfecta para que se dedicara a leer poesía y novelas en lugar de recitar códigos de memoria.
Además, porque, como lo destaca Enrique Krauze, el primer y gran regalo de su abuelo, el legendario Coronel Márquez a su nieto Gabriel no fue una pistola sino un diccionario. El abuelo militar de la Guerra de los Mil Días, sabía que en Colombia —una república de gramáticos como alguien decía— la palabra y los diccionarios son instrumentos de saber y de poder.
Desde allí se volvió coleccionista y lector impenitente de diccionarios. Décadas después, recuerdo haberle oído su fascinación por un diccionario de criminología que se había devorado y aprendido antes de escribir Crónica de una muerte anunciada.
Pero lo relevante hoy, en el primer aniversario de su muerte, prueba irrefutable de la vigencia de su palabra, fue su propuesta de un texto para la nueva Constitución, que al final no fue aprobado, en el tema por el cual conspiró desde que nació, según sus propias palabras: “La paz es condición esencial de todo derecho y es deber irrenunciable de los colombianos alcanzarla y preservarla”. Una fórmula que, como todo lo suyo, hoy podría iluminar los debates acerca de la justicia transicional que busca Colombia para cerrar su acuerdo de paz.
Fernando Carrillo Flórez es el embajador de Colombia en España.

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